Cuando yo nací en 1965, la revolución de Fidel Castro cumplía seis años en el poder. Desciendo de una familia obrera, humilde, y honrada. Mi abuelo, viejo luchador comunista, había sacrificado su vida por un sueño que a la larga fue un desastre.
Desde muy temprano, mi madre empezó a tratar de crear en mí un "futuro proletario". Inclusive el círculo infantil al cual asistí, radicaba en la azotea de la CTC y se llamaba Los Proletaritos.
Imposible recordar qué estaba haciendo en octubre de 1967: tenía sólo dos años. Pero si se da como oficial la hora en que mataron al Che, estaría comiendo o preparándome para dormir.
Lo que sí sé es que la muerte del mítico guerrillero argentino en La Quebrada del Yuro, Bolivia, me marcaría de por vida y es, por cierto, el único símbolo de una ideología fallida que de algún modo veneré.
Perdono los errores garrafales de Ernesto Guevara en economía y política, y su amor por la violencia. Pero como arriesgó -y perdió- su vida, para demostrar su tesis, merece mi admiración.
En 1975, a raíz del primer congreso del Partido Comunista de Cuba, además de apasionarme los juegos de pelota en la calles, me devoraba el periódico Granma, y tenía la rara costumbre en un niño de 10 años, de ver todas las noches el noticiero nacional de televisión. Con esa edad, discutía mis criterios y me gustaba opinar.
Hasta ese momento, la palabra revolución la escribía con mayúscula: todavía la consideraba perfecta. Para casi todos los de mi generación, Fidel Castro era el Gran Hermano. Me faltaba aún lucidez. No podía discernir que el presidente de mi país estaba al frente de todos los disparates habidos y por haber.
Que dirigía el país como un campamento, con el riesgo de sus peligrosas quimeras y el morbo por la guerra y el desvarío que cosechaba fracasos (el más sonado sería el de la zafra de los diez millones), año tras año, de campaña en campaña, incansablemente.
Al igual que la mayoría de los de mi generación, lloré el crimen de Barbados, las agresiones a los pescadores y a la economía. Entonces no podía entender que a un dictador de izquierda se le oponían y oponen energúmenos iguales que él y violentos radicales de derecha, que con oportunismo político e injustificados ataques, sirven en bandeja de plata la justificación para que la siniestra contrapartida de La Habana monte su maquinaria de odio para los muchos de mi generación que todavía quedan en la isla.
Y en eso llegó 1980. Azuzados por la maestra, a los alumnos se nos pidió que tiráramos piedras a nuestros amiguitos "escorias". Iba a cumplir 15 años y ya pensaba y analizaba lo suficiente como para hacerme el firme propósito de no participar en acto de "repudios" a otros que no pensaban como yo.
A un profesor de marxismo, amigo mío, le dije mi decisión. Con ojos desorbitados me hizo jurar que no se lo diría a nadie. Me dijo: "No participes, si quieres no hagas nada, pero no se lo digas a nadie. Hablar francamente te condena". Siete años después, me enteré que el profe se había exilado, como tantos que han hecho de la emigración la tercera pasión nacional, superado sólo por el sexo y el béisbol.
Después del Mariel ya mi generación nunca más sería homogénea. Se polarizó. Unos serían instructores de la Seguridad del Estado, y otros -con la misma edad- sus detenidos, como estuve yo en marzo de 1991 en Villa Marista. Algunos caerían en Angola sin saber por qué, y más de uno moriría víctima de un ajuste de cuentas mientras cumplía prisión por un delito común. Se iba a los extremos dentro en un país caracterizado por el extremismo desde 1959.
La última evidencia de que la ideología comunista estaba condenada al fracaso la tuve en 1987, cuando pasé el servicio militar en un almacén del Ministerio del Interior. Allí la inmoralidad y el robo autorizado eran el pan de cada día.
El punto culminante de ese proceso interior fueron la perestroika y Gorbachov. Quitarse de encima ese pesado fardo de ideas que definitivamente no eran las nuestras, fue como una cirugía sin anestesia para muchos de mi edad. Resultó lacerante y es innegable que dejó su huella.
Por eso tengo que hacer un acopio de voluntad muy grande para no convertirme en un zombi o tomar una balsa y huir como hicieron muchos de mi generación.
Santiago Feliú, cantautor de la nueva trova. lo definió magistralmente en una de sus canciones: "¡Ay de mi generación! ¿Quién pagará los desastres de este ciclón?"
Iván García
Cubafreepress, 20 de junio de 1998Foto: 1980. Algunos de los carteles mostrados durante la marcha combatiente que Fidel Castro organizó por toda la 5ta. Avenida de Miramar, donde se encontraba la Embajada del Perú. Esa sede diplomática estaba repleta de cubanos que esperaban un salvoconducto para salir del país. Finalmente, 125 mil personas abandonarían el país por el puerto del Mariel, a unos 45 kilómetros del centro de La Habana. Tomada del blog Cubanos por siempre.
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