Un tipo consagrado al trabajo. Obediente y presto a cumplir cualquier orden de sus superiores sin chistar. Poco dado a las farras y el alcohol.
La génesis del hombre nuevo cubano era odiar al enemigo, al imperialismo yanqui. Debía ser, al decir de Ernesto Guevara, una perfecta máquina de matar. Escuchar a Mozart o leer a John Locke era un rezago pequeño burgués.
Usted puede pensar que la disparatada teoría de intentar moldear el individualismo, sus egos y el alma compleja del ser humano es una exageración o una fantasía del periodista.
Pero fue cierto. Se intentó en Cuba. Fidel Castro y sus camaradas, inmaduros y utópicos, embriagados después del triunfo en una guerra de guerrillas, donde 300 barbudos derrotaron a un ejército regular de 8 mil efectivos, se creían capaz de diseñar un arquetipo de hombre que prefiriera trabajar horas extras sin remuneración y no moviera los pies al compás de una rumba.
El reto sonaba a disparate. Ni genetistas, ingenieros sociales y políticos cuerdos lo habían intentado. Aunque se conocían ciertas experiencias.
Mediante el terror, la Alemania de Hitler y el forzoso experimento ideológico en Rusia, lograron la obediencia colectiva al régimen. Mussolini en Italia disminuyó la delincuencia y arrinconó a la mafia.
Stalin logró que los pioneros delataran a sus padres. Y el Führer eliminó del censo a los judíos, gitanos y enanos. Evidencias de que la transformación humana solo es posible mediante la coacción y el miedo.
He sido testigo del fatal ensayo, donde lo más importante era la lealtad a Fidel antes que a tu familia. Por ello me pregunto por qué 54 años después, Raúl Castro se asombra de la indolencia y la vagancia, de los borrachos en las calles, de las groserías cotidianas, de la gente que cría cerdos en su apartamento o escuchan reguetón a todo volumen.
La generalizada indisciplina social, pérdida de valores y falta de educación es un producto tangible de la revolución verde olivo.
Esas generaciones de cubanos nacidas después de 1959, que no dicen buenos días cuando abordan un taxi, delatan al vecino por envidia, participan en linchamientos verbales y golpizas a los disidentes y se roban lo que pueden en sus puestos de trabajo, es el resultado del intento de amasar y crear un hombre diferente.
Somos una especie de Frankenstein. Cuando uno conversa con amigos extranjeros, aquéllos que vienen a Cuba no a tomar mojitos o acostarse con mulatas, su primera preocupación es la devaluación moral del cubano de hoy.
Todo lo demás se puede reparar. Cuando hayamos dejado atrás esta larga travesía por el desierto y el manicomio ideológico sea algo testimonial, Cuba recuperará sus encantos arquitectónicos, probablemente la economía despegará, la comida no será un lujo, habrá diferentes partidos políticos, el 20 de mayo volverá a ser el día de nuestra independencia y cada 4 o 6 años elegiremos a un presidente.
Pero recuperar civismo y valores perdidos llevará tiempo. Demasiado quizás. El perfil de muchos cubanos en este siglo 21 no es halagüeño. Mentirosos, hipócritas, irrespetuosos, oportunistas, expertos en bajezas humanas y hábiles para trepar dentro del status social pisoteando cadáveres frescos.
El régimen implantó en la sociedad el colectivismo y la adoración a un líder. Durante un tiempo, escribir una carta a un pariente o amigo en Estados Unidos fue un delito. O escuchar a los Beatles o vestirse con un Levi’s 501.
Decir señor en vez de compañero te encasillaba como un pichón de contrarrevolucionario. El odio enfermizo y retorcido del régimen a los que pensaban diferente, convocó a una multitud enardecida a tirarles huevos y arrastrar por la calle a los cubanos que decidieron abandonar su patria en 1980 por el puerto del Mariel.
La insolvencia económica y el mal gobierno han obligado a los hermanos de Birán a trazar piruetas ideológicas y camuflar su radicalismo y ojeriza al exiliado con tal de mantenerse en el poder.
Fidel Castro quería cubanos que supieran tirar, y tiraran bien, con un fusil AKM. Pues bueno, eso es lo que tiene.
Iván García
Foto: Juan Antonio Madrazo. Escena común en La Habana actual, una ciudad que en los años 40 y 50 figuraba entre las más cosmopolitas del continente americano.
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