Yo, como Juan José Millás, también vengo de un mundo donde los zapatos no eran un artículo para desechar enseguida. Pensaba en esto cuando leía una de las columnas del reconocido periodista español, en el que hablaba, obviamente, de zapatos.
Cuando era niño, nunca tuve más de cuatro pares de. Un par “para salir”, un par de colegiales para la escuela, un par de tenis para jugar, y las chancleticas del baño, que no me queda claro si debo incluirlas entre los zapatos.
Los zapatos tenían que durar (y para durar estaban fabricados, por cierto). Si se rompían, se llevaban al zapatero, se remendaban y volvían a la carga. Solo cuando ya no valía la pena repararlos, mi mamá me llevaba a la peletería y me compraba un par nuevo.
Pudiera parecer que yo era miembro de una familia muy pobre, pero la verdad es que mis padres eran profesionales, ganaban un buen salario. No era cuestión de falta de dinero, era cuestión de sentido común: ¿por qué botar lo que todavía nos sirve?
Mis zapatos colegiales duraban un curso completo. Los estrenaba en septiembre y los usaba todos y cada uno de los días lectivos, salvo aquéllos en que había fiesta en la escuela. Nunca se me ocurrió usar zapatos distintos durante la semana, alternarlos, asombrar a mis compañeros con unas zapatillas vistosas y multicolores.
Mi hermano y yo fuimos niños educados sin carencias, pero sin lujos ni ostentaciones. Y les aseguro que fuimos niños muy felices.
¿Qué cambió para que mi sobrina tenga ahora más de diez pares de zapatos y todavía a sus padres les parezcan pocos? ¿Qué cambió para que yo no lleve nunca los zapatos rotos a la zapatería y sencillamente los sustituya por otros nuevos?
Evolución, dirán algunos. Frivolidad, estoy tentado a decir. La frivolidad galopante de los nuevos tiempos, tiempos de consumismo y exhibición.
Los precios del calzado están por los aires, pero así y todo, a muchos de nosotros nos daría vergüenza que nos vieran todos los días con los mismos zapatos (y sí, hay gente que se fija en eso). Sería como admitir que no nos va muy bien, que no tenemos “buen gusto”, que somos gente demasiado simple o con muy pocos recursos.
Claro, reconozcamos que los zapatos en el mercado ahora mismo, con todo lo caros que son, no suelen exhibir la calidad y durabilidad de antaño. Tendríamos que ir a comprarlos a las boutiques (más de 100 cuc por un par), y ya sabemos cuántos salarios mínimos caben en cien pesos cubanos convertibles.
Los de las tiendas recaudadoras de divisas casi nunca bajan de los 20 cuc, y pocas veces se mantienen en forma más de un semestre. Los zapateros se han sumado a esta danza de los millones y a veces te piden por un arreglo casi la mitad de lo que te costó el zapato.
No quiero seguir sacando cuentas, porque es muy probable que resulte que mucha gente viva literalmente para comprarse sus zapatos. A no ser que se los manden “de afuera”, o que los hereden de un pariente rico. Solo tengo una pregunta: ¿cómo se las arregla un trabajador del Estado, sin ingresos extras, para renovar su zapatera?
Ése es un gran misterio, teniendo en cuenta que hace muchos años que dejaron de vender zapatos “por la libreta”.
Texto y foto: Yuris Nórido
On Cuba Magazine, 6 de julio de 2015.
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