Es de agradecer que un sujeto tan denso y tan falto de gracia como Silvio Rodríguez nos haga reír de vez en cuando. Hace unos meses, declaró al diario La Jornada, de México, que el pueblo cubano guardará rencor durante mucho tiempo a Estados Unidos por causa del embargo, que él llama bloqueo. “El sentimiento de tener un vecino egoísta que calcula y maltrata, va a sobrevivir mucho después de los que padecimos directamente su maldad”, dijo literalmente.
A uno no le queda más que desconcertarse ante el modo en que ciertos representantes de la izquierda bistec de Cuba viven instalados cómodamente en la estratosfera, sin conocer lo que realmente piensa y siente la gente de su pueblo, pero sin que ello impida que se gasten la petulancia de hablar en su nombre.
Como tal vez algún día reconocerán los historiadores, el pueblo cubano es hoy más pro norteamericano que hace medio siglo. Es una realidad que escapa a los encasillamientos políticos, un fenómeno sui géneris que se ha producido a contracorriente del muy retorcido enfrentamiento ideológico que desde ambos lados (pero mucho más desde el poder en Cuba) se empeñó, durante decenios, en distanciarnos y en sembrar la descalificación y el odio previos como barrera.
Y cuando esto sea inevitablemente reconocido por los estudiosos, no me extrañaría que Fidel Castro quede en la historia como el mayor anexionista de los políticos cubanos, si no por los discursos, siempre hipócritas, al menos por los hechos.
Las previsiones de Fidel ante la historia parecen haber sido taimadas y enfermizas hasta un punto tal que cabe suponer que desee y aun que haya previsto un destino de fárrago e indigencia totales para Cuba, sólo con la esperanza de que cualquier comparación que establezcan los historiadores del futuro termine favoreciéndolo.
Poco ha de importar que de las viejas ínfulas anexionistas de gobernantes estadounidenses no quede ya sino sombra en el recuerdo. Menos importa que nadie con dos micras de cerebro asuma hoy como seria la tesis de un presunto interés estadounidense por anexarse nuestra isla.
En cambio, todo indica que, por nuestra parte, y sin que el socorrido “enemigo” mueva un dedo, estamos precipitándonos hacia un destino tal vez más nefasto que la anexión: la dependencia absoluta, a lo bestia, no por intención manifiesta y previamente planificada, sino por caída libre, bajo el peso gravitatorio de una sola disyuntiva, como ya ocurrió antes con la Unión Soviética.
¿Qué otro camino le quedaría a un país sin capacidad productiva, sin industria, con el campo en ruinas, con todas sus estructuras administrativas carcomidas por la corrupción, sin mercado interno, sin fuertes rubros de exportación, endeudada hasta la coronilla y habiendo perdido de raíz la cultura del trabajo y el espíritu de la competencia? Ése es el fruto de la labor anexionista de Fidel Castro.
Por lo demás, en lo que al pueblo cubano respecta, también los historiadores tendrán la ardua tarea de explicar cómo ha sido posible que por encima del implacable y ensañado adoctrinamiento que sufrimos en las escuelas, desde la más temprana edad, por encima de las más demenciales prohibiciones y represiones, nunca, ni por un minuto, a lo largo de varias generaciones, nuestra gente ha renunciado al creciente deseo de emigrar hacia los Estados Unidos, o a la preferencia por sus productos o a la atracción general por todo lo Made in USA.
Bastaría con un ejemplo, el más común y ordinario quizá, aunque suficiente para descalificar por sí solo la ridícula declaración de Silvio: a lo largo de varias décadas, en los almacenes de ropas y otros artículos de vestir, imperó aquí la orden dictatorial de prenderle candela a cualquier prenda importada que tuviese un adorno con la más simple alusión a la bandera estadounidense.
Desde luego, los empleados de esos almacenes fingían quemar las prendas, aunque en realidad se las apropiaban para venderlas como pan caliente en las calles. Pero la orden existía, y aún existe, sin considerar siquiera la buena voluntad que quienes hacían donaciones gratuitas de ropa desde el exterior.
Exhibir públicamente cualquier adorno que pudiera ser tomado por la policía como “símbolo del enemigo”, configuró aquí un delito durante demasiado tiempo. Sin embargo, esta práctica ha sido una constante de nuestra moda, al menos en La Habana. Solapada en años anteriores, cuando no estrictamente oculta; hoy, cada vez más pública, gracias al comercio de ropa de los cuentapropistas.
La recusación, estúpida y salvaje contra esa práctica no ha cesado, pero sin duda los tiempos son otros. Mucha agua corrió por debajo del puente desde aquella época en que la gente vestía símbolos Made in USA sólo cuando iba a solicitar visa a la SINA, para lo cual los llevaban escondidos en carteras y mochilas con el plan de cambiarse de ropa previamente en la funeraria de Calzada y K.
Texto y foto: José Hugo Fernández
Cubanet, 18 de abril de 2014.
Leer también: La Habana y Miami, tan cerca y tan lejos.
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