Cuba pulió en la tarde del viernes la expresión más fina y mordaz de su desgracia cuando tres cubanos ocuparon el podio olímpico del triple salto masculino y ninguno representaba a su país. En una lluviosa jornada parisina, lo que frenó un tanto el alcance de los competidores, Jordan Díaz, con marca de 17.86 metros, obtuvo el oro para España; Pedro Pablo Pichardo, con 17.84, la plata para Portugal, y Andy Díaz, con 17.64, el bronce para Italia. Nunca antes en la historia del deporte había ocurrido algo similar. Quizá sea el punto más alto de la solidaridad castrista, una repartición proporcionada de las virtudes de la negritud antillana entre viejos enclaves de la Europa latina.
El atletismo no solo es una práctica por sí misma, sino aquella expresión de fondo que sostiene a las demás. Lo que otros deportes disfrazan con aditamentos, técnicas o reglas puntuales, el atletismo lo entrega de manera inmediata y al mismo tiempo elusiva por su brevedad, una belleza cinética desnuda, el hombre en relación directa con los elementos, el aire y la tierra, la velocidad y la resistencia, la distancia y el tiempo. Remite todavía a una edad prearistotélica, cuando el saber era total y cualquiera podía encargarse al unísono de la astronomía y la retórica, de la matemática y la filosofía.
Salvo el atletismo, los deportes son especificidades modernas con leyes intrincadas. La natación podría comparársele, pero el hombre es un animal terrestre, no tiene nada que hacer en el agua. La atávica extrañeza generada en las piscinas olímpicas por unos cuerpos cuyas espaldas se abren como aletas, y cuyo ritmo anfibio los descuelga por un rato del aburrimiento bípedo, nos devuelve a una edad no ya antigua, sino prehumana. No carece de belleza la natación, pero se trata de un camino evolutivo cerrado. A partir de ahí no cabría imaginar, ni mucho menos podrían darse, las múltiples ramificaciones de una olimpiada o una civilización, como sí ocurrió a través del atletismo.
La razón por la que creo que después de José Raúl Capablanca el más importante atleta cubano de la historia es Javier Sotomayor, más incluso que Mijaín López, es porque Sotomayor es el ser humano que más alto ha llegado nunca por sus propios pies. Eso es ser un poeta. Eso es ser Horacio o Rilke y pararse sin máscaras frente a la verdad del mundo, mientras que ser Mijaín López, cinco veces consecutivas campeón olímpico de la división de 130 kilogramos de la lucha grecorromana, aun cuando la lucha grecorromana sea también la actividad clásica de un cuerpo contra otro, ya implica una excesiva particularidad, un catálogo de delimitaciones que funciona como escudo. Hablo, por supuesto, dentro de las escalas del genio.
El atletismo es la alabanza del ritmo y el ritmo, en palabras de Leopold Senghor, es «la arquitectura del ser, la expresión pura de la fuerza vital». Las melodías son todas más o menos similares. El ritmo, en cambio, es lo único que puede distinguirte, y cada especialidad del atletismo exige la comprensión de un compás propio sobre el que luego cada atleta va a encontrar las notas para su improvisación acústica. Ya en ese escenario, el triple salto habría que tomarlo como una desviación; alguien preguntaba por otra cosa y de repente llegó ahí y se dio cuenta de que se trataba de un hallazgo divertido que valía la pena perfeccionar. Nunca se encuentra lo que se está buscando, nadie que trajo algo de vuelta sabía en realidad con lo que cargaba. La comprensión del objeto nos alcanza después, cuando se le asigna una función.
La triplista española Ana Peleteiro, cuyo entrenador es la leyenda cubana de salto largo Iván Pedroso, dijo hace algunos años en una entrevista: «Me gustaría ir a África, conocer mis orígenes, pero no busco a mi familia biológica. Cuando tenga hijos, quiero poder explicárselos. Siempre supe que era adoptada, pero mis padres no tenían más información y no podían contarme más». El triple salto también puede leerse como una disciplina adoptada, cuyos orígenes están ahí, pero son distantes; algo que se ansía explicar, pero no se sabe cómo; algo de lo que podrían darnos información, pero no mucha. Una técnica tan aparentemente inservible como excepcional, que traza una figura de tres pasos donde cada segmento borra la forma del anterior hasta ejecutar la ceremonia fatal de la caída.
Si quitas el estadio, la afición y la competencia misma, lo que te queda es un baile. El atleta generalmente pide palmas antes de la ejecución, mientras repasa el método aprendido y recuerda lo que va a suceder. Se echa un poco hacia atrás, como si un viento leve lo empujara con la punta de su dedo, y solo entonces emprende una carrera vertiginosa de trece o catorce pasos enfilada ya hacia la curva del descenso. Ahí viene el brinco, el paso y el salto (hop, step and jump), pero no se trata de tres movimientos vulgares, la sucesión monótona del mismo golpe seco.
La secuencia en el aire contiene el patrón, es decir, lo que convierte al triple salto en música. Si el pie del último paso antes del brinco es el izquierdo, el pie con el que se cae es también el izquierdo, hay un paso en el aire, algo que tiene que llegar y no llega, un toque en el vacío. Un orden hueco sería: «izquierda, derecha, izquierda, caída». Parece la marcha de una banda municipal. El orden del triple salto es: «izquierda, izquierda, derecha, caída», y entre izquierda e izquierda, una pausa. Esa posposición genera una clave; el espectador quiere captar el trance y no puede. Los brazos son remos, el cuerpo es ahora ligero y el aire es viscoso, y cada centímetro ganado depende de una sucesión de fórmulas que expresan, por ejemplo, los ángulos de despegue en cada intervalo o cuántas veces soportan las rodillas el peso del cuerpo en los apoyos intermedios.
En la competencia olímpica de París, había una enemistad declarada entre Jordan Díaz y Pedro Pablo Pichardo. Ambos vienen de la escuela cubana de la disciplina, hoy la más prestigiosa del mundo. Allí se prioriza la potencia, y la técnica, que resulta exquisita, se pule con métodos propios a base de quíntuples, dos saltos más de los que la práctica requiere. Su tradición es la soviética, donde se trabajaba la fuerza y el salto elevado, pero es posible que, unida a esa base melódica, haya una razón cultural, la disposición de un sabor que le habría permitido a Cuba desde hace por lo menos 30 años colocar en la élite del triple salto a más atletas que ninguna otra nación, y a veces, en algunas instancias, casi más atletas que todos los demás países juntos. De los ocho finalistas de París, cuatro eran cubanos, dos de ellos verdaderamente excepcionales.
Pichardo no tiene fisuras en ninguna de las fases del ejercicio. Es veloz y estable, ataca fuerte la tabla con su pierna hábil y la distribución de sus tres saltos es pareja. Esto no siempre es así. La venezolana Yulimar Rojas, recordista del mundo del triple femenino, tiene un paso recortado que ni siquiera pudo mejorar bajo la supervisión de Iván Pedroso, pero su salto es único, como si dentro de ese mismo salto hubiese otro. Jordan, a quien también entrena Pedroso (debemos entender que en tales menesteres Pedroso es como una suerte de sacerdote o consejero mayor), cede un tanto en la carrera de impulso, con más amplitud y menos frecuencia, pero lo compensa con un físico envidiable y un brinco superior.
Los tres atletas cubanos, Jordan Díaz, Pedro Pablo Pichardo y Andy Díaz, huyeron de la misma plantación, pero yo prefiero a Pichardo, que es menos espigado y más compacto, y parece rasgar el aire y escurrirse en él. Lo hace con potencia y determinación. También su rostro es jíbaro: el cráneo alargado, los rasgos puntiagudos y en la mirada fija un charco de enojo en el que ahora, derrotado, va a zambullir su frustración. Después de todo, es probable que elija a Pichardo porque su figura fue sacada del molde del ndoki o del chicherekú.
Carlos Manuel Álvarez
Texto y fotomontaje: El Estornudo, 10 de agosto de 2024.
Texto y fotomontaje: El Estornudo, 10 de agosto de 2024.
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