En algún momento del verano de 1985, durante mi servicio militar obligatorio, Alfredo, un recluta de la unidad, comenzó a intercambiar conmigo literatura considerada subversiva por el régimen de Fidel Castro y que posteriormente leíamos en las guardias nocturnas de seis horas.
Nos aburrían los autores del realismo socialista criollo que era una parodia ideológica chapucera del realismo soviético. Ya habíamos repasado la colección completa de literatura de la URSS como Nadie es soldado al nacer, Agosto del 44 o Los Hombres de Panfilov, textos de cabecera en la pequeña biblioteca de la unidad militar.
Fuimos conversos políticos de manera gradual. Yo le prestaba libros sobre la gerencia empresarial de Akio Morita o Lee Iaccoca, que amigos brasileños le enviaban a mi madre, la periodista Tania Quintero, y Alfredo, hijo de una coronela del MININT, me facilitaba periódicos Novedades de Moscú sobre la perestroika en la Unión Soviética y títulos prohibidos en Cuba de Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas y José Lezama Lima.
Cuando confirmamos nuestras sospechas, de que la revolución de Fidel Castro era una autocracia dura y pura, subimos la parada en términos de literatura ‘contrarrevolucionaria’. Y comenzamos a leer La Gran Estafa de Eudocio Ravines, El hombre mediocre de José Ingenieros y Perromundo de Carlos Alberto Montaner, su primera novela, de 1972.
Considerados "textos sediciosos", si nos pillaban podíamos ser sancionados a dos años de cárcel según el reglamento militar. Recuerdo que siempre forrábamos los libros, con el rostro de Fidel Castro, para ocultar el título y el nombre de los autores ‘subversivos’.
Cuando terminé el servicio militar, entre los jóvenes del barrio con inquietudes literarias y posiciones críticas contra el gobierno, Carlos Alberto Montaner era una especie de gurú y manager político. Jorge Bacallao, un brillante abogado disidente que vivía en la barriada de La Víbora, en su inmensa biblioteca tenía toda la colección publicada hasta ese momento de Montaner.
Sus ensayos, Informe secreto sobre la revolución cubana; Cuba, claves para una conciencia en crisis y Fidel Castro y la revolución cubana eran de obligada lectura para aquella generación de jóvenes que luego nos enrolamos en la oposición política, el activismo pacífico y el periodismo independiente. Sus libros también fueron importantes para los que lograban irse del manicomio comunista.
Carlos Alberto era muy didáctico. Fácil de comprender. Con una prosa ágil, muy alejada del teque y la propaganda que estábamos acostumbrados a leer en la soporífera prensa estatal. Cada vez que terminaba de leer un libro de Montaner sentía complejo de culpa. Me flagelaba intelectualmente por ser tan estúpido y haber creído en las peregrinas teorías que nos vendían el partido comunista y los medios oficiales.
Los injustificados actos de repudio de corte fascista implementados por Fidel Castro a los ciudafanos que deseaban emigrar por el puerto del Mariel en 1980, me persuadieron que el modelo político cubano era antidemocrático. Tenía entonces 15 años. Pero las herramientas teóricas definitivas que demostraban la inviabilidad del sistema y su carácter dictatorial las aprendí con los textos de Carlos Alberto Montaner.
Ya a finales de los años 80 me consideraba un opositor silencioso al régimen verde olivo. Las huelgas del sindicato Solidaridad de Walesa en Polonia, la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, considerada la meca del socialismo mundial, como Samizdat clandestinos circulaban entre los muchachos más contestatarios del barrio.
Era una etapa donde aún no existía internet y las noticias internacionales nos llegaban a cuentagotas. Al igual que otros jóvenes, para mantenernos informados en nuestras casas escuchábamos la VOA, BBC, Radio Exterior de España y Radio Nederland.
Cuando usted le pregunta a cualquier disidente o periodista sin mordaza, quién en la Cuba de la década de 1990 fue su precursor o mentor político, la mayoría responde que Carlos Alberto Montaner.
Cuando me inicié en el periodismo independiente, en diciembre de 1995, tenía tres paradigmas de la profesión: Raúl Rivero, poeta, escritor y periodista, que me dirigió en la agencia Cuba Press hasta la Primavera Negra de 2003; mi madre Tania Quintero, de quien aprendí las reglas del periodismo, y Carlos Alberto Montaner, por la increíble agudeza en sus análisis y por transmitirme que cuando se debate y dialoga, debe hacerse con respeto.
En el verano de 1993 sonó el teléfono de nuestro apartamento de La Víbora. Era Carlos Alberto, una amiga de mi madre que residía en Madrid le había dado el teléfono. Así comenzó nuestra amistad con Montaner, que fue más allá de lo estrictamente profesional. De primera mano conocí su lado humano.
En marzo de 2002, en una de sus llamadas a la casa, mi abuela Carmen, de 86 años, cogió el teléfono y sin preguntar quién era, dijo que Tania había ido a casa de una vecina, a buscar un pomo de agua fría, pues desde hacía unos meses teníamos el refrigerador roto. Montaner averiguó cuánto estaba costando un refrigerador en las tiendas dolarizadas de La Habana. En mayo, dos meses después, Carlos Alberto le envió 500 dólares a mi madre para que compráramos un refrigerador nuevo.
En 2006 se acrecentaron mis crisis asmáticas. El alergista me dijo que en el extranjero existía un medicamento de última generación. Era un tratamiento costoso que duraba dos o tres años para que fuera efectivo. Mi madre, que desde noviembre de 2003 vivía en Suiza como refugiada política, no podía adquirirlo. Carlos Alberto se enteró estando en Miami y desde allí habló con su hija, Gina Montaner, periodista que vivía y trabajaba en Madrid, para que lo consiguiera. En un mes lo recibí en Cuba. Gracias a ese tratamiento no he vuelto a tener crisis fuertes ni continuadas de asma.
En enero de 2009 comencé a escribir en el blog Desde La Habana, que formaba parte de la plataforma Voces Cubanas, fundada por Yoani Sánchez. Un buen día, Carlos Alberto me hizo llegar una laptop DELL, que todavía conservo. En octubre de ese año, me llamó el periodista español Manuel Aguilera, director de la edición El Mundo/América. Necesitaba contratar un periodista que escribiera crónicas y reportajes a pie de calle desde la Isla y Carlos Alberto le había dado mi nombre y teléfono. Carlos también me recomendó en Diario Las Américas, donde escribo desde enero de 2013.
Treinta años después de leer el primer texto de Montaner, una tarde lluviosa de 2015, nos dimos el primer abrazo en la Casa Bacardí de la Universidad de Miami. Me llevó a comer al restaurante Versalles y estuvimos charlando de Cuba alrededor de cinco horas. Era un tipo genial, con un gran sentido del humor y una memoria impresionante. Aquel día, me recordó trechos de algunos de mis textos. Quería que le contara detalles sobre el bajo mundo habanero y mi opinión personal sobre las tímidas reformas de Raúl Castro.
Me confesó que no necesitaba fotografías para visualizar el desastre en su patria. “Las crónicas de los periodistas independientes son un retrato fijo de la catástrofe”. Su sueño era volver a Cuba. Estaba convencido que la democracia aterrizaría en la Isla. “Es cuestión de tiempo. El modelo castrista va en contra de la lógica humana”, afirmó. La última vez que vi a Carlos Alberto fue en julio de 2017.
Conciliador innato, siempre intentaba limar las asperezas, surgidas dentro de la oposición interna o del exilio. “Es un dogma histórico. El mayor enemigo de los cubanos que lucharon contra el imperio español y después durante las dictaduras de Machado y de Batista, han sido los propios compañeros de filas. Debemos romper con ese círculo vicioso”, me dijo en 2017.
El legado de Carlos Alberto Montaner tendrá plena vigencia cuando en Cuba se instaure la democracia. Sería el mejor homenaje.
Iván García
Foto: Carlos Alberto Montaner durante una de sus visitas a Diario Las Américas. Realizada por Álvaro Mata, pertenece al archivo fotógrafico de Diario Las Américas.
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