El hombre que en octubre de 1962 durante 13 días puso al mundo al borde de una conflagración atómica; el joven abogado que en el verano de 1953 planificó un asalto al mayor bastión militar de Santiago de Cuba, con soldados amateurs equipados con fusiles de cazar torcazas; el guerrillero que con 81 figurantes derrotó al ejército del dictador Fulgencio Batista, que por cien lo superaba en cantidad y calidad de armamento, a sus casi 89 años, los números del PIB, las cifras en rojo de la economía y la fisonomía de la Isla, lo señalan como el gran culpable del desastre que es hoy Cuba.
Pudo burlar la muerte en disímiles ocasiones. Un poco la suerte, un poco la generosidad de tipos como el teniente Sarría, que lo detuvo mientras dormía en un pequeño monte arbolado tras el fracaso del asalto al cuartel Moncada.
Ya en el poder, su impresionante cuerpo de seguridad -mil 500 hombres que le cuidaban las espaldas y protegían sus propiedades a lo largo de todo el archipiélago-, afirmaba haber abortado más de 600 planes de magnicidios.
En uno de ellos, en Santiago de Chile 1972, estuvo a tiro. Un fusil empotrado dentro de una cámara de televisión pudo terminar con su vida. El grupo de cubanos anticastristas, al no tener una vía de escape segura, interrumpió la operación.
Como cualquier ególatra incorregible, Castro ha esbozado una historia a su gusto y semejanza. En las escuelas cubanas se estudia más al ‘Comandante Invicto’ que a Jesucristo.
Todavía lo siguen vendiendo como el hombre perfecto. Un visionario. Un artista de la guerra. El padrecito de la patria. Sus partidarios se rasgan las vestiduras por él. Quienes lo veneran destacan sus logros. Pero los números y la realidad desnudan ese mito.
El mérito de Fidel Castro fue poner a Cuba en los cintillos internacionales. Para bien o para mal. Su cruzada ‘antimperialista’ encontró el pretexto perfecto en la doctrina marxista. Cuando se estudie a fondo la Guerra Fría, no se puede soslayar su figura.
Más allá de pedirle a Kruschov que apretara el gatillo nuclear, fue un frenético adalid de la subversión en América Latina, las luchas anticoloniales en África y la guerra civil en Angola y Etiopía.
No tuvo amigos, solo intereses. Infunde más temor que lealtad a los que le rodean. A sus mejores socios, Nelson Mandela y Gabriel García Márquez, ya Dios se los llevó.
Nació en el país equivocado. Si hubiese sido británico, alemán o estadounidense, tal y como le hemos conocido, el mundo hubiera retrocedido a la edad de piedra. Por suerte nació en Birán, en el oriente de la isla, alejado de los centros del poder mundial.
Fue una pesadilla para los opositores cubanos. Como arma de contención, a destajo utilizó la cárcel y el paredón.
Masificó la educación con un suplemento brutal de adoctrinamiento ideológico. Era más fácil ser ingeniero que carpintero. Con el diluvio de rublos y petróleo llegados desde el Kremlin, montó un sistema de salud pública que se convirtió en la joya de su corona.
Al contrario de otros autócratas, no erigió edificios imponentes, ciudades magníficas o carreteras soberbias. No. Se le daba mejor construir mausoleos y plazas que le permitieran discursear en todas las provincias.
También diseñó una vaca, la F-1, que pretendía ser campeona mundial en producción lechera y carne. Fanfarrones como Fidel Castro hay pocos. Prometió que para 1980 La Habana tendría mejor nivel de vida que Nueva York. Sobrarían las naranjas, los plátanos y la malanga.
Los cubanos se asquearían con la producción desaforada de carne, leche, quesos, pescados y mariscos. Cuba sería la puerta del paraíso. No habría dinero. La isla se convertiría en un vergel donde el hombre nuevo retozaría en sus playas, luego de haberle vaciado un cargador de AK-47 a soldados imperialistas en cualquier rincón del planeta donde osaran poner sus botas.
Hasta 1990, un segmento elevado de la población creyó en el 'Máximo Líder'. Ensimismada, la gente escuchaba sus balandronadas. Se vivía con lo justo, a la espera del comunismo que, según decía, estaba al doblar de la esquina.
Pero el mar de felicidad prometido por el Comandante no llegó. De otras latitudes solo llegaban noticias inquietantes. El 9 de noviembre de 1989 el Muro de Berlín se vino abajo.
Los ‘hermanos del campo socialista’ se liberaron del imperialismo soviético. El propio imperio ruso se despedazó. La ideología comunista dijo adiós.
Fidel Castro no supo -o no quiso- apostar por el cambio. Tuvo la oportunidad de oro de liderar reformas y llevar a Cuba a una etapa de modernidad y democracia. No estaba por la faena.
Desde hace más de dos décadas, todo va en reverso. Los números no mienten. Las producciones, industriales o agropecuarias, han decrecido. En los campos, más vacas mueren de hambre que en los mataderos del Estado.
Las presas, carreteras y hospitales edificados por Castro se caen a pedazos por falta de mantenimiento. Los ciudadanos que antaño le aplaudían, huyen en balsas de goma, intentando alcanzar las costas de la Florida.
Con sus achaques a cuestas, el viejo guerrillero aún convive con sus delirios de grandeza, su manía de predicador y la convicción de ser un profeta. Augura guerras apocalípticas y el fin del capitalismo moderno.
Nueve años después de haber cedido por enfermedad el poder a su hermano Raúl, Fidel es un eco lejano entre la gente de a pie. Lo mismo ocurre con su revolución. Todos la dan por muerta.
Iván García
Dibujo de Harryiel. Tomado de Deviant Art.
Y como buen empecinado continúa con la MORINGA.
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