lunes, 25 de agosto de 2014

Armando y la 'competencia desleal'



En la Avenida de Acosta, casi esquina Goicuría, en el populoso barrio de La Víbora, a 25 minutos del corazón de La Habana, funcionan dos cafeterías de comida rápida. Una frente a la otra.

Más que competencia, existe una guerra sucia entre los dueños. Armando plantó bandera primero. “Año y medio antes de comenzar el tipo de enfrente, yo saqué licencia. Abrí el negocio para ver si con las ganancias podía terminar de construir mi casa. No tengo parientes en Miami. Comencé con 400 cuc que tenía guardados debajo del colchón”.

Fue como la fiebre del oro. Corría el otoño de 2010 y el General Raúl Castro había dado el pistoletazo de arrancada para ampliar los negocios privados. Ya se sabe que entre el Estado y los trabajadores particulares en Cuba hay una relación de amor y odio.

En 1968, un iracundo Fidel Castro, por decreto, en solo una noche, mandó a cerrar puestos de fritas y bodegas y prohibió cualquier inversión familiar. Luego, la crisis económica estacionaria que padece la Isla desde 1989 y unas finanzas públicas raquíticas, provocaron que el inútil Estado cediera espacio a la iniciativa privada. Pero con impuestos por las nubes y excesos de controles, para impedir la formación de grandes capitales.

Antes de 2010, el trabajo privado estaba en mínimos. Era acosado por el fisco y una tropa de corruptos inspectores estatales lo desangraba con normas jurídicas estrafalarias o comisiones por debajo de la mesa.

Raúl Castro quiso poner orden al desaguisado. Amplió hasta 181 los negocios privados y autorizó a contratar trabajadores fuera del ámbito familiar. Suponía el régimen, que las nuevas aperturas privadas absorberían gran parte del millón y medio de cubanos enviados al paro tras una reestructuración a fondo del empleo estatal.

El diablo estaba en los detalles. A los compadres que gobiernan en Cuba, no les preocupaban las labores informales de subsistencia como aguador, cuidador de baños públicos, pelador de frutas o recogedor de latas vacías.

Los gravámenes y el alto costo de la vida devorarían sus mínimas utilidades. El dolor de cabeza eran otros negocios, como transportistas, gastronómicos o de hospedaje, que podían enriquecerse.

Por tanto, se crearon complicados contrapesos e impuestos al estilo de Qatar, en un intento por frenar el crecimiento de las pequeñas empresas familiares. La autocracia verde olivo sigue viendo a un tipo que acumula plata como un delincuente.

Armando sabía de esas limitantes. Pero manejando su propio negocio, ganaría cinco veces más dinero que el pagado por el Estado. Armó a la carrera un timbiriche con tubos y planchas de zinc y lo pintó de ocre y amarillo.

“A los pocos meses, inspectores de Planificación Física me mandaron a cerrar la cafetería, por estorbar el tránsito en la acera. Gasté 3 mil pesos (130 dólares), casi todas mis ganancias, en desarmar el tenderete y correrlo hacia atrás. Entonces ganaba 700 pesos diarios. Después que abrió la cafetería de enfrente, no paso de 300 pesos al día. Además, debo pagar más de 1,200 pesos mensuales al fisco”, señala Armando.

El competidor de Armando, en la acera de enfrente -no quiso ser entrevistado- abrió una cafetería espaciosa llamada El Lateral. “Parientes en el extranjero le enviaron 5 mil dólares para abrirla. Consigue alimentos e insumos a precios más bajos, gracias a sus contactos en almacenes estatales. Yo tengo que comprar la carne, el pollo y el arroz a precios minoristas, como todos. No tengo nada contra la competencia, pero ésta es desleal”, asegura Armando.

El ‘vecino’ se ha llevado a sus clientes. Su local tiene un diseño moderno, meseras jóvenes y bonitas y con los mismos precios ofrecidos en el destartalado puesto de comida y sandwiches de Armando. Cuando usted le pregunta si se considera un pequeño empresario, sonríe.

“Qué tontería. Si acaso soy un ‘metedor de cuerpo’. He leído que el capitalismo moderno se fundó gracias a pequeñas empresas familiares. Pero te aseguro que no tenían el impedimento de elevados impuestos, trabas que obligan a cometer ilegalidades y un gobierno que te caza como el gato al ratón”, señala.

Por el noticiero de televisión se enteró de la visita de una delegación de la Cámara de Comercio de Estados Unidos. Poco más. Ignora que los empresarios gringos y el cabildeo de cubanoamericanos radicados en el Norte, piden flexibilizar el embargo y abrir una cartera de inversiones para alentar a las pequeñas empresas locales.

“No es mala idea si Cuba fuera otro país", dice Armando. "En la nueva Ley de Inversiones ni siquiera permiten a los cubanos invertir en su propia nación. En caso de autorizarse créditos, que lo dudo, se otorgarían de acuerdo al linaje y fidelidad a la revolución. Al menos nos dejan ‘luchar’ y podemos comprar artículos de primera necesidad en la shopping y hasta tomarnos una botella de ron por divisas. Lo otro es muela y cháchara”.

Texto y foto: Iván García

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