Bobby Fischer, el más grande y talentoso jugador de ajedrez de la historia, tuvo dos destinos nobles y amargos al final de su controvertido paso por el mundo.
En Japón, encontró una mujer, Miyoko Watai, el gran amor correspondido de su vida. Y estuvo preso ocho meses en una cárcel cerca de Tokio. En Islandia, halló la admiración y la gratitud de una nación junto el afecto de dos amigos fieles. Y una tumba helada, a 50 kilómetros de Reikiavik, para esperar que la memoria salve su genio y el tiempo disimule sus rencores y sus mezquindades como ser humano.
En esa ciudad donde murió en 2008 de una complicación renal, a los 64 años, el estadounidense había dado su salto a la gloria al derrotar, en 1972, al soviético Boris Spasski y convertirse en un héroe popular que dejó derretido al comunismo en una etapa cumbre de la Guerra Fría.
Llevaba dos años y ocho meses asilado en la capital islandesa porque Estados Unidos lo tenía bajo una orden de búsqueda y captura con la amenaza de una eventual condena de 10 años por violar el embargo a la antigua Yugoslavia. Allí jugó, por tres millones dólares y veinte años después, una revancha contra Spasski, que ya no era campeón ni soviético. Era un jugador francés.
Fischer se burló de la prohibición que le hizo llegar el presidente George Bush. Escupió ante las cámaras de televisión sobre el documento oficial y celebró las partidas, ganó su dinero y despareció. Viajó por varios países con estancias en lugares como Hungría, Tailandia, Filipinas y Bulgaria y elevó la categoría de su leyenda de irreverencias. Viajaba con pinta mendigo y vocación de insultador y a cada rato atacaba con rabia a la familia y las amistades, a su país natal, a Israel y a los judíos.
En ese período de tinieblas comenzó una relación amorosa con la señora Watai, antigua campeona de ajedrez de Japón, con la que había jugado algunas partidas hacia 1970. El romance era parte de la vida casi secreta de Fischer que se había mudado a la residencia de la mujer en la capital japonesa.
La existencia nebulosa estalló cuando el ajedrecista fue arrestado en el aeropuerto tokiota de Narita, en julio de 2004, desde donde pretendía viajar a Filipinas con su pasaporte revocado por las autoridades estadounidenses. Una vez preso en un centro de reclusión de emigrantes fue Miyoko Watai la encargada de asumir la defensa de su compañero. Unos meses después se casó con él y en marzo de 2005 lo acompañó a Reikiavik, cuando el gobierno islandés le otorgó la ciudadanía.
A su llegada a Islandia, el país que lo acogía y lo salvaba de la deportación, Fischer se instaló solo en un apartamento en un edificio en el que vivía Gardar Sverrison, el amigo que lo llevó a enterrar.
El nuevo huésped comenzó enseguida una labor en la que era un verdadero experto: se peleó, insultó y despreció al comité de ciudadanos que trabajó para que el parlamento le diera la ciudadanía. En pocos días era un personaje solitario, escurridizo y agresivo, convencido de que la CIA lo vigilaba de cerca para secuestrarlo con el apoyo de centenares de agentes encubiertos.
Pasaba mucho tiempo sin moverse de su casa. Allí, rodeado de libros, el ajedrecista leía los periódicos americanos, estaba al tanto de las hazañas de Superman, se moría de la risa con los cómics que seguía desde su infancia, veía películas y escuchaba blues a todas horas. Admiraba la creatividad de los compositores que hacían canciones con letras profundas y estructuradas, aunque rechazaba la poesía sin música porque le parecía un asunto más bien afeminado.
Salía poco, le gustaban algunos restaurantes asiáticos y era un fanático de las hamburguesas american style. La figura que veían los islandeses circular por la capital era un tipo de barba blanca, un poco encorvado, vestido con jeans, chaqueta de mezclilla, un suéter de cuello de tortuga y una gorra de beisbolista clavada hasta las cejas.
Así llegaba a su sitio preferido de Reikiavik, la librería de viejo Bokin, donde pasaba tardes enteras en la lecturas de libros sobre la Segunda Guerra Mundial, acerca de fugitivos de la ley o historias de desertores soviéticos. Una nota del periodista John Carlin asegura que esa tienda le recordaba una librería que visitaba de niño en Brooklyn y estaba decorada con carteles de gente famosa de cuando Fischer era joven: Stalin, Mao, Richard Burton y Marilyn Monroe.
En la atmósfera polvorienta y caótica de Bokin, Fischer conoció a su otro amigo leal en Islandia, el psiquiatra Magnus Skulason. Fue su contertulio permanente en la librería. La última noche que el norteamericano pasó en su casa, 48 horas antes de morir, Skulason le suministraba sedantes, le daba jugo de uvas y le contaba historias.
El médico describió así los minutos finales del genio del ajedrez, el hombre que trató de demostrar siempre que odiaba la humanidad: "Una vez se despertó, me dijo que le dolían los pies y me pidió que se los masajeara. Yo lo intenté, le acaricié suavemente, y entonces dijo las últimas palabras, las últimas dirigidas a mí, y que yo sepa, a cualquier otra persona. Cuando sintió que le tocaba dijo con una voz dulce, de una suavidad sobrecogedora: No hay nada que alivie tanto el dolor como el contacto humano".
Raúl Rivero
El Mundo, 22 de agosto de 2015.
Foto: Tumba de Bobby Fischer en Islandia. Tomada del blog Cuaderno de viajes.
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