En la noche del jueves 4 de agosto de 1994, el calor era insoportable. Resido muy cerca de la llamada 'Plaza Roja' de la Víbora, y justo a las 8 había comenzado un apagón de 12 horas.
Eran los años duros del ‘período especial’. Una guerra sin el rugir de cazabombarderos sobrevolando por la ciudad. Vivíamos en estado de sitio. De manera racionada, por decreto estatal, en cada barrio teníamos doce o más horas sin electricidad.
La jerga oficial los llamaba "apagones programados". El semanario Tribuna de La Habana, en la primera página interior, anunciaba el calendario de apagones. La temperatura no bajaba de 33 grados. A los habituales cortes de luz debíamos añadir el hambre. Siempre estábamos hambrientos.
La gente comía poco y mal. Lo que conseguía. Una libra de arroz costaba 150 pesos, igual que un aguacate. Las calles estaban desiertas. Los automóviles particulares dormían en sus casas, por falta de combustible.
El transporte urbano era una calamidad. Trasladarte de un sitio a otro demoraba dos o tres horas. Esa noche del 4 de agosto puse una sobrecama en la sala y con la puerta del balcón abierta me tiré a dormir, intentando coger fresco.
En un renqueante sillón pintado de amarillo, mi hermana le daba el pecho a mi sobrina, nacida el 3 de junio. Con una penca de guano abanicaba a la bebita. Sobre las 7 de la mañana desperté, empapado de sudor. Aún no había llegado la luz. Me bañé y salí a la calle. Muchos en el vecindario dormían en los portales o en la azotea.
No había nada que hacer. Solo charlar. De cualquier tema. Uno vecino me contó las últimas nuevas. “Dentro de 3 meses camiones militares van a repartir la comida por cada cuadra”. ¿Almuerzo y comida?, le pregunté. “Solo comida y un pedazo de pan", me respondió en voz baja.
Los soplones habituales trabajaban a destajo, enviando informes a los servicios especiales sobre lo que gente hablaba o hacía. Tirarse al mar en una balsa precaria se había convertido en un deporte nacional .
Entonces tenía 28 años. Cuatro de cada cinco amigos o conocidos hacían planes para construir una embarcación decente y viajar hacia Estados Unidos. No se hablaba de otra cosa. Solo de huir.
Todavía en la mañana del 5 de agosto ser balsero era un delito. Si te pillaban, podías cumplir una sanción de hasta 4 años tras las rejas. Pero la gente iba perdiendo el temor. A pesar de los chivatos del barrio, se construían balsas de todo tipo y tamaño, al amparo de los prolongados apagones. La Habana era una urbe de fragatas. Y luego estaban los más temerarios.
La gente andaba desesperada. Según una amiga, en su trabajo estaban planeando secuestrar un barco pesquero en el poblado de Batabanó. Por el barrio, un ex marinero se ofrecía como práctico. Aseguraba tener un plan para llegar sano y salvo a las costas de la Florida.
El hombre tenía un sextante y cartas náuticas. “Es una travesía complicada. Puedes ser merienda de tiburones si no se prepara bien la expedición”, decía. Por esos días, jeeps con militares de boinas rojas y AK-47 patrullaban la capital.
La Habana era como una lija de fósforos. Cualquier roce podía provocar un fuego. Todavía se comentaba el fatídico suceso del remolcador 13 de marzo, el 13 de julio. Las autoridades, para dar un escarmiento ante los numerosos intentos de fugas ilegales, a 7 millas de la bahía habanera, embistieron intencionalmente el viejo remolcador.
A bordo iban 72 personas. Murieron 41 personas. 10 eran niños. De acuerdo a los testimonios de 31 sobrevivientes, dos embarcaciones del régimen les negaron ayuda. Fue un crimen. A pesar de la censura y manipulación oficial, la noticia se había regado como pólvora por toda isla. Los robos y secuestros de embarcaciones del Estado no se detuvieron.
Hacer el viaje de 10 minutos en una destartalada lancha que cruza la Bahía rumbo al pueblo de Regla, se convirtió en algo peligroso. Efectivos policiales fiscalizaban a todos los pasajeros que subían a bordo.
Sobre las 12 del mediodía del viernes 5 de agosto, bajo un sol de plomo, un amigo, con la respiración cortada, llegó al grupo de jóvenes que estábamos sentados en una esquina. “Me acaban de llamar mis parientes en Miami y me dijeron que cuatro lanchas grandes habían salido rumbo a La Habana, a recoger a los que quieran irse. En el Malecón hay un montón de gente esperándolas”.
Un chofer de la ruta 15, hoy residente en España, nos invitó a tomar su ómnibus, para llegar más rápido. Se desvió del itinerario. Por el trayecto iba recogiendo personas que le sacaban la mano.
“Voy pa'l malecón”, decía. Cada uno que subía contaba una versión nueva de lo que estaba aconteciendo. “Han roto vidrieras de las tiendas y están robando alimentos, ropa y aseo. Han volcado carros de patrullas. Parece que ‘esto’ (la revolución) se jodió”, aseguraban.
El ambiente era de fiesta. Cerca del antiguo Palacio Presidencial, fuerzas combinadas de la policía, militares y agentes de la Seguridad del Estado detuvieron el ómnibus. Un grupo de leales al régimen intentaba contener las protestas antigubernamentales y los incipientes disturbios con consignas. Había una algarabía impresionante.
Nos apeamos y por calles interiores caminamos en busca de la Avenida del Puerto, paralela al Malecón. Desde el muro, infinidad de personas miraban ansiosas el horizonte. Cerca del hotel Deuville, un patrullero había sido destrozado a pedradas. Paramilitares llegaban en camiones, armados con bates, cabillas y tubos de acero. Eran obreros de brigadas de construcción creadas por Fidel Castro y que fueron movilizados con urgencia.
Por primera vez en mi vida escuché gritos de Abajo Fidel y Abajo la Dictadura. Lo que comenzó con un intento de fuga masiva a la Florida se estaba transformando en un motín popular.
El epicentro del Maleconazo fueron los barrios pobres y mayoritariamente negros de Jesús María, Belén, San Leopoldo, Colón y Cayo Hueso. Zonas donde la gente residía en solares ruinosos y con un futuro entre signos de interrogación. Cunas del jineterismo, juego prohibido y tráfico de drogas. Allí los hermanos Castro no son bienvenidos.
Pasada las 6 de la tarde, fuerzas del régimen parecían tener bajo control la amplia demarcación donde la gente se había tirado a las calles a robar, gritar o simplemente sentarse en el muro del Malecón, a esperar por lo que sucediese.
Camiones antimotines detuvieron a cientos de ciudadanos. Se regó el rumor de que Fidel Castro había llegado. Los AK-47 de los militares estaban sin pasador: listos para usarse. Cuando comenzó a oscurecer, ya los disturbios se habían controlado. Regresamos caminando y comentando los sucesos. Esa noche, ante el temor de otras revueltas, no hubo apagón.
Iván García
Foto: Multitud que el 5 de agosto de 1994, espontáneamente, se congregó frente al Hotel Deauville, en Galiano y San Lázaro, La Habana. Más fotos en A 15 años del Maleconazo.
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