domingo, 4 de diciembre de 2011

Poesía y color de una ciudad



La Habana a la que la mayoría de los habaneros quieren volver no es un sitio nebuloso en la memoria de los viejos, ni una fila de edificios y unas calles que pasan en las imágenes grises de los noticieros y los documentales olvidados. La ciudad que se sueña es la que pintó René Portocarrero, un niño de la barriada de El Cerro que la miró hasta el final de su vida con la misma inocencia que la vio la primera vez.

El pintor, un autodidacta que los críticos han acomodado después en un barroquismo ligero, le ha dejado al Caribe un retrato ardoroso y vivo del espacio en el que nació y murió (1912-1985) y en sus cuadros, allá dentro, detrás de las ventanas, en los pasillos de los solares, en las azoteas y bajo las puertas de los cines, uno puede encontrarse con unos habaneros que son primos, vecinos, amigos o amantes de los personajes de Guillermo Cabrera Infante.

Portocarrro, un gigante silencioso con bigote de morsa, se hizo dueño de los colores de aquella región y se apropió también de los matices casi hirientes de la cultura afrocubana. En su obra convive esa Habana intensa, provocadora, bulliciosa, triste y dramática con muestras de los festejos de los carnavales, los interiores de su barrio natal, mujeres, plazas, mariposas y con una dedicación especial por la figura de Santa Bárbara, Shangó en las religiones africanas.

Fue uno de los pintores cercanos al grupo de Orígenes y publicó dibujos en las revistas Espuela de Plata y Verbum. Era amigo y compañero de aventuras editoriales del poeta José Lezama Lima, otro habanero devoto que descubrió en la pintura del muchacho del Cerro una ciudad mucho más intrincada para instalarse él con holgura a crear su universo.

«Portocarrero», escribió el autor de La cantidad hechizada, «demuestra la medida que han ido integrando sus visiones, que toda ciudad se sustenta en la imagen, como toda casa tiene su raíz en la forma interna, en el inscape, en la melodía que devuelve la penetración. En el centro de toda casa hay una estructura, un árbol, que convierte lo real en sacramental, lo sacramental en germinativo. El árbol en el centro de la casa logra un tiempo sin antecedentes ni consecuentes, un tiempo resguardado de su fragmentación en los anillos de la serpiente».

René vivía enterrado en su trabajo y en el amor. Una vida que cabía en su estudio frente al Hotel Nacional, a un costado del Monseñor y dos cuadras del mar. Asumió con resolución y coraje su relación eterna con otro artista plástico, Raúl Milán, y tanto las celebraciones como las ceremonias de reconcialición y juramentos de fidelidad y cariño se hacían en el asiento trasero de un Cadillac gris, de 1957, durante un paseo por el Malecón o cerca del bar La Roca, con un roce de rodillas y un mojito sudoroso y cargado de ron en las manos.

El gobierno va a subastar ahora 110 cuadros de pintores cubanos para alcanzar la cifra de un millón de dólares. René es uno de los subastados.

Se sabe que aparece entre los artistas más importantes del siglo XX y como hablaba poco se cree que nunca dijo la palabra gloria, como no fuera para llamar a una amiga del Cerro que escribía novelas de amor y quería que Lezama se las publicara.

En esa Habana que la gente sueña, yo veo todas las tardes el Cadillac de René Portocarrero bajo unos árboles de El Vedado; puedo ver, además. la boca de los vasos asomadas por las ventanillas y el neblinazo de incertidumbres y silencios que empaña el cristal del parabrisas.

René y Raúl están fajados en un buen fragmento de esa ilusión, pero no hay quien se atreva a pedirle que hagan las paces porque no se puede alterar el paisaje.

Raúl Rivero
El Mundo, 22 de octubre de 2011
Foto: Ciudad, cuadro pintado por Portocarrero en 1954.

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