Le llaman El Barrio Malo de La Luz Brillante, caserío situado al oeste de Santa Fe, en la provincia de la Habana. Dicen sus pobladores, casi todos negros o mestizos (emigrantes de las zonas orientales), que en un principio, hace más de veinte años, las casas, a orillas del mar, se componían de chozas, levantadas a base de palos viejos y materiales encontrados en la basura, y que muy pocos de los que allí residen están registrados en las oficinas del carné de identidad, tampoco sus casas, que, hoy mejor arregladas, no han sido legalizadas por la Dirección de Vivienda.
A este barrio regresó hace unos días Claribel, una cubana que había escapado en una balsa hacia Estados Unidos, cinco años atrás. Tanta fue mi curiosidad que pedí a una vecina, amiga de su familia, me llevara a conocerla.
Tomamos un bicitaxi y atravesamos con mucho temor sus intrincadas, peligrosas y fangosas callejuelas, hasta llegar a la casita donde vive la familia de Claribel, a muy pocos metros del mar. El espectáculo fue deprimente. Es una chica veinteañera, de cabellos alborotados, con cara de muñeca negra Lily y sonrisa contagiosa. Pero en la casita, aún con paredes hechas de tablas rotas y ya con techo de fibrocemento, viven sus padres, hermano y abuelos en plena pobreza, o como ellos mismos me dijeron: sobreviven a duras penas.
“No estoy asombrada. Todo lo sabía. No pueden tomarse ni siquiera un vaso de leche al día. El salario mensual de mi hermano no alcanza ni para medio mes, todavía no han arreglado las calles, no tienen agua potable por tubería, ni baños con servicio sanitario, ni ómnibus para llegar hasta aquí, y lo que es peor, el dinero que les mando tampoco alcanza para que tengan una alimentación propia de personas mayores, porque los productos de las shoppings son muy caros. En una palabra: mi familia vive tan mal como cuando llegaron al Barrio Malo de La Luz Brillante, hace unos diez años. Así se llamó desde un principio este barrio porque todos carecían de gas manufacturado para cocinar. Hoy muchos de ellos emplean todavía ese peligroso producto en antiguas hornillas”, me dijo Claribel.
No quise despedirme sin antes preguntarles por qué se habían ido de las provincias orientales, y me respondió el abuelo:
“Allá, en Santa Cruz del Sur, en Camagüey, retrocedió nuestra vida social, porque todo se fue deteriorando poco a poco. Las esperanzas que nos dio la Revolución se evaporaron como fuegos fatuos. El central azucarero Haití dejó de producir. Los jóvenes se dedicaron a beber alcohol. Nada funcionaba: ni la panadería, ni el correo, ni el pequeño restaurante. El batey se convirtió en un fantasma, mientras Fidel seguía con sus mismos discursos, comentando las crisis de otros países, sin decir que Cuba estaba más que muerta. Yo, que me sentía orgulloso de mi terruño, cuando nos fuimos, lo dejé todo destruido, como están tantos pueblos cubanos olvidados”.
Antes de irnos, preguntamos por alguna calle asfaltada, para salir de allí, y así evitar los saltos del bicitaxi. No había ninguna. De nuevo en Santa Fe, a pesar de sus calles rotas y sus aceras comidas por la hierba, pensamos que habíamos llegado al Paraíso.
Texto y foto: Tania Díaz Castro
Cubanet, 9 de octubre de 2013.
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