Como el 1 de mayo era feriado, Joanne, 19 años, se puso de acuerdo con un grupo de amigos para ir a una discoteca en El Vedado.
“Salimos pasadas las 10 de la noche y como no había transporte público, cogimos un taxi colectivo, por pesos cubanos. Pero al regreso, al no tener cuc para un taxi por divisas, tuvimos que caminar cinco kilómetros para llegar a nuestros hogares. Uno no entiende por qué el gobierno paraliza el servicio de guaguas. ¿Y si alguien se enferma, visitar a un amigo o quiere divertirse? ¿Por qué sutilmente obligan a la gente a quedarse en casa?, se pregunta la joven.
Yusmila, dependienta en un café por moneda dura, cuando cerca de las once de la noche terminó su jornada, en un parque oscuro de la Avenida Acosta, infructuosamente esperaba un ómnibus de la ruta P-3 que la trasladara a su domicilio, en el reparto Alamar, al este de la ciudad.
“Después de gastar 40 pesos en taxi, llegué a mi casa a las dos de la mañana. Y a las cuatro y media de la madrugada me tuve que despertar para ir a la marcha del primero de mayo en la Plaza de la Revolución. En todos los puntos de salida sobraban las guaguas”, dice disgustada.
Cuando usted le pregunta, por qué ante tantas dificultades decidió asistir, abre los ojos y señala: “Tú sabes, si uno no va se marca. Y puedo perder mi plaza, pues estoy contratada”.
El cubano de café sin leche, constantemente se queja en voz alta de lo que considera 'abusos del poder estatal'. Es su válvula de escape. A nadie se le ocurre enviar quejas masivas a instituciones gubernamentales, armar un cacerolazo o convocar un paro laboral.
Cincuenta y seis años de derechos coartados han propiciado un ciudadano 'rebelde' en las paradas de ómnibus y el sofá de su casa, pero demasiado obediente a la hora de quejarse ante los funcionarios o protestar públicamente.
Existe miedo, apatía y desconfianza. La gente de a pie reconoce que nada se va resolver armando un guirigay ante los burócratas del partido comunista. Así muchos lo consideran.
En un mediodía de calor desquiciante, en la cola de una oficina de correos, varias personas en voz alta comentaban sobre las arbitrariedades del gobierno al situar un “gravamen criminal” a los bultos postales enviados desde el exterior.
“Mi suegra me hizo llegar una caja de dos kilogramos con un vestido para la graduación de sexto grado de mi hija, dos pares de zapatos y otras boberías. Me cobraron 22 pesos convertibles, 550 pesos al cambio oficial, el salario de un mes de un profesional. Uno se pregunta si los dirigentes cubanos gobiernan para beneficiar al pueblo o para hacerlo sufrir. De todos esos abusos, como prohibir las tiendas privadas, cines 3-D y aranceles draconianos no se puede culpar al 'bloqueo'. El verdadero bloqueo, es el del gobierno hacia nosotros”, señala molesta una señora.
Cuando le digo que existe un grupo disidente recogiendo firmas para que el gobierno ratifique los Pactos de la ONU rubricados en 2008, y que de aprobarse abrirían una puerta para empoderar al ciudadano común, la mujer me mira como si yo fuese un marciano.
“Ni loca firmo. Una cosa es quejarse y otra enrolarse en la oposición. Esa gente no va a resolver nada. Son tan victimas como nosotros”, responde.
Las sociedades totalitarias, a golpe de decretos y controles sociales, engendran un ambiente de sospecha y temor. Pero desde hace un lustro, en la Isla algunas reglas de juego han cambiado.
No he podido comprobar que a una persona la despidan de su puesto de trabajo por no asistir a una marcha convocada por el régimen o no votar en las elecciones municipales para elegir a inoperantes delegados.
Pero la simulación en Cuba sigue teniendo límites insospechados. En pleno temporal, el pasado 29 de abril, donde los copiosos aguaceros provocaron cientos de derrumbes en La Habana y tres personas fallecieron, un vecino, residente en una casa a punto de desplomarse, me contaba que no pudo dormir por temor a que el techo le cayese encima.
¿Y entonces por qué asististe al desfile del 1 de mayo en la Plaza, si hace 23 años estás esperando por una vivienda y el Estado no te la ha otorgado?, le pregunto.
“No sé. Pero si no voy, a lo mejor nunca me la darán”, contesta en voz baja.
El analfabetismo jurídico y la resignación, ha convertido a una mayoría de ciudadanos en peleles. Y ha contribuido a la creación de una sociedad de zombis anestesiados.
Mientras el cubano de a pie siga viendo el juego desde las gradas, nada va a cambiar. Los gobiernos se deben a su gente y no al revés. El cambio somos nosotros mismos. Después de 56 años, ya deberíamos creérnoslo.
Iván García
Foto: Tomada de Cubanet.
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