No creo que todo tiempo pasado haya sido mejor. Pero sigue siendo una imagen recurrente aquella etapa en que los amigos del barrio acudíamos al viejo estadio del Cerro, a ver los dobles juegos dominicales de béisbol.
Con tres pesos, nos zampábamos una pizza de queso chorreante, un litro de malta y media docena de panes con croquetas. Siempre nos sentábamos en las gradas que van de home a tercera. Era el pasaporte de fidelidad al equipo Industriales.
Con estadísticas en la mano, intentábamos demostrar que los peloteros de La Habana eran diferentes. Jugaban técnicamente mejor el beisbol. Tenían otras herramientas.
Pero había cuatro jugadores de otras provincias que estaban fuera de toda discusión: el inicialista Antonio Muñoz, el formidable Omar Linares, el rey de los jonrones Orestes Kindelán y Antonio Pacheco.
Agustín Marquetti era un ídolo en la capital. Ningún industrialista que se precie puede olvidar su memorable jonrón en aquella épica final de 1986 frente a Pinar del Río, que nos dio el campeonato.
Entonces, ya Marquetti era un veterano glorioso. Una nueva hornada de jugadores talentosos al estilo de Rolando Verde, Juan Padilla, Lázaro Vargas y Javier Méndez comenzaban a labrar su historia.
Para reforzar el mito de Marquetti, los comentaristas televisivos aseguraban que había peleado en Playa Girón con solo 15 años. En voz baja y con tono de misterio, los fanáticos más viejos aseguraban que el zurdo de la sonrisa perenne era capitán del G-2.
Sea lo que fuera, Marquetti cedía en números ante su sempiterno rival Antonio Muñoz. Un mulato, campesino de un villorrio perdido en el macizo montañoso del Escambray, que cuando le pegaba a la pelota, ésta salía disparada hasta el infinito, como si hubiese sido propulsada por un cañón.
Con la nueva perla de Santiago de Cuba, Antonio Pacheco, sucedía algo similar. Los industrialistas estábamos convencidos que la combinación de doble play de Germán Mesa y Juan Padilla estaba al nivel de las mejores en la MLB.
Padilla era un guante espectacular. Poseía un pivot vertiginoso, no he visto a otro camarero en Cuba que atrape pelotas imposibles por encima de segunda base como él.
Pero Pacheco era Pacheco. Al bate, de los tres mejores en el béisbol que se juega en la Isla después de 1959. Tenía pinta de Grandes Ligas. Desde su manera de pararse en home hasta sus cualidades ofensivas y defensivas.
Poseía cinco herramientas. Bateaba hacia todos los ángulos del terreno y era un experto en dirigir la bola hacía la banda derecha. Reunía fuerza, tacto y velocidad.
Solo Lourdes Gourriel se podía codear con el de Palma Soriano a la hora de traer una carrera crucial, cuando el bate pesaba y las piernas le temblaban a muchos.
Pacheco era una leyenda viva. Había integrado selecciones nacionales desde la categoría 9-10 años. Nació en una etapa donde los deportistas eran soldados de Fidel Castro.
Como loros, en cada entrevista debían repetir que le dedicaban el triunfo a Castro, jamás firmarían un cheque millonario para jugar en la MLB ni renunciarían al cariño de su pueblo.
La prensa oficial lo llamaba Capitán de capitanes, por ser líder en el equipo nacional. En la distancia se percibe mejor la burda manipulación y el manicomio propagandístico al que fuimos sometidos.
Todos tenemos cuota de culpa. Aceptábamos sin chistar cualquier ordenanza oficial. Y no se contaba con nosotros para nada. Éramos unos peleles en manos de un tramposo.
Cumplidos los 60 años, Agustín Marquetti calladamente lo reconoció. Se marchó de Cuba y hoy junto a su hijo enseña a niños y adolescentes en una academia beisbolera de Miami.
Recientemente, Antonio Pacheco tramitó su status de refugiado en Tampa. Siempre habrá quien le recuerde su pasado de fidelidad al régimen. Pero que levante la mano el cubano nacido después de 1959 que en determinado momento no fue una marioneta de los Castro.
Excepto aquellos que cometieron crímenes como el del remolcador el 13 de julio de 1994, firmaron penas de muerte a personas solo por pensar diferente o reprimen disidentes, no es sano amontonar resentimientos.
Mientras Pacheco legaliza su status en Estados Unidos, cientos de jóvenes peloteros en Cuba sueñan con ganar salarios de seis ceros en la Gran Carpa. Ahora los nuevos ídolos son ‘Pito’ Abreu, Yasser Puig y Yoennis Céspedes.
En el recién finalizado campeonato nacional juvenil, ganado por La Habana, sobresalió un grupo de peloteros prometedores. Me detengo en uno de ellos.
Joan Oviedo, habanero, un pitcher derecho de un metro 90 de estatura y solo 15 años -la misma edad en que Marquetti peleaba en Bahía de Cochinos- que tira rectas sostenidas entre 91 y 94 millas, además de una curva de nivel.
Anoten ese nombre. Puede que a la vuelta de unos años, ocupe cintillos en la MLB. No siempre los tiempos pasados fueron mejores.
Iván García
Foto: Tomada de Antonio Pacheco: de héroe a "oportunista".
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