jueves, 17 de enero de 2019

Cara a cara con Fidel Castro en el Meliá Varadero



El Comandante tenía anunciada su llegada a la explanada del Hotel Meliá Varadero a las 5 en punto de la tarde, pero desde las 4, a pleno sol, la “gloriosa brigada” de trabajadores que había construido el edificio piramidal en tiempo record, orgullo de la Revolución, estaba a pie firme, limpios, derechos todos como una vela y en posición de revista, en un lateral del hotel cuya inauguración iba a presidir Fidel Castro.

El Comandante tardó en aparecer cerca de media hora sobre el horario previsto, pero la espera mereció la pena. Aunque lejos ya la aventura de aquel Partido Comunista Español en el que milité en vida de Franco y que abandoné, como todos los integrantes de mi “célula” -entre ellos José María Barreda, que andando el tiempo se convertiría en presidente del gobierno de Castilla-La Mancha- tras las primeras elecciones generales de 1977, confieso que estar por primera vez a dos metros de la figura histórica, del revolucionario que, embutido en un traje verde olivo como recién planchado, como recién salido de fábrica, ocupaba ya por derecho propio un lugar en los libros de historia, me produjo un fuerte impacto emocional.

Ante el pequeño grupo de periodistas españoles que, invitados por Gabriel Escarrer, patrón del Grupo Meliá, asistíamos a la inauguración, en 1994, del primer hotel gestionado -gracias a los buenos oficios del rey Juan Carlos y de Bruno Kreisky, canciller federal austriaco y vicepresidente de la Internacional Socialista- por una empresa española en la Cuba revolucionaria, desfilaba un hombre al que la izquierda europea había convertido en un mito viviente, un héroe del pueblo capaz de derribar la dictadura de Batista y hacerle frente al “imperialismo yanqui”.

Es verdad que para entonces del mito del revolucionario benefactor no quedaba ni las raspas. El pueblo cubano se moría literalmente de hambre, mientras los más arrojados se echaban al mar en humildes embarcaciones que rara vez lograban alcanzar las costas de Florida, pero aquel día del verano caribeño y en Cuba, uno tenía la ocasión de estar frente al hombre que durante mi primera juventud había encarnado todas las virtudes de la abnegación y el heroísmo.

El Comandante se largó un discurso, relativamente breve para lo que solía ser habitual en él, ensalzando la labor de la “gloriosa brigada” que, con su esfuerzo, había hecho posible el milagro de aquella hermosa edificación, y a continuación todos los presentes empezamos a desfilar hacia el interior del hotel, en cuyo salón de actos se iba a celebrar una conferencia de prensa con el amo y señor de Cuba. Ese había sido precisamente el cebo de aquel viaje a la isla: la promesa, más o menos explícita, del propio Escarrer, de que el grupito de periodistas españoles que le acompañábamos íbamos a tener la oportunidad y el privilegio de charlar cara a cara con Castro durante tiempo indefinido.

Pero al entrar en la platea de aquel gran anfiteatro, mi gozo se fue al pozo. Aquello estaba de bote en bote, con las primeras filas ocupadas por dizque periodistas y cámaras de televisión cubanas y de varios países latinoamericanos, emisoras de radio y canales televisivos de claro matiz izquierdista, simpatizantes todos con la Revolución. Por un momento pensé que Fidel se disponía a hacer algún anuncio trascendental, capaz de dar la vuelta al mundo.

Mientras trataba de superar la sorpresa que me producía la presencia de aquel gentío congregado para inaugurar algo que en España habría merecido la presencia del alcalde del pueblo, conseguí colocarme con no poco esfuerzo en el centro de la quinta o sexta fila, frente a la mesa presidencial en cuyo centro se acomodaba ya el gran Fidel y una cohorte de ministros de su Gobierno, amén del propio Escarrer y ejecutivos de su grupo.

Desde el minuto uno levanté la mano pidiendo el uso de la palabra, pero aquello se demostró pronto misión imposible. Todo eran preguntas laudatorias con respuesta inducida sobre las gloriosas conquistas de la Revolución, todo un infame peloteo a Castro, de modo que después de varios intentos infructuosos, dejé de levantar la mano decidido a disfrutar del espectáculo. Y en eso, el vicepresidente del grupo Meliá abandona la mesa presidencial, se acerca con dificultad hasta mí, y en voz baja me dice que levante la mano, que el ministro cubano de Información, sentado a la izquierda de Castro me va a dar la palabra como representante de los periodistas españoles presentes.

Y en efecto, una amable señorita me pasa un inalámbrico, de modo que, puesto en pie, me lanzo a perorar sobre la emoción que para mí supone, Comandante, hallarme frente al mito que ha acompañado los sueños revolucionarios de tantos jóvenes españoles durante tanto tiempo, la ilusión de una primera visita a Cuba que me ha permitido descubrir esa íntima relación existente entre la isla y España, imposible de extrapolar a cualquier otro país de habla española, la conciencia del drama que para la España del 98 supuso la pérdida de Cuba, solo perceptible cuando uno pisa la isla y se empapa de su peculiar aroma. Pero también, añado, la sorpresa que me ha producido comprobar el ambiente de decepción en que viven muchos cubanos, la miseria palpable en cada uno de sus rincones, y la infinita ansia de libertad que cualquier cubano que no pertenezca a la nomenklatura del partido es capaz de susurrarte al oído en cualquier esquina lejos de testigos incómodos. Y en estas condiciones, Comandante, mi pregunta es la siguiente: ¿En qué condiciones estaría usted dispuesto a dar paso a unas elecciones libres, como le está solicitando la comunidad internacional, que conduzcan a un Gobierno verdaderamente democrático en la isla de Cuba?

Un silencio espeso cayó sobre el auditorio. Miradas cargadas de sorpresa y reprobación en mi derredor, y el Comandante que se lanza a hablar. Recuerdo perfectamente dos de sus argumentos condenatorios. Que cómo era posible que un español, miembro de un pueblo que había luchado durante no sé cuántos siglos por liberar a su país de la dominación árabe, fuera capaz de pedir a Cuba y a los cubanos que se rindieran de nuevo al odioso imperialismo yanqui que, al otro lado del canal de Florida, estaba listo para extender su zarpa sobre la isla. Presa de un cabreo que no intentaba disimular, Fidel se iba calentando, y hubo un momento en que comenzó a sudar copiosamente, de modo que mientras peroraba se secaba el sudor de su frente con un enorme pañuelo blanco, tan impoluto como su casaca verde oliva que vestía, con lentos movimientos de su brazo derecho. Su indignación no parecía tener límites. Y de repente casi gritó: ¡y además, una cosa le voy a decir, compañero, y es que ni usted ni nadie tiene derecho a inmiscuirse en los asuntos internos de Cuba como tampoco los cubanos nos metemos en los asuntos internos españoles! Y con un movimiento brusco se levantó de su asiento, dando por terminada la rueda de prensa ante la atónita parroquia.

Todos en pie y casi en posición de firmes, le vi desfilar lentamente por el pasillo a cuatro o cinco metros de donde me encontraba. Seguía sudando por todos los poros de su cuerpo. Tras él, Gabriel Escarrer, que me lanzó una mirada asesina de soslayo. Le acababa de arruinar la fiesta. Todos estábamos citados para, a continuación, tomar parte en la cena de inauguración del hotel en un enorme salón profusamente decorado y alumbrado. Media langosta y medio pollo asado con patatas, manjares que millones de cubanos jamás podrían probar porque estaban reservados para los dólares de los turistas que empezaban a llegar a la isla dispuestos a disfrutar de playa y sexo, las dos especialidades de la revolución castrista. A la mañana siguiente, Escarrer me confesó que Fidel, con quien había compartido mesa, “tardó un cuarto de hora en serenarse y recuperar la compostura”. No osé preguntar detalles por los epítetos que me dedicó.

Me preocupé más, a pesar del “cordón sanitario” que a partir de mi pregunta a Fidel colocó el régimen en mi derredor, por constatar allí donde pude el ambiente de oprobio, pobreza extrema y falta de libertad en la que una mayoría de cubanos vivía en la isla, señas de identidad o imagen de marca de una ideología que, a lo largo de sus cien años de historia, no ha producido más que miseria y muerte por las cuatro esquinas del planeta, pero que, cosas de la humana naturaleza, algunos listos con aire profesoral todavía pretenden vendernos hoy como mercancía nueva en esta peripatética España del siglo XXI. Que la muerte del tirano caribeño, el 25 de noviembre de 2016, traiga pronto la libertad al pueblo cubano.

Jesús Cacho
Texto y foto: Vozpópuli, 26 de noviembre de 2016.
Leer también: La historia de dos hitos negros de España.

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