Jesús fue un arquetipo de ese hombre de laboratorio que la revolución cubana quiso diseñar. Descendiente por línea paterna de africanos y por la materna de haitianos que en el siglo XIX cortaron caña en tierras camagüeyanas, en 1959, en plena efervescencia revolucionaria, arribó a La Habana. Tenía 16 años. Lo primero que hizo fue hacerse miliciano. Después ingresaría en las nacientes fuerzas armadas.
Fue destinado a La Cabaña, al otro lado del litoral habanero. Al frente de la otrora fortaleza militar española estaba su ídolo, Ernesto Che Guevara. Lo veía de lejos, pero a Jesús no le importaba. Le enorgullecía saber que formaba parte de la tropa comandada por aquel guerrillero a quien por no haber nacido en Cuba se le veía con cierto misticismo.
Soldado obediente y fiel, Jesús fue escogido para integrar los pelotones de fusilamiento. Tampoco le importaba a quienes se mataba. Los condenados a muerte eran identificados con el mismo rótulo: "enemigos de la revolución". Decían que unos habían sido militares del depuesto régimen, otros chivatos o policías y agentes de los servicios de inteligencia batistianos, participantes en torturas y asesinatos.
Ni Jesús ni los otros uniformados de verde olivo se cuestionaban las sentencias a la pena capital, dictadas en juicios sumarios, que se celebraban por las mañanas y por las noches ellos se encargaban de cumplir. Jesús no había tenido tiempo de estudiar historia y desconocía los pormenores de la revoluciones en Inglaterra, Francia y Rusia. Para él, "todo era válido dentro de una revolución verdadera como la cubana, la primera a 90 millas de los americanos".
Jesús fue bautizado e hizo la primera comunión. De niño acompañaba a su madre a la iglesia y alguna vez, cuando fue castigado en la escuela, en silencio rezó un padrenuestro. Pero en 1959 dejó de ser católico y de creer en Dios. También le dio la espalda a las creencias de sus ancestros. Su abuela paterna, santera, le había dicho que él era hijo de Shangó.
De golpe y porrazo, Jesús decidió borrar ese pasado de su vida. Y a partir de 1959 fue solo “hijo de la revolución”. Ahora sus 'padrinos' eran Fidel, Raúl, Camilo y el Che. El fanatismo arrojó sus primeros frutos: tras destacarse por su participación en los círculos de estudios marxista-leninistas, fue seleccionado para estudiar en la Unión Soviética. Cinco años más tarde, regresaría graduado de piloto y casado con una rusa. Comprobó que en la vida militar estaba su verdadera vocación.
Una de sus frustraciones fue no haber podido estar al lado del Che en Bolivia. Tiempo después sería recompensado: le concedieron "el honor de ir a combatir a Angola para salvar la revolución de Agostinho Neto". A su regreso, con la mente un poco estropeada -no por las balas sino por los combates y la cruda realidad en aquellas lejanas tierras- decidió matricular ciencias jurídicas en la universidad y atender más a su familia.
Pero no para llevar a pasear a su mujer e hija. Jesús tenía otro objetivo: quería que las dos se convirtieran en ejemplos de que todavía un hombre nuevo se podía crear. Por iniciativa propia, se dispuso a rescatar de la basura, donde “los enemigos de Fidel, el socialismo y la revolución” la habían tirado, la idea de erigir un ser superior que, entre otras misiones, "tendría la de fundar una sociedad donde desaparecería la explotación del hombre por el hombre".
Rayando con la esquizofrenia, comenzó a someter a su hija y a su mujer a un delirante adoctrinamiento diario. A mediados de los 80, cuando los ecos de la perestroika y la glasnost llegaron a la isla, prohibió a su esposa traer a su hogar publicaciones rusas en español, como la revista Sputnik o el magazine Novedades de Moscú. Alegaba que en ellas se escribía sobre “la debacle” que estaba teniendo lugar en la URSS.
En casa de Jesús quedó terminantemente prohibido mencionar a ese “agente de la CIA y el imperialismo yanqui llamado Mijaíl Gorbachov, enemigo del pueblo soviético, aliado del capitalismo mundial”. Tampoco su mujer podía escuchar ninguna emisora extranjera en el viejo VEF, obsequio de un pariente el día de su boda con Jesús en una aldea rusa, allá por los años 60. Comenzó a controlar las llamadas telefónicas en su casa, lo que se hablaba cuando venía una visita y hasta lo que la pobre mujer conversaba mientras hacía cola en la panadería.
No solamente vigilaba a su mujer y su hija, también a los vecinos, a quienes delataba en cuanto sospechaba que "no eran revolucionarios de verdad como él, sino unos vulgares gusanos”, adoradores del dólar y el consumo, deseosos de que "el vil capitalismo regresara a Cuba con su carga de explotación y corrupción". Enseguida informaba cuando se enteraba de que alguien en la barriada escuchaba Radio Martí, tenía un teléfono celular o una computadora o con ilegales antenas parabólicas se las ingeniaba para ver canales de televisión de Miami.
A principios de los 90, la esposa se enfermó de los nervios, tuvo que dejar su trabajo y decidió divorciarse. El divorcio no supuso el fin de su calvario: como no tenía a donde ir, tuvo que seguir haciendo de tripas corazón y soportarlo en el mismo pequeño apartamento. La fórmula que encontró fue levantarse antes que él, preparar a escondidas un poco de comida, llenar un pomo con agua e irse antes de que amaneciera.
Caminaba toda la ciudad. Cuando el cansancio y el hambre la vencían, se sentaba en un parque o en el muro del malecón y se comía lo que llevaba en una cacharrita. La hija, por su parte, decidió irse con el primer hombre con un cuarto donde pudiera estar y salir del infierno en que su padre, “el hijo de Fidel, Raúl, Camilo y el Che” había convertido su hogar.
Familiares, amigos y vecinos lo dieron por loco. Y así siguió, sin usar desodorante (se echaba bicarbonato) ni cocinar con aceite de la shopping (compraba manteca de cerdo en el agro). Nunca entendió por qué Fidel despenalizó el dólar en 1993 ni por qué la revolución, para la que él no dudó un instante en dar su vida, hizo concesiones al enemigo, abriendo shoppings y permitiendo la entrada de "esos depravados turistas capitalistas". Sí, dejaban las divisas que la revolución necesitaba para sobrevivir, pero a cambio "pervertían al valeroso pueblo cubano".
Hace diez años, Jesús murió de un tumor cerebral. Para su mujer y su hija fue el comienzo de su liberación. Para sus pocos amigos, "la desaparición de un verdadero símbolo del hombre nuevo".
En sus inicios, la revolución contó con millones de seguidores, cubanos que como Jesús creyeron que un ser humano distinto, crisol de virtudes, podría hacerse realidad. Hombres y mujeres para quienes lo principal no fuera el dinero y el consumo, sino los valores morales. Ciudadanos capaces de llevar a cabo "una lucha sin cuartel contra el imperialismo yanqui".
El siglo XXI, la era de internet y la globalizacion, ha demostrado que personas como Jesús estaban equivocadas. La lucha armada ha dejado de ser una opción en el hemisferio occidental. Bolivia, Uruguay, Brasil, Venezuela, pese a sus imperfectas y cuestionables democracias, han optado por la vía electoral. Una galería de personajes latinoamericanos izquierdistas que décadas atrás, según los cánones revolucionarios de Fidel Castro, de que era imposible de forma pacífica alcanzara el poder, ha demostrado que mediante elecciones se puede presidir una nación.
La formación del hombre nuevo en Cuba ha dejado un doloroso saldo: familias divididas, ancianos olvidados y miles de personas con profundas heridas. Y lo peor: haber constatado que los mejores años de tu vida se esfumaron y el sueño nunca llegó. Cuesta creerlo, pero a partir de 1959 millones de cubanos dócilmente se dejaron adoctrinar y creyeron que una nueva era había comenzado para su patria. En 1970, con la zafra de los diez millones, pero sobre todo a partir de 1980, con la estampida por el Mariel, una gran mayoría comenzó a darse cuenta de la gran estafa.
Jóvenes cubanos nacidos hace veinte años, se burlan cuando oyen hablar de planes lunáticos como la siembra de café caturra en las afueras de La Habana; de que en un poblado de Pinar del Río intentaron poner en práctica una sociedad comunista; del cultivo de uvas y fresas en las lomas del Escambray; la construcción de una costosísima central electronuclear en Cienfuegos; la compra de barredoras de nieve; la pretensión de entregarle a cada familia una vaca enana; la meta de que cada año, con ciclón o sin ciclón, se iban a construir no menos de 100 mil viviendas o la reparticion de GPS para controlar el gasto de combustible en vehículos estatales, entre otros descabellados proyectos de Fidel Castro.
En la Cuba actual, todavía por una senda marchan fanáticos al estilo de Jesús. Septuagenarios orgullosos de los “domingos de la defensa” que les permitía sacar del escaparate sus uniformes milicianos. Achacosos y con dificultades para caminar, debido a la artrosis, callos y juanetes, todavía sueñan con el día "en que a los yanquis hijos de puta se les ocurra atacarnos, entonces es cuando van a saber lo que es cajita de dulce de guayaba, porque este pueblo ni se rinde ni se vende” (más o menos eso recientemente le dijeron dos ancianos a una periodista de la televisión de la Suiza italiana que viajó a Cuba para realizar varios reportajes).
Por otra carrilera, cada vez más numerosa, van los que tienen los pies en la tierra. Apolíticos, disidentes e incluso militantes comunistas, hartos de un solo partido y de un mismo discurso. Convencidos de que el país está urgido de cambios, con los Castro o sin los Castro.
Entre los dos carriles, una generación de jóvenes y adolescentes dedicados a lo mejor que saben hacer: esperar. Mientras aguardan, siguen suspirando por una balsa o una visa para largarse del "paraíso socialista".
La generación del hombre nuevo hace rato dijo adiós en Cuba. Si esa imagen se sigue vendiendo en el mundo es porque aún tiene compradores. Turistas desinformados e indiferentes, al estilo de Beyoncé, Paris Hilton o Naomi Campbell, a quienes les da lo mismo tirarse un selfie con un tabaquero, el dueño de una paladar o el hijo de un dictador.
Tania Quintero
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