martes, 28 de febrero de 2012

La última ejecución de Jorge González


Una tarde cualquiera. Jorge González, 58 años, sin prisa, pero con miedo preparó los detalles de su muerte. Era el último día de su azarosa y atípica vida. Compró un pollo en el mercado negro y en la shopping un paquete de café Cubitas.

Al mediodía se puso su mejor ropa. Una camisa de cuadros rojos y violetas, regalo de su única esposa, y un pantalón de algodón, viejo y usado, años atrás comprado en un mercadillo de Addis Abeba, mientras cumplía su servicio militar en Etiopía, como francotirador de tropas de élite.

Había almorzado como nunca. Arroz con pollo con todas la de la ley, y hasta se permitió dos copas de vino Fortín. Se miró al espejo y se encomendó al Señor. Amarró una soga gruesa en la vieja lámpara de hierro de la sala y se la puso al cuello.

Cuatro días más tarde, la policía abrió con un hacha la puerta. Ya el cadáver presentaba síntomas de descomposición.

Jorge González había sido verdugo. Uno de los encargados de administrar las penas de muerte decretadas por el Estado. Según en el 2000 me contara, fusiló a más de veinte personas. Violadores, asesinos y algún que otro "traidor a la patria".

Se licenció de las fuerzas armadas y estuvo recluido en hospitales psiquiátricos. Su esposa lo abandonó, aburrida de este tipo bajo y calvo, que se pasaba las mañanas leyendo como un poseso, y por las noches despertaba bañado en sudor y gritando.

Cuando esto sucedía, permanecía más de dos horas sentado en un sillón, sin dirigir una sola palabra. Con la vista fija en el mar azul intenso que se divisaba desde su balcón. Probablemente, la última imagen que atrapó antes de morir fueran las quietas aguas del Oceáno Atlántico.

Yo conocí a Jorge González. Hace diez años le dediqué una crónica, El llanto del verdugo. De su suicidio supe después. El delirio lo había perturbado. Fue su última ejecución.

Iván García

domingo, 26 de febrero de 2012

Un recluso cuenta su historia


No se sabe a ciencia cierta el número de cubanos que han pasado por las prisiones durante todos estos años de una revolución que se hizo para "el bien de todos." Muchas historias desgarrantes están aún por contarse.

Para Alberto Díaz (llamémosle así) su estancia en la cárcel fue un verdadero tormento. Un calvario que el jamás podrá olvidar. Con 33 años y a pesar de su aspecto impecable, parece un muerto en vida. Eso se lo debe a los catorce años que pasó tras las rejas.

Alberto nació en el seno de una familia acomodada, de origen catalán, que con la llegada de Fidel Castro y su legión de barbudos al poder perdió las propiedades que poseían: tres edificios de apartamentos que alquilaban, dos farmacias, tres fincas y cientos de cabezas de ganado vacuno.

De la ola de nacionalización sólo se salvó una mansión en el Reparto Sevillano, en el habanero municipio de 10 de Octubre y una casa veraniega en la playa de Guanabo, a 23 kilómetros del centro de la capital. En 1963 su familia partió hacia Estados Unidos por Boca de Camarioca, Matanzas.

Iban al duro exilio, a Miami, la capital de la diáspora cubana. En La Habana quedaría la madre de Alberto, recién casada con un jóven capitán del Ejército Rebelde. Enamorada, prefirió quedarse en Cuba. Alberto nació poco después y creció sin padecer muchas dificultades. En 1975 perdió a su padre en la operación Carlota, la que dió inicio a 15 años de intervención cubana en Angola.

El reencuentro con los familiares que se habían marchado en 1963 se produjo en 1979. Ellos pisaron de nuevo el suelo patrio gracias a la autorización del gobierno de la Isla para que retornara la comunidad cubana residente en el exterior. Sus tíos y sus abuelos le rogaron que se marchara. No atendió a sus súplicas. Todavía creía en la revolución socialista y tropical.

Pero a Alberto siempre le gustó vestir bien, ponerse ropa de marcas famosas, tomar vino de calidad y sentarse a la mesa ante un menú de primera. Gustos que en "la revolución de los humildes" se fueron convirtiendo en un pecado mortal.

Por eso y porque no le gustaba participar en trabajos voluntarios ni en actos políticos, no era bien visto en el centro universitario donde estudiaba. Nunca quiso pertenecer a la Juventud Comunista. Su apática actitud ante las tareas revolucionarias motivó que más de un informe "anónimo" fuera elevado a la Seguridad del Estado, sugiriéndole que no perdiera de vista la "conducta impropia" de Alberto Díaz, ni sus manifestaciones de "diversionismo ideológico."

La vida que le gustaba llevar a Alberto estaba en contradicción con la política de pobreza equitativa practicada por el gobierno. Además, se había habituado a tener dólares, algo considerado ilegal en la Cuba de los 80. Todo ocurrió rápidamente. Un registro realizado en su casa por la policía descubrió 680 dólares ocultos debajo del colchón. El hallazgo dió al traste con la buena estrella que hata entonces había acompañado a Alberto desde su nacimiento.

Fue condenado a 4 años de privación de libertad, por tenencia ilegal de divisas y posesión de objetos capitalistas de dudosa procedencia. De nada valieron los argumentos del abogado defensor, ni haber sido hijo de un mártir de la guerra de Angola. La sentencia fué irrevocable. Según el fiscal, Alberto, además "mantenía una conducta inadecuada en el seno de una sociedad trabajadora y socialista".

El tenebroso Combinado del Este, en las afueras de La Habana, no lo recibió con los brazos abiertos, sino con las celdas abarrotadas. Mas de 10 mil reclusos guardaban prisión en esa época. Uno de los edificios del ala norte sería su "residencia" durante cuatro años.

Desde el primer día se propuso tener una buena conducta para salir lo antes posible. Su "reeducador" (así llaman en Cuba a los guardias que cuidan a los presos) le había dicho que si era disciplinado podría salir a mitad de condena o pasar a trabajar a un "frente abierto," donde las condiciones suelen ser menos rigurosas. Pero una cárcel no es un hotel, y menos en Cuba.

Las condiciones higiénicas, sanitarias y alimentarias eran y son pésimas. Alberto recuerda que a diario cerca de una veintena de reclusos eran mutilados o morían como consecuencia de riñas y ajustes de cuentas. El pánico se apoderó de el. Apenas hablaba con nadie, pero la mala suerte se ensañó con él.

El jefe de la compañía a la que pertenecía le propuso tener relaciones sexuales. Este jefe también era un preso y de nada le valieron sus explicaciones de que no era homosexual. Una noche que él quisiera olvidar, pero que no logra borrar de su mente, fue violado por el jefe de la compañía y otros cuatro reclusos, por espacio de dos semanas.

Alberto salía de su litera solamente a comer. Pensaba que, en lo adelante todos empezarían a desearlo como objeto sexual.

Un viejo recluso que cumplía 30 años por asesinato le facilitó un punzón y le dijo: "Vendrán por ti una y otra vez, defiéndete, aparta tu miedo, tu eres un hombre". Con ocho punzonasos mató al recluso que dirigía la compañía y que lo había violado junto con cuatro presos más.

El desquite tuvo su precio, fue a parar a la "pizzería," como son conocidas las dantescas celdas de castigo del Combinado del Este. Encima le echaron 10 años más de encarcelamiento. En cuanto pudo le hizo llegar a su madre una carta diciéndole que se olvidara de que él existía.

Pensó que jamás saldría de ese infierno, pero salió, en 1995. Ese año respiró un aire distinto después de 14 años de prisión, hambre, frío, calor, golpizas, enfermedades. Ya en la calle se dio cuenta de cuanto había cambiado su vida.

Lo peor es que no sabe que hacer con su existencia. Continuamente se siente inseguro. La intranquilidad puede más que el raciocinio. El miedo le sigue acompoñando. Teme marcharse del país y tener que empezar de nuevo. No ha podido encontrar trabajo acorde a su preparación. Llegó hasta tercer año de ingienería industrial. "Un recluso es un signo de menos para la sociedad. Nadie nos quiere."

Alberto goza de buena salud, pero se siente muerto. Sueña a diario con su enterramiento. Su madre quiere llevarlo al psiquiatra, pero él se niega. Los mimos de su progenitora le parecen huecos. No tiene ningún objetivo, el rencor le carcome los sentimientos. Culpa a muchos de su desgracia, mas en el fondo sabe que él ha sido culpable, porque no se quiso marchar cuando su familia se lo pidió.

Ahora lo que lo calma es caminar, kilómetros y kilómetros. "Es que en la prisión apenas se camina." De momento, es su paz interior. Su única libertad es caminar sin ningún objetivo fijo.

Iván García
Publicado en Cubafreepress el 25 de febrero de 1998.

viernes, 24 de febrero de 2012

El Combinado del Este

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Es la cárcel de máxima seguridad en Cuba. Está situada en el Kilómetro 13 y medio de la Autopista Monumental, a unos diez kilómetros del centro de La Habana. A la entrada, un cartel en inglés reza que está prohibido tirar fotos. Los días de visita, los familiares arriban en manadas a la entrada, cargados con enormes jabas (bolsos) de alimentos para sus parientes presos.

“Le llevo cigarros, azúcar prieta, galletas, pan tostado, refresco instantáneo en polvo y conservas, que por medidas del penal, hay que vertir en recipientes plásticos", dice Elena, 63 años, quien cada 45 días hace el viaje desde el pueblo de Artemisa, a unos 70 kilómetros de la capital, para visitar a su hijo y llevarle provisiones.

Para poder entrar en la prisión, se tiene que pasar por dos barreras de seguridad, en cada una de ellas se chequean los carnés de identidad. Para visitar a un recluso, con anterioridad éste ha tenido que incluir tu nombre en la tarjeta donde se le autoriza a recibir hasta 5 personas a la vez, mayores de 18 edad.

El rigor varía de acuerdo a la peligrosidad del recluso y el número de años de sanción. Los de delitos menores, tienen visita cada 21 días y pabellón conyugal con sus novias o esposas cada 3 meses. En el caso de los presos políticos, la visita reglamentaria es cada 45 días y el pabellón conyugal cada 6 meses.

Luego de traspasar el primer cordón, se llega a una puerta de aluminio y cristal donde medios electrónicos revisan los paquetes llevados a los reclusos, comunes o políticos. Un cartel informa que los presos no pueden recibir agua de colonia, medicinas ni alimentos en envases de cristal ni metálicos. Tampoco se permite que las mujeres usen blusas y camisetas escotadas, faldas cortas o vestuario provocativo.

Un oficial de la raza negra y con una sintaxis deficiente, se reúne con los familiares y explica lo que puede ocurrir si se visten prendas que despierten la fantasía de hombres que llevan años sin tener sexo con una mujer.

“Hace unos días, un recluso le cortó el cuello a otro porque de forma lasciva estaba mirando a su esposa. Los que no tienen familia o nadie viene a verlos, suelen salir a la hora de la visita para vacilar a las mujeres, y luego, en la soledad de sus celdas, masturbarse. Aunque en los baños del propio salón de visitas, se han atrapado presos haciéndose una paja”, indica el oficial.

Y por ese motivo, agrega, las esposas, hijas, hermanas y amigas, deben vestir recatadamente y con pantalones. Muy enfadado, el oficial dice: “Recientemente, familiares de reclusos se robaron una pieza de la taza del baño. Lo hemos arreglado, pero recuerden que cualquier objeto perforo-cortante es un arma dentro del penal”.

Tras el regaño, los familiares son invitados a ponerse en fila, para pasar en orden. Un arco electrónico revisa a todos los visitantes. Está prohibido pasar cámaras fotográficas, grabadoras y teléfonos celulares. Cada persona tiene que entregar su documento de identidad, que es retenido hasta la salida.

El salón de visitas es un recinto largo y estrecho, con mesas y asientos de cemento a ambos lados. Cuando usted ya está dentro, no puede salir hasta que hayan culminado las dos horas y media de la visita. Varios oficiales de aspecto lombrosiano caminan con paso grave por el salón.

Los reos se sientan frente a las mujeres, los hombres se pueden sentar al lado de los visitantes varones. En ese tiempo, se les permite comer y beber jugos, refrescos o batidos de frutas. El sitio está pintado de un color carmelita oscuro, que le da un toque tenebroso.

Desde el lugar se divisa el hospital de la prisión. Es grande, está pintado de blanco y, según reclusos comunes, durante varias semanas allí estuvo el prisionero de conciencia Orlando Zapata Tamayo, debatiéndose entre la vida y la muerte tras 86 días en huelga de hambre.

Al costado del pabellón de visitas, hay un campo de atletismo que circunda un terreno de béisbol. Al fondo, se divisan tres moles de concreto y hormigón. Son las galeras de la prisión, con capacidad para 10 mil reclusos. Son tres edificios de cuatro pisos cada uno. Se les conoce por sus números, Uno, Dos y Tres. En el Uno, están los sancionados a largas condenas; cubanoamericanos acusados de tráfico de personas; extranjeros que cumplen sanciones en Cuba, y estuvieron presos políticos de la primavera negra de marzo de 2003.

Un recluso común que lleva 18 años tras los barrotes, señala que la comida por lo general es pésima, pero “ahora ha mejorado, gracias a la presión de la gente de los derechos humanos y porque esperan la visita de un relator especial de las Naciones Unidas".

Cuando se le pregunta por el trato, mira a ambos lados, pide que no publiquen su nombre, y en voz baja dice que los abusos de los guardias y las golpizas es algo normal en el Combinado del Este, “sobre todo a los presos por delitos comunes”, subraya.

Ya a la salida, los hombres tienen que esperar en un portón tapiado a que lleven para sus celdas a los presos que tuvieron visita. Después que se le comunica al oficial de la puerta que se hizo un recuento y están todos en sus respectivas galeras, se les devuelve el carnet de identidad a los hombres mayores de 18 años que ese día fueron a visitar algún pariente o amigo.

Cuando usted abandona la gigantesca prisión, y un fuerte sol de primavera lo acompaña en su viaje de regreso a la ciudad, su tensión se relaja. Las palmeras enanas y el mar de azul intenso que rodea la Autopista Nacional contribuyen a que vaya cediendo ese ambiente de opresión y encierro sufrido durante tres horas de visita.

Iván García

miércoles, 22 de febrero de 2012

Alcohólico con nombre

Los borrachos / The drunkards por Heart Industry.

Rufino, 38 años, en sus escasos momentos lúcidos, reconoce que su vida tocó fondo. Y mira impotente hacia el cielo, como buscando una respuesta a su drama con el alcohol. No siempre fue un tipo sucio y grosero. Seis años atrás, trabajaba en un almacén de una empresa tabacalera, y entre lo que robaba al Estado y el salario recibido, se permitía mantener con cierto desahogo a sus dos hijas y su esposa.

-Una caja de tabacos la ofrecía por 20 cuc. Había días que vendía siete u ocho. Como mi esposa recibe remesas, entonces el dinero que me sobraba me lo bebía.

Empezó como un bebedor social. Y terminó como un borracho consuetudinario, que vende lo poco que le queda para darse un trago. Al principio tomaba ron y cerveza de calidad. Ahora, Rufino toma el alcohol de los miserables, filtrado con miel de purga, en serpentines improvisados, donde un litro cuesta 10 pesos. Ya no puede vivir sin beber. Su familia le puso un tratamiento médico. Pero nada. Rufino siempre volvía al alcohol.

Cuando estaba ebrio era un monstruo. Le pegaba a su esposa e hijas. Su mujer lo botó, como se botan las cosas viejas, cuando una noche de 2006 llegó a su pobre apartamento y lo vió desnudo entre vómitos, restos de comida y cucarachas que hacían una fiesta por todo su cuerpo.

Más nunca ha sabido de sus hijas ni de su mujer. Perdió el trabajo. Ahora vaga errante por los alrededores de La Víbora. Come, cuando come, de lo poco que la gente echa en las latas de basura. No tiene amigos. Sólo tipos tristes como él, que todos los días se agrupan en la esquina de la calle Carmen y 10 de Octubre, frente a la Plaza Roja, a tomar el trago de los olvidados.

Siempre terminan igual. Peleando entre ellos. En las trifulcas se golpean y arman un alboroto de mil demonios. Ya ni a la policía interesan. Si acaso los detienen un par de días, los bañan y les matan un poco el hambre en el calabozo de una unidad policial.

En sus breves períodos de lucidez, Rufino recuerda que fue un tipo que amaba a sus hijas y vestía con gusto. Le gustaba bañarse con agua tibia y comía caliente. Luego se sentaba junto a su esposa, a ver el culebrón de turno en la tele. Nunca pensó que su vida se convertiría en un infierno.

Cuando no está ebrio, los recuerdos lo llevan de nuevo al alcohol. Entre lágrimas y maldiciones, con los 10 pesos que consigue vendiendo algún artículo viejo o en pago por un favor, va donde siempre, a comprar alcohol destilado. Su existencia es un círculo vicioso. Y lo que le queda es entrar en la iglesia e implorarle a la Virgen de la Caridad para que la muerte pase pronto a llevárselo. Con una sola petición: que antes, lo deje ver a su mujer y a sus dos hijas.

Iván García
Foto: Los borrachos, acrílico sobre tela de Heart Industry, Flickr.

lunes, 20 de febrero de 2012

De ellos nadie quiere saber

Havana by mrcharly.

Son noticia cuando mueren varios a la vez. Como ocurrió en enero de 2011 con una veintena de pacientes del Hospital Psiquiátrico de La Habana, fallecidos de hambre y frío. Si cuando tenían familias y fuerzas para trabajar a nadie les interesaba sus vidas y sus penas, ahora, ya viejos y enfermos, la gente prefiere mirar a otro lado e ignorarlos.

La existencia para Juan, 69 años, es un círculo vicioso. Todos los días se levanta a las 5:30 de la mañana para con su andar lento y titubeante llegar a un estanquillo de periódicos y comprar 50 ejemplares de Granma e igual número de Juventud Rebelde. Él invierte 20 pesos (menos de un dólar) y si logra vender los cien ejemplares, obtiene una ganancia de 80 pesos, poco más de 3 dólares. Pero no todos los días puede vender esa cantidad de periódicos.

"A quienes caminan por las calles no les interesa lo que dice la prensa cubana. Además, el empleado del estanquillo, no siempre puede venderme 100 ejemplares, por lo general me vende entre 40 y 50. Si tengo un buen día, compro algunas viandas, leche o yogurt para mi esposa, desde hace 4 años paralítica en una cama. La escasa plata que gano vendiendo periódicos la gasto en alimentos, y tengo que estar con los ojos bien abiertos, pues ya la policía me ha puesto varias multas de 40 pesos, por vender la prensa sin tener licencia”, señala Juan, un anciano triste colmado de achaques que vive en una inmunda cuartería en el barrio de Lawton.

A la misma hora que él se levanta para comprar la prensa, Antonio, 64 años, impedido físico, se despierta y luego de tomar como desayuno una taza de café caliente, en su sillón de ruedas se dirige hacia la panadería del Mónaco, donde vende jabas (bolsos) de nailon, a peso cada una.

Según Antonio, una persona le vende el centenar de jabas a 35 pesos. “Yo suelo estar entre 10 y 12 horas en la calle, a veces vendo hasta 200 jabas, pero la mayoría de las veces logro vender 80 o 90. Con lo que gano, entre 65 y 90 pesos (3 a 4 dólares), compro comida y guardo alguna calderilla para pagarle a una mujer que me lava la ropa. No pocas veces la policía me ha llevado para la estación y además de una multa, me decomisa las jabas. Pero en cuanto me dejan libre yo vuelvo a lo único que sé hacer para buscarme el dinero de forma honrada”, cuenta Antonio, un negro que perdió una pierna durante la guerra de Angola en 1987, y ahora vive en una choza de madera y techo de aluminio.

Con no mucha mejor suerte, Clara, 70 años, intenta buscarse un puñado de pesos. Es una mujer sucia y mal vestida que vive en un decrépito asilo de ancianos, en la barriada de la Víbora. Clara vende cigarrillos al menudeo. “En el asilo nos dan almuerzo y comida, pero tan mal elaborados que muchos viejos que allí residimos preferimos buscar algún dinero y comer en la calle".

Después de estar 14 horas vendiendo cigarrillos, sus ganancias le dan para una comida caliente en un tugurio estatal que a bajos precios vende arroz, potaje de chícharos y un pescado de sabor indefinido y repleto de espinas. Luego vuelve al asilo a dormir.

Juan, Antonio y Clara son tres ancianos con ligera demencia senil, cargados de achaques y sin familiares que los cuiden. Tienen que hacer milagros para sobrevivir en las duras condiciones del socialismo cubano. Y no son los únicos.

Iván García
Foto: mrcharly, Flickr

sábado, 18 de febrero de 2012

El chiste del hombre nuevo


La formación del hombre nuevo siempre ha sido una faena estéril. El comandante Ernesto Che Guevara, su precursor, con su bombilla de mate, deliraba en los momentos de descanso en la guerrilla, camino a Santa Clara, a finales de 1958. A esas alturas de la guerra frente al dictador Fulgencio Batista, el argentino Guevara, era un convencido de que en la sociedad futura que se construiría en Cuba, había que comenzar por diseñar un hombre de laboratorio.

Soñaba, y creía posible el Che, un maoísta y comunista radical, que se necesitaba mano dura para disciplinar a la divertida -y con tendencia a la holgazanería y la informalidad- población cubana. Según Guevara, a estos criollos dados a las fiestas y los carnavales sin fin, jodedores e irrespetuosos con las mujeres del prójimo, les hacía falta una revolución, con una dosis de represión y terror que permitiera la construcción de una sociedad comunista.

El argentino lo intentó. En el poco tiempo que fue ministro y hombre importante en la política cubana, además de disparar el gatillo festinadamente en los amplios y húmedos patios que servían de pelotón de fusilamiento en la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña, impuso el trabajo voluntario, la estimulación moral y otras fórmulas que el médico de Rosario había leído en sus ensayos marxistas.

Hasta que se dio cuenta que fabricar hombres probetas en serie, que fueran monógamos y no movieran las caderas al ritmo de tambores, era una misión imposible en una isla de sol, aguardiente y locura. Che era un fanático convencido, polémico y con una fe a prueba de balas. Pero su amigo Fidel Castro era de otro espécimen.

El abogado de Birán, en el mejor de los casos, era un oportunista pragmático e inflado de ego, un narcisista que vio en tipos como el Che y la ideología comunista, la mejor manera de diseñar un poder duradero y efectivo. Guevara entonces se marchó a lo suyo. A los focos guerrilleros y la formación de máquinas de matar que aniquilaran sin piedad a los gringos, en cualquier parte del mundo.

Murió convencido, y poniendo el pellejo para intentar demostrar sus verdades. Eso fue hace 42 años en Quebrada del Yuro, Bolivia. Después de su caída, se ha convertido en una de las operaciones de marketing más grandes de la historia.

Castro, cubano al fin y al cabo, sabía que modificar el alma de los suyos, dados a la santería y a no tomarse las cosas en serio, era un asunto de ilusos. Para dominar durante 50 años, a discreción ha usado el miedo, las cárceles y una pizca del idealismo barato. Y sobre todo la moralina, que con emoción le contara Ernesto Guevara en los días que estuvieron en una celda en el Distrito Federal de Ciudad México, entre partidas de ajedrez y discusiones teóricas sobre cuál era el mejor futuro para Cuba y América Latina.

Del hombre nuevo que soñara Che Guevara no queda ni átomo. Casi todos los cubanos roban cualquier cosa en sus puestos de trabajo, desde un bombillo hasta una hoja de papel. Cuando alguien comienza en un nuevo puesto, no le interesa cuánto salario devengará, sino cuánto se puede robar.

Quedan pocos seguidores. En momentos adecuados -fechas históricas y aniversarios de su muerte- se ponen las máscaras y en los matutinos de sus empresas o en actos públicos, engolan la voz, ponen el piloto automático y hasta se emocionan cuando hablan del Che. Excelentes actores a quienes Hollywood no les ha echado el ojo.

Ya la revolución se va a bolina. Ahora, funcionarios y gobernantes intentan ganar tiempo y buscar moneda dura. Nadie se acuerda del hombre nuevo, ni las tonterías que propugnaban ingenieros sociales como el Che Guevara. Los supuestos hombres nuevos, están en las colas del Consulado español o de la Sección de Intereses de los Estados Unidos, locos por marcharse.

Olvídense de la crisis mundial. Desde que nacieron, ellos viven bajo el signo de las crisis y las guerras-fantasmas contra los yanquis. Muchos de esos hombres nuevos salen de noche travestidos, a pasar una madrugada de sexo, drogas y con suerte, ligar un extranjero. O son disidentes, periodistas independientes o blogueros.

Para los cansados y descreídos cubanos, el verdadero hombre nuevo, son tipos como Kendry Morales o Isaac Delgado, que aprovecharon su oportunidad, son libres de decir cuanto quieren y ganan mucha plata, ya sea pegando jonrones o poniendo a bailar al público con su pegajosa música. Hablar del hombre nuevo es hoy un chiste de mal gusto en Cuba.

Iván García

jueves, 16 de febrero de 2012

Los 15 en Cuba: ilusiones y gastos


Y llegó el día. El matrimonio de Rogelio Sarduy y Maritza López, en la mañana del 30 de enero se despertaron bien temprano para asegurar todos los detalles de la fiesta de 15 años de Yailén, su única hija.

Nerviosos y satisfechos dan carrera por toda La Habana. En una libretica tienen anotados los asuntos pendientes. Ver si el hombre encargado de elaborar los cakes (tartas) ya los tiene listos. E insistentemente llamar, para confirmar la participación, de un locutor de la televisión, contratado para ejercer como maestro de ceremonia.

Todo empezó doce años atrás, cuando con paciencia asiática, los padres comenzaron a guardar en el bolsillo de un viejo gabán, parte del dinero que le enviaban sus parientes al otro lado del estrecho de la Florida.

“Nos privamos de muchas cosas, pero siempre tuvimos en mente hacerle una fiesta por todo lo alto a nuestra hija. Valió la pena. Nos salió estudiosa y educada, se merece todo el sacrificio que hemos hecho”-comentan los felices padres a pocas horas de que su hija arribe a la edad de la ilusión.

Es una tradición cubana que al cumplir 15 años, a las adolescentes les celebren una fiesta fastuosa con coreografías, bailes con trajes largos y sesiones interminables de fotos y videos. Los más pobres también se las agencian para conmemorar la fecha. Los hijos varones no forman parte de esa costumbre.

Alrededor de las quinceañeras se ha montado un jugoso negocio particular, sobre todo en La Habana. Tomen nota. El matrimonio Sarduy tuvo que pagar 110 cuc (pesos cubanos convertibles) por dos álbumes de fotos y un CD con efectos especiales. 70 cuc por el alquiler de diferentes vestidos para cambiarse durante las fotos, hechas en diferentes locaciones. Por utilizar 6 horas el salón de un elegante hotel capitalino, 150 cuc. Súmele además, que entre comida, ron, cerveza, buffet, dulces y ostentosos cakes, gastaron 600 cuc.

Por si no bastara, una semana antes de la fiesta, además de comprarle a Yailén tres conjuntos de ropa y calzado, desembolsaron 900 cuc para pasar los tres un fin de semana en un hotel de la playa de Varadero, a 100 kilómetros al este de la ciudad. El joven que montó la coreografía del baile para las quince parejas cobró 60 cuc. Más cara fue la tarifa del conductor de la tele: 100 cuc.

El grifo de la moneda dura no se cerró ahí. Casi 300 cuc costó alquilar una flota de taxis y minibuses. Luego de darse un trago amplio de ron Havana Club añejo 7 años, el padre sonríe. No cree que todavía es momento de pasar raya y sacar cuentas. Aunque por lo bajo señala que "entre una cosa y otra, hemos gastado 4 mil cuc, toda la plata que llevábamos doce años guardando".

Para que se tenga una idea: 4 mil cuc equivalen a 100 mil pesos cubanos. Esa cantidad sería lo que ganaría en 14 años, un profesional que por su trabajo mensualmente recibiera 600 pesos (unos 24 dólares) y que al año sumarían 7.200 pesos.

Como se ve, no todos en Cuba pueden tirar la casa por la ventana como lo acaba de hacer el matrimonio Sarduy. Pero por tal de celebrarle los 15 a su hija, hasta las familias pobres gastan lo que no tienen y se endeudan.

Es la tradición. Tal vez en Europa y otras partes del mundo la consideren kitsch e inexplicable: gastar el dinero que no abunda en festejos suplerflúos, donde no faltan sesiones de fotos como si la muchacha fuera una modelo internacional.

Son pocas las familias cubanas que a pesar de comer poco y mal y desayunar solo café, no despilfarren ese día. Unos, como el matrimonio Sarduy, guardan la plata en el bolsillo de un abrigo. Otros venden artículos de valor, piden prestado o se empeñan. Lo que sea. Por tal de celebrarle los 15 a la hija.

A la mañana siguiente, sin un centavo en la cartera, con la resaca de la bebida ingerida y la felicidad de haber organizado una fiesta que sonó en todo el barrio, es cuando empieza lo bueno. En esos casos, el matrimonio Sarduy tiene una filosofía muy particular. “Mañana será otro día”, dice Sarduy mientras con emoción contenida vuelve a mirar el video de los 15 de su única hija. “Vale la pena. Es una fiesta que se celebra una vez en la vida".

Iván García
Nota.- Este trabajo, publicado en El Mundo/América con el título Extravagantes fiestas de los 15 años en medio de la pobreza de Cuba tuvo más de 200 comentarios. Al reproducirlo en el blog, con otro título y otra foto, hemos querido enriquecerlo con dos crónicas muy distintas sobre el mismo tema: Mis 15 y Los 15 de Yania.

martes, 14 de febrero de 2012

Piratas de la carretera


Son como piratas de la carretera. Y actúan con total impunidad. En el trayecto comprendido entre el Kilómetro 10 y el primer anillo de la Autopista Nacional, una vía de 8 carriles, oscura como boca de lobo y donde el mal estado del pavimento en ese tramo hace que los conductores tengan que reducir su velocidad, es el momento propicio para que delincuentes de nuevo cuño, conocidos como 'ninjas', que suelen usar patinetas y pasamontañas, violenten el maletero de un auto, y en un dos por tres, desvalijen el equipaje.

Luego, un coche, cómplice de los 'ninjas' cubanos, recoge los bolsos y en algún lugar se reparten el botín. Su blanco favorito son los autos rentados por turistas. Fermín, 45 años, taxista por cuenta propia, que se gana la vida alquilando a 15 pesos cubanos convertibles (13 dólares) por persona, en viajes desde la terminal de ómnibus interprovinciales de La Habana y la ciudad de Santa Clara, a unos 300 kilómetros de la capital, sospecha firmemente que estos ladrones de carretera cuentan con la complicidad de la policía.

Según el taxista, en la Autopista, hay numerosos puntos de control y coches policiales que a cada paso te detienen para revisar el equipaje de los viajeros, en busca de camarones, carne de res o queso, productos favoritos de las personas que se dedican al lucrativo negocio del mercado negro.

"Entonces, no es posible, que estos delincuentes efectúen sus atracos con tranquilidad. Tengo amigos choferes, que me han dicho que algunos policías le avisan por teléfonos móviles a los 'ninjas' de las chapas de los coches de turismo, que son los preferidos. Aunque también desfalcan cualquier auto que ellos sospechen que en sus maleteros tenga artículos de valor. En caso de que el conductor note la presencia de los 'ninjas' y detenga el coche, el lío es mayor, porque estos rateros suelen estar armados”, cuenta Fermín, quien aconseja que lo mejor es acelerar a fondo y no detenerse.

Cierto. La Autopista Nacional tiene una alta presencia de policías que requisan a cualquier hora del día o la noche todo tipo de vehículos, ya sean ómnibus, camiones o automóviles. Pero a pesar de todos esos controles, existe un agujero por donde hacia La Habana penetran alimentos de "lujo" como los mariscos y la carne de res, con alta demanda entre los habaneros.

Abordar y desvalijar en plena noche y con los coches en movimiento es un trabajo de alto riesgo. Ya se sabe que los 'ninjas' de la carretera tienen un dominio impresionante de la patineta. Por qué los policías apenas los detienen es una buena pregunta para el jefe de la Policía Nacional. O existe ineficacia policial o los están “untando” con moneda dura. Los conductores que a diario transitan por la Autopista Nacional esperan una respuesta.

Iván García
Foto: bubualiabudin, Flickr

domingo, 12 de febrero de 2012

El Bulevar de San Rafael

Havana 3.0 - San Rafael Street.JPG por bernicelee.

Comienza en la calle Prado y termina en Galiano. Son cinco cuadras de paseo peatonal en el corazón de La Habana, repletas de tiendas en moneda dura o peso nacional. Cafeterías, barberías, heladerías, mercados, un cine para niños y una joyería en declive.

Durante todo el año, el bulevar está a tope. Diciembre, mes de resúmenes y agasajos, provoca que los citadinos salgan compulsivamente de compras. Es posible que en alguno de sus comercios consiga lo que desee o necesita.

A la tienda Belinda entra un grupo de señoras, en busca de un juego de sábanas para su hogar. Con la boca abierta y sin palabras se quedan cuando se enteran de los exagerados precios en divisas.

Cerca, unos tipos pasados de copas, acompañados de alegres muchachas negras, en igual estado, miran hacia ambos lados y subrepticiamente se introducen por una puerta de hierro oxidada de lo que un día fueron los cines Duplex y Rex. Vacían sus vejigas cargadas de cerveza, ingerida en un centro nocturno de medio pelo llamado Palermo, donde suelen recalar las putas viejas y baratas que no tienen la opción de ligar un extranjero.

En el Cabaret Nacional, justo donde comienza el bulevar, en la calle Prado, una cola de hombres de unos 50 años, y un grupo de jóvenes mestizas, con el típico lenguaje corporal de las hembras cuando buscan placer, intentan que algún “temba” (cincuentón) les pague la entrada a la discoteca. La Disco Temba, como se le conoce, abre a las 4 de la tarde.

A tiro de piedra, en los portales del hotel Inglaterra, 'vikingos' nórdicos e 'ibéricos' gordos beben daiquirí, que acompañan con tapas de jamón, queso y aceitunas. Arrobados escuchan una pésima versión del Chan Chan de Compay Segundo. Dentro del hotel, una japonesa con acné juvenil, se queja en inglés a una dependienta de lo caro del servicio de internet: una tarjeta cuesta 6 pesos convertibles la hora. Qué diremos los cubanos.

La tarde cae y el ir y venir de personas apresuradas aumenta. Para paliar la sed que provoca este calor de fuego de fin de año, la gente toma refrescos embotellados, de producción nacional, a 5 pesos la botella. En un quiosco venden panes sin envolver, expuestos al aire, con sus correspondientes dosis de microbios, ya sea pan con lechón, jamón o un queso de espantoso olor.

Donde quiera que te sientes, a tomarte un refresco, comerte una ración de arroz frito o un trozo de pollo ahumado, se te acercan perros sucios y sarnosos, que con cara de lástima te suplican que les des la sobra. Forman parte del ejército de canes famélicos que deambulan por toda la ciudad.

También los mendigos hacen lo suyo en estas calles de Centro Habana. Unos descaradamente e incluso con tono agresivo te piden dinero, otros con la imagen de algún santo, casi siempre San Lázaro, te piden una limosna “preferiblemente en divisas”.

Si te ven con cara de bobo, un estafador intentará pasarte la cuenta. Te ofrecen desde mierda en polvo hasta un misil tomahawk. Los vendedores ilegales le juegan cabeza a la policía, para poder vender baratijas o cinturones de cuero hechos por artesanos desesperados y sin dinero.

En el Bulevar de San Rafael se encuentra de todo. Se traman fechorías y si no te ven pinta de guardia vestido de civil, puedes comprar un gramo de coca a 35 cuc o un cigarrillo criollo de marihuana a 25 pesos.

Las calles adoquinadas están pintadas con grandes cuadros blancos y rodeadas de macetas con plantas mustias que los jardineros estatales no cuidan con esmero, disgustados por la escasa paga.

Ya a la salida, en la esquina de Galiano y San Rafael, un parque recuerda que en ese lugar una vez estuvo El Encanto, una de las tiendas por departamentos mas chic de La Habana. Fue devorada por un incendio, el 13 de abril de 1961, como parte de sabotajes previos a la invasión de Bahía de Cochinos. Hubo 18 lesionados y una víctima mortal, Fe del Valle, jefa del departamento infantil de El Encanto.

Una historia que no saben los niños, blancos, negros y mestizos que juegan fútbol con un balón desinflado. Un negrito tira fintas increíbles para su edad, descalzo y con una camiseta desteñida de Kaká. Sus fans, sentados en un muro, aplauden al pequeño Pelé cubano.

Puede que el Bulevar de San Rafael no tenga el encanto del de París o el de Barcelona. Pero es el único que hay en La Habana. Punto de encuentro de habaneros, nostalgia de exiliados y sede de casas de huéspedes particulares para forasteros. Si pasa usted por La Habana, no deje de visitarlo.

Iván García

viernes, 10 de febrero de 2012

La Habana, kilómetro cero

Cuba, La Habana por ZX-6R.

El alma de La Habana la conforman ese trozo de geografía que es el Barrio Chino, el Parque de La Fraternidad, el Parque Central y el Paseo de Prado, justo hasta el mismo muro del Malecón, donde las azules aguas del Océano Atlántico, demarcan la ensenada capitalina. Y de fondo, como un vigía de casi 500 años, el Faro del Morro.

Y en el medio, majestuoso, el Capitolio Nacional. Justamente él marca el primer kilómetro de la Carretera Central. Al igual que el Capitolio, la carretera fue construída en la década de los años 20 del siglo pasado, por el dictador Gerardo Machado.

Cada mañana, ese tramo habanero es una marea humana. En los portales lineales de las calles Reina o Monte, transeúntes agitados y cabizbajos caminan apurados con jabas, bolsos o mochilas, preocupados por lo que esa noche llevarán de cena a sus casas.

Con muy mala pinta, en pequeñas tarimas se ofertan panes con lechón a 5 pesos. Otra destartalada cafetería vende pan con minuta de pescado, de asqueroso. Cerca, en el antiguo Ten Cent de Monte, donde la calidad es algo mejor, una desaliñada negra que al parecer no tuvo tiempo para peinarse, pregona a voz en cuello: "Arroz frito a quince pesos, pan con jamón a diez y refresco embotellado a cinco".

La gente entra y sale de las tiendas y se arremolina frente a un carrito que vende granizado de sirope de fresa, a dos pesos el vaso. Falta que hace. El calor supera los 30 grados. En las paradas de ómnibus, las colas son contínuas. Los vendedores de maní, salado o azucarado, hacen su agosto.

Los viejos almendrones -autos americanos de los años 40 y 50- parten cargados de personas presurosas por llegar a sus hogares en Alamar, La Lisa, Cotorro, San Miguel, Santiago de Las Vegas o La Víbora.

Al ver tantas personas, uno se tiene que cuestionar las bajas cifras de desempleados reportadas por el gobierno. A cualquier hora del día, una masa de gente camina de un lado a otro. Y no es fin de semana.

En la peña del Parque Central, varios hombres gritan con pasión. Discuten sobre béisbol, el deporte nacional. Un mulato de ojos saltones, con un papel a mano batiente, refuerza sus comentarios con las estadísticas de Kendry Morales, ídolo en La Habana, por haber jugado en Industriales, la novena que representa a la ciudad, y ahora brilla en la gran carpa con los Angelinos.

Cuando cae la noche empieza a aparecer la fauna marginal. Los travestis, muy altos por los tacones que calzan, se pavonean en el Parque El Curita, a un costado de la antigua compañía de teléfonos, en Águila y Dragones. Tipos entrados en años con la mirada torva, por el exceso de ron o cerveza de baja estofa, se afilan los dientes con "las pájaras".

En los portales de la antigua tienda Sears, hoy Palacio de la Computación, con su maquillaje grotesco y sus minúsculos vestidos, llegan las putas por moneda nacional. Entrada la madrugada, una banda numerosa de lesbianas con corte de cabello a lo militar, toma cerveza Bucanero o Cristal, a un peso convertible la lata, en las cafeterías por divisas de los alrededores.

En el Parque de La Fraternidad, junto a la imponente ceiba, santeros y paleros aprovechan la noche para colocar sus ofrendas al pie del viejo árbol. Unos pervertidos aprovechan la oscuridad y a la luz de la luna se masturban lentamente al paso de las putas baratas. Ellos no tienen los 5 cuc con los cuales podrían tener sexo durante media hora. Hacerse una paja les sale gratis.

El kilómetro 0, de madrugada, se convierte en la pasarela de los renegados. Ya cuando el sol calienta, la fauna marginal va a la cama. Y si usted camina despacio Prado abajo, hasta La Punta, y se sienta en el muro del Malecón verá un espectáculo sin igual: el sol anaranjado y poderoso, empinándose por encima de esta ciudad, que un gobierno absurdo ha convertido en una manzana de discordias.

Ese trozo de geografía habanera, que limita con el Barrio Chino, la calle Obispo y el Malecón, es parte de las nostalgias de esos cubanos desperdigados por el planeta. A ellos dedico este post.

Iván García
Foto: ZX-GR, Flickr.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Simplemente, la libreta


Fue implantada en marzo de 1962. Y si no está, debería estar en el Libro de Récords Guinness. Es una cartilla de pésima cartulina y varias hojas, donde un bodeguero apunta los alimentos que el Estado mensualmente vende a los ciudadanos previamente registrados.

Desde que nací, en 1965, la libreta de racionamiento forma parte de la vida deprimida y repleta de escaseces de los cubanos de a pie.

Antes del “período especial”, una crisis cinco veces peor a la que sufre el mundo actual, donde hubo apagones de hasta 16 horas y gente que para apaciguar el hambre comió frazada de piso, cáscaras de plátanos, hollejos de toronja, gatos y alacranes, la cartilla de racionamiento te permitía comprar aceite y carne de res cada quince días. Hasta el "gobierno benefactor de Fidel Castro" se daba el lujo de vendernos botellas de cerveza y latas de leche condensada.

Después de esa guerra sin tronar de cañones que fue el período especial, la denominada canasta básica se redujo drásticamente. Cada mes tenemos derecho a comprar un panecillo diario -casi siempre pésimo- de 80 gramos, 7 libras de arroz, 20 onzas de frijoles negros y colorados, y un sobre de café, hasta hace un par de años, mezclado con chícharos. Ahora, dicen, es puro, pero igual de malo.

La recordista libreta cubana, mensualmente también nos ofrece media libra de picadillo ligado con una soya de desagradable olor, media libra de pescado, una libra de pollo y ... para de contar. A ratos, cuando se acuerdan, los burócratas de comercio interior -organismo que controla lo que se vende por la libreta- ofrecen media libra de aceite por consumidor, un tubo de pasta de dientes, un jabón de baño y uno de lavar.

Artículos todos de calidad deplorable. Tras medio siglo habituados a adquirir productos alimentarios de forma racionada, el General Raúl Castro, presidente del país, dijo que resultaba incosteable mantener una serie de gratuidades. Me pregunto, si alguien en su sano juicio, le gusta o prefiere depender de los insuficientes alimentos que nos vende el verdiolivo gobierno.

Son baratos, es cierto. Pero ni aunque se sea Houdini o Copperfield, lo que ofrecen por la libreta alcanza para diez días. Después, arréglatelas como puedas.

Ha sido uno de los más fuertes rumores habaneros: que la longeva cartilla va a desaparecer. Nunca resolvió nada, pero complementaba la alimentación de infinidad de hogares en la isla. Es una incógnita, e incluso personas de a pie hacen apuestas: si cuando no haya libreta, se podrán comprar, a precios asequibles, el arroz y los frijoles, y que constituyen el alimento habitual de los cubanos.

La carne, bien gracias. Hace años que la carne de res desapareció en combate, y la de cerdo, por su precio en los agromercados, se ha convertido casi en un lujo, al alcance que quienes reciben remesas del extranjero o los que lucran con lo que se roban de los almacenes estatales.

En el aire de la república ha flotado otra interrogante: si van a subir los salarios para que las personas con mínimas entradas puedan comprar alimentos, los cuales, se supone, se ofertarían en libre demanda. Y como durante 53 años, el gobierno de los Castro ha demostrado proverbial ineficiencia, la gente imagina que se dispararán algunos precios de artículos de alto consumo y de primera necesidad.

Habrá que esperar para saber si por fin desaparecerá o no la libreta de racionamiento. Los más optimistas creen que peor no vamos a estar. Los pesimistas piensan que la pobreza y las tensiones sociales aumentarán.

Iván García

lunes, 6 de febrero de 2012

Oficio de riesgo


Hacer periodismo en Cuba fuera del control estatal tiene sus peligros. Nunca al extremo, de que se te aparezca un sicario a la puerta de tu casa en una moto y te dispare a bocajarro un peine completo de una pistola calibre 45, como sucede en México o Colombia.

Tampoco te ponen una capucha negra y luego abandonan tu cuerpo mutilado en un basural, como sucedió en la década de los 80 en Honduras, El Salvador o Guatemala. No. Por ser periodista independiente o crítico y poner en tela de juicio la manera que administran su país el dueto de los hermanos Castro, lo que sí te puede ocurrir, es que te caigan hasta 20 años tras las rejas, si el gobierno así lo determina.

Los Castro nos prometen muchos años de cárcel si informamos por nuestra propia cuenta. Pero hasta la fecha, no se ha documentado de que algún matón estatal le haya quitado la vida a un reportero, oficial o independiente.

Por ser periodista libre en la isla, las autoridades te pueden orquestar un “acto de repudio”, un linchamiento verbal, donde gente del pueblo, azuzados por la policía política, te insultan y gritan con las venas del cuello a punto de reventar.

También puede ocurrir que un tipo desconocido, un supuesto "delincuente", te golpée por sorpresa en la oscuridad de la noche. O que el teléfono de tu casa suene incesantemente a las 3 de la madrugada y al tomarlo, una voz falseada te diga una tanda de improperios. Eso sí.

Cuando uno se decide a escribir sin mandato, pierdes el trabajo y la Seguridad del Estado se abroga el derecho de amenazarte y citarte cada vez que le venga en gana para una “charla amistosa”.

El fenómeno del periodismo independiente cubano nació en la década de los 90. Entre sus fundadores se encuentran Rolando Cartaya, Indamiro Restano, Rafael Solano, José Rivero, Julio San Francisco, Raúl Rivero, Iria González Rodiles, Ana Luisa López Baeza, Juan Antonio Sánchez, Germán Castro,Tania Quintero, Bernardo Arévalo Padrón, Jorge Olivera, Joaquín Torres, Héctor Peraza y Manuel Vázquez Portal.

El 18 de marzo del 2003, Fidel Castro estaba decidido a asestarle un duro golpe al periodismo al margen del Estado. Ese día, fuerzas de la policía política detuvieron en las primeras horas de la mañana a 75 opositores y periodistas. En la primavera negra, a la cárcel fueron a parar 25 comunicadores, cuyo único delito era informar sin el permiso del gobierno.

Corresponsales como Raúl Rivero, uno de los pesos pesados del periodismo cubano y director de la agencia independiente Cuba Press, fue sancionado a 20 años de prisión. Gracias a la gestión del gobierno español, hoy es un hombre libre que publica dos columnas semanales en el diario español El Mundo.

Pero desde 1999 en el aire de la República, sigue flotando la amenazante Ley 88 o ley mordaza, que le da manos libres al régimen a la hora de enviarte a la penitenciaría. No hay texto de un periodista libre cubano que no se redacte sin una dosis de miedo y paranoia. Es normal. Porque nunca sabe si esa noche dormirá en su cama o en la litera de un calabozo de la policía o de la Seguridad del Estado.

A ratos tengo una pesadilla. En la soledad de mi habitación, sueño que tocan fuertemente a la puerta de la casa. Y unos tipos rudos y con caras de perros, vestidos de verde olivo, me sacan del cuarto y sin tocar el piso, me introducen a la fuerza en un coche ruso con placa militar y me llevan detenido a un destino desconocido.

No todo son alucinaciones. A veces sueño que las manitos de mi hija de 6 años, junto a su madre, me despiertan con la buena noticia de que el gobierno del General Raúl Castro, abolió las leyes absurdas, los cubanos no necesitarán más permiso para salir de la isla, los exiliados que lo deseen pueden regresar a su patria, y nunca más será delito escribir una crónica o artículo de opinión contando la realidad de Cuba y de los cubanos.

Siempre que esto sucede, me pregunto cuál de estos sueños se hará primero realidad.

Iván García
Foto: El periodista independiente Ricardo González Alfonso, días antes de ser apresado el 18 de marzo de 2003 y condenado a 20 años de privación de libertad. Fue excarcelado y desterrado a España junto con su familia en julio de 2011.

sábado, 4 de febrero de 2012

Ejercicio de abstracción


Hablar de periodismo en Cuba, es fantasear. Un ejercicio de abstracción, como solía decir ese gran periodista que es Raúl Rivero. En tertulias con amigos, es casi obligado hablar del papel de la prensa en nuestro país.

Casi todos coinciden en que desde hace 53 años, en la isla no se hace un periodismo serio. Más que reporteros, la función que cumplen es la de amanuense. No hay contrapeso, las críticas brillan por su ausencia, además de ser aburridísimos y parcializados. Mis amigos llevan razón. Un periódico cubano es lo más parecido a un mural de una fábrica en Corea del Norte.

Ahora bien, hay que recordar que ellos escriben para diarios como Granma o Juventud Rebelde, órganos del partido y de la juventud comunista. Es decir, son periódicos partidistas. Y por lo tanto cumplen con el guión encomendado: no informar. Hacen su labor mirando de soslayo la realidad, convencidos de que al otro lado del charco hay un espía gringo, lupa en mano, esperando para sacar provecho de lo que dicen o escriben.

Ese juego tonto dura ya cinco décadas, y en él se desenvuelve la prensa oficial cubana. No decir nada que pueda servir como arma al “imperialismo yanqui”. Hay más. Es muy fácil gobernar cuando usted controla el flujo informativo. Fidel Castro, que está lejos de ser un demócrata, lo captó al vuelo en 1959.

Se entiende entonces por qué los diarios cubanos, debido al alto costo de los rollos sanitarios, son utilizados como papel higiénico en muchas casas. Aunque sean un bodrio, es lícito que el partido y la juventud comunista o los sindicatos tengan sus diarios.

Bien. Pero grupos de personas, asociadas o no, así como otros sectores de la sociedad, están en todo su derecho de crear un periódico, revista, folleto, blog o web, y no ser perseguidos o encarcelados por decir lo que piensan. Ése es el punto.

Cuando comencé a escribir, un invernal día del mes de diciembre de 1995, lo hice pensando que sobre el teclado podía vomitar mi forma de ver el fracasado socialismo tropical. Y contar el vacío espiritual de gente de mi generación, hundida en el fracaso estrepitoso del hombre nuevo, la indigencia material y una economía sin gas que no satisface las expectativas de los cubanos.

Soy periodista autodidacta. Pero el periodismo no me era ajeno. Crecí en la redacción de la revista Bohemia, la única que Castro permitió publicar con el mismo nombre después del 59, donde mi madre Tania Quintero, también autodidacta, trabajaba de reportera en la sección En Cuba, creada en los años 40 por Enrique de la Osa.

Por eso sabía cómo el partido, utilizando al DOR (Departamento de Orientación Revolucionaria), censuraba y se inmiscuía en el proceso editorial de la prensa. Pregúntenle a cualquier periodista oficial, mirándole a los ojos y pidiéndole que sean honestos, si son libres a la hora de escribir o escoger los temas.

Ya siendo un joven, trabajé de asistente de producción en la televisión cubana. Más de lo mismo. En 1988 colaboré con mi madre en la realización de un programa Puntos de Vista sobre los derechos humanos, que le pidieron hacer a raíz de la primera condena mundial a Cuba ese año, en Ginebra. Entre los encuestados en la calle, hubo algunos que abiertamente criticaron el proceder del gobierno en materia de derechos humanos.

Cuando Tania llegó a la redacción con el material, estalló una tormenta. Además de tener que enviar el cassette con las entrevistas al Ministerio del Interior, para que fueran revisadas, a su jefe, de apellido Romay, le subió la presión. Un día, Romay habló a solas conmigo conmigo. "Eres un buen muchacho, pero le vas a buscar problemas a tu mamá con esas ideas que tienes". Era un buen tipo. Pero no podía dejar de cumplir la labor de censor asignada a todos los directores y jefes de redacciones en los medios oficiales cubanos.

El quid no es si los periodistas oficiales redactan mejor o peor. Si no que no escriben lo que la gente quiere saber. No cuentan historias. Sólo apologías y divagaciones sobre una vida perfecta, ideal para un país nórdico. Pero no hacen el periodismo ciudadano que el ciudadano de a pie espera de ellos.

Siempre fantaseé con la posibilidad de entablar una polémica correcta y civilizada con personas que piensan diferente. Es sano. Ojalá prolifere en Cuba la cultura del debate. Discrepar, sin faltar el respeto ni descalificar. Lo necesitamos. Mírese por donde se mire, el futuro será distinto. Y ya es hora de construir los cimientos de una sociedad abierta y tolerante con los que disientan.

Apartemos el odio. Llegado el momento del cambio, se podrá hacer el periodismo de calidad que la gente necesita. Se podrá acceder a cifras sin tanto misterio, e internet dejará de ser un lujo al alcance de unos pocos. Es a lo que aspiro.

Que peloteros como Kendry Morales y Liván Hernández puedan jugar con la casaca de las cuatro letras. Y que mi madre pueda conocer a su nieta de 9 años. Es un sueño. Pero no imposible.

Iván García
Foto: Tomada de Cubanet (http://www.cubanet.org/articulos/16176/).

jueves, 2 de febrero de 2012

Crónica sobre una generación estafada

La Vida a Playa Coral by intrepidfred.

Hoy la vi. Es en blanco y negro, le han salido puntitos amarillos y huele a cucaracha. Congelada en el tiempo, ya con color sepia, rescaté una foto de la adolescencia. Somos once muchachos, alegres por los efectos del trago de los que no tienen dinero: alcohol ligado con agua, que comprábamos a 5 pesos la botella en casa de la negra Giralda, en la calle Buenaventura.

Fue, quizás, a finales de 1988. Yo era un desmovilizado del servicio militar y sentados en la escalinata del Instituto de la Víbora celebrábamos, que nunca más tendría que ponerme aquel horrible y caluroso uniforme verde olivo, diseñado por algún sádico ruso que al parecer odiaba el trópico. Y obligó a millones de jóvenes a vestir la horrenda prenda y marchar con una pesadas botas con casquillo de acero en la punta, fabricadas en serie en una fábrica de Minsk, en la antigua Unión Soviética.

De los once, sólo quedamos tres en Cuba. Los demás se han marchado. Damián, es ahora un gordo nostálgico. Trabaja en una cantina de Manhattan y en estos días de frío bestial en Nueva York, todas las noches sueña que duerme en su casa de la calle Carmen esquina a Saco.

Mario reside en algún rincón de Alemania. Pero él y yo sabemos cuánto ama a La Víbora, su patria chica, a su barrio y a los suyos. Cuando tiene los euros necesarios, toma un vuelo rumbo a La Habana para paliar la “saudade”, tomar ron añejo y llorar sentado al pie de la estatua de José Martí, frente al Instituto, en las calurosas noches habaneras.

En la foto, Ariel Tapia era joven y muy delgado. Me quedo con los recuerdos que compartimos juntos como novatos periodistas independientes en la agencia Cuba Press, rodeados de gigantes de la pluma como Raúl Rivero, Ricardo Alfonso o Tania Quintero.

No olvido el día que Raúl Rivero nos pidió a Ariel y a mí cubrir una noticia. Era el juicio de un opositor del partido 30 de Noviembre y debíamos charlar con el tipo y luego publicar una nota. A la espera que terminara el juicio y bajo un sol de fuego, Ariel y yo compramos una botella de ron Caney y a la sombra de un horrendo edificio de tecnología yugoslava, en la Esquina de Tejas, donde una vez estuvo el cine Valentino, charlábamos de mujeres y béisbol.

Cuando volvimos al tribunal, el juicio había concluido. Fue una odisea, con la madre del opositor gritando auxilio en plena Calzada de 10 de Octubre y llamando a gritos a la policía. No nos dimos por vencidos.
Seguimos a la exasperante mujer y pudimos averiguar dónde vivía el opositor. La noticia salió. Como el par de crónicas que escribimos sobre el ayuno del doctor Oscar Elías Biscet, en la calle Tamarindo 34. Biscet vivía en Lawton, barriada colindante con La Víbora, y en 2003 fue condenado a 25 años de prisión.

Han pasado más de veinte años. Ahora Ariel da tumbos por la Florida. Otros tres amigos de la foto en blanco y negro residen también a 90 millas: Javier, David y Frank. Ven pasar el tiempo y la morriña en Miami, la segunda patria de todos los cubanos.

De uno de los muchachos de la foto olvidé su nombre. Y no sé por qué motivo fue a parar a Tel Aviv, Israel. Me han contado que vive sembrando naranjas en una cooperativa de Jaifá y se ha convertido a la religión judía. Erick se casó con una danesa y tiene 6 hijos, familia descomunal y poco habitual en aquella tranquila sociedad.

De Arturo tengo malas noticias. En Colombia se enroló en algún cartel de drogas y una noche cualquiera apareció su cadáver en el baño de un bar de mala muerte de Medellín. Le habían cortado el pene.

Sólo tres quedamos en esta isla de escasez y pobreza material. Fernando, hoy un productor musical de éxito que vive a caballo entre la capital de México y su Habana. Frómeta, un “jabao” (mestizo) de casi dos metros, que jugaba baloncesto como Kareem Abdul Jabbar, y con 44 años es visitante habitual de las cárceles cubanas, por los delitos más nimios.

Y yo, escribiendo posts para mi blog Desde La Habana o historias para el diario El Mundo. Una forma de alejar los fantasmas de la soledad que me acosan con alevosía.

Así hemos terminado una gran mayoría en Cuba. Con familiares y amigos divididos. Marchitándonos a fuego lento en una revolución que se proclamó socialista y por la cual años atrás nuestros padres y muchos de nosotros éramos capaces de dar la vida.

Pertenecíamos a una generación obediente. A la que nunca se nos consultó nada. Íbamos cantando himnos hacia los surcos de tabaco, en las movilizaciones agrícolas de las escuelas secundarias en el campo. Pletóricos de patriotismo marchábamos a Angola o a cualquier otra guerra perdida en el continente africano. Sin chistar. A poner bien en alto el nombre de un tipo a quien sólo le interesaba él y su obra.

Pero todo eso ya se perdió. Y fotos en blanco y negro como la que rescaté de un cajón olvidado hay miles en la Cuba de 2012. Una marca indeleble de que nuestras vidas fue un engaño. Que todo fue una trampa. Una gran estafa.

Iván García
Foto: intrepidfred, Flickr