Una de las esquinas más transitadas de La Habana es la de Tejas, donde se cruzan las avenidas Infanta, Diez de Octubre, Monte y Calzada del Cerro. Resulta difícil pasar por alto, a la izquierda, en dirección a Diez de Octubre, un edificio de la primera mitad del pasado siglo, cuyo deterioro es evidente. Si el exterior da pena, el interior espanta.
Un miembro de la familia del primer piso me dice que el edificio es de 1936. Esta numerosa familia ha vivido aquí por más de treinta años y ha visto su casa deteriorarse lenta e implacablemente. Las paredes llenas de moho y grietas profundas, el techo que suelta pedazos, una parte de la casa apuntalado. Cuando llueve, la casa es un colador.
Han ido a la Oficina de la Vivienda, pero no hay solución para su problema. No culpan al Estado, sino al vecino de los altos. “No arregla la casa, su techo filtra y el agua ha ido echando perder el de nosotros; además, cuando dan martillazos allá arriba, se caen los pedazos de techo aquí”.
Uno de los hombres de la casa afirma que ha hablado con el vecino, “pero él prefiere que esto se derrumbe para que les den algo”. Sin embargo, mi interlocutor afirma con orgullo que esta construcción es fuerte, no será fácil demolerla. “Tiene arreglo y se puede reparar el balcón, pero es muy grande, hace falta una cantidad de dinero”, que no tienen cubanos de a pie como ellos.
“Además, sería una lástima demolerla, es grande, tiene seis cuartos”, aclara. Pero el motivo principal para no demoler este edificio es que Eusebio Leal lo declaró patrimonio. El fotógrafo y yo no podemos evitar preguntarnos: ¿si es patrimonio, por qué no lo repara el Estado?
No llegamos a hablar con la familia de los altos, no hay nadie en el apartamento. Hasta la azotea es imposible subir; la escalera mete miedo, pero cuando bajamos y volvemos a encontrarnos con la familia del primer piso, nos dicen que los de arriba “suben por esas escaleras corriendo”.
Juan, mi colega fotógrafo, hace un comentario demoledor: “El problema es que la gente se acostumbra a vivir así”.
Soy un ejemplo de cómo nos acostumbramos y hasta llegamos a sentirnos felices con nuestra situación, en cuanto encontramos a alguien que vive peor (y siempre aparece). La mía es tan común en Cuba que se torna insignificante: el hacinamiento. Cuatro personas, de tres generaciones diferentes, en un apartamento de dos cuartos.
Santa y su hija Kirenia viven en un cubículo de dos metros cuadrados en un albergue. Ahí debían ubicarse las camas para ellas y la niña de Kirenia (ahora tiene otra hembrita y un bebé). Originalmente carecía de cocina, pero tenía el baño adentro. El hermano de Kirenia hizo la meseta de la cocina y una barbacoa con unos pedazos de pino. Son tablas muy finas; no deben caminar encima de ellas.
Ahí está la única cama que tenían, pero se mojó por las filtraciones y el colchón se echó a perder. Ya Santa no puede dormir arriba porque la humedad le ha hecho daño, hay una grieta en la pared por la que entra el agua cuando llueve. Ahora duerme abajo, sobre una colcha, en el suelo. Pero esta es la parte afortunada en las vidas de Santa y Kirenia. Tiempo atrás, la suegra de Santa mandó a demoler el cuarto de madera que ella había construido en su patio. La demolición se realizó con Kirenia, que tenía 10 años, dentro del cuarto. A partir de entonces vivieron en la calle y sin libreta de abastecimiento, por años.
A otra señora, tras once años albergada, como caso excepcional, por varias enfermedades que padece, le prometieron sacarla para un sitio en mejores condiciones. Nueve meses después, continúa esperando.
El récord, en este albergue, lo tenía Alina: albergada por 21 años. Le ofrecieron casa en diciembre del 2014, pero el espacio era insuficiente para los seis miembros de la familia. En mi última visita al albergue, vi que un pedazo del suelo se está hundiendo.
En 2010 entrevisté por primera vez a Alfredo Núñez Elías, quien estaba viviendo en un edificio que sufrió varios derrumbes parciales. Cuatro años después, volví a entrevistar a Alfredo. Lo habían sacado de aquel edificio para un albergue.
En su condición de impedido físico (una pierna amputada) debía caminar quince metros para ir el baño, y diez metros para usar la olla de presión en la cocina. Llevaba casi tres años allí y esperaba una solución rápida para su caso. Meses después me decía que estaba resignado y dispuesto a esperar. Había gente que llevaba quince y veinte años albergada.
Texto de Yusimí Rodríguez y fotos de Juan Suárez.
Havana Times, 15 de marzo de 2016.
Somos felices aquí?
ResponderEliminarque hasta el qlo
sabe leer
el periodico el gramma