lunes, 16 de septiembre de 2024

Tres tigres triplistas

Cuba pulió en la tarde del viernes la expresión más fina y mordaz de su desgracia cuando tres cubanos ocuparon el podio olímpico del triple salto masculino y ninguno representaba a su país. En una lluviosa jornada parisina, lo que frenó un tanto el alcance de los competidores, Jordan Díaz, con marca de 17.86 metros, obtuvo el oro para España; Pedro Pablo Pichardo, con 17.84, la plata para Portugal, y Andy Díaz, con 17.64, el bronce para Italia. Nunca antes en la historia del deporte había ocurrido algo similar. Quizá sea el punto más alto de la solidaridad castrista, una repartición proporcionada de las virtudes de la negritud antillana entre viejos enclaves de la Europa latina.

El atletismo no solo es una práctica por sí misma, sino aquella expresión de fondo que sostiene a las demás. Lo que otros deportes disfrazan con aditamentos, técnicas o reglas puntuales, el atletismo lo entrega de manera inmediata y al mismo tiempo elusiva por su brevedad, una belleza cinética desnuda, el hombre en relación directa con los elementos, el aire y la tierra, la velocidad y la resistencia, la distancia y el tiempo. Remite todavía a una edad prearistotélica, cuando el saber era total y cualquiera podía encargarse al unísono de la astronomía y la retórica, de la matemática y la filosofía.

Salvo el atletismo, los deportes son especificidades modernas con leyes intrincadas. La natación podría comparársele, pero el hombre es un animal terrestre, no tiene nada que hacer en el agua. La atávica extrañeza generada en las piscinas olímpicas por unos cuerpos cuyas espaldas se abren como aletas, y cuyo ritmo anfibio los descuelga por un rato del aburrimiento bípedo, nos devuelve a una edad no ya antigua, sino prehumana. No carece de belleza la natación, pero se trata de un camino evolutivo cerrado. A partir de ahí no cabría imaginar, ni mucho menos podrían darse, las múltiples ramificaciones de una olimpiada o una civilización, como sí ocurrió a través del atletismo.

La razón por la que creo que después de José Raúl Capablanca el más importante atleta cubano de la historia es Javier Sotomayor, más incluso que Mijaín López, es porque Sotomayor es el ser humano que más alto ha llegado nunca por sus propios pies. Eso es ser un poeta. Eso es ser Horacio o Rilke y pararse sin máscaras frente a la verdad del mundo, mientras que ser Mijaín López, cinco veces consecutivas campeón olímpico de la división de 130 kilogramos de la lucha grecorromana, aun cuando la lucha grecorromana sea también la actividad clásica de un cuerpo contra otro, ya implica una excesiva particularidad, un catálogo de delimitaciones que funciona como escudo. Hablo, por supuesto, dentro de las escalas del genio.

El atletismo es la alabanza del ritmo y el ritmo, en palabras de Leopold Senghor, es «la arquitectura del ser, la expresión pura de la fuerza vital». Las melodías son todas más o menos similares. El ritmo, en cambio, es lo único que puede distinguirte, y cada especialidad del atletismo exige la comprensión de un compás propio sobre el que luego cada atleta va a encontrar las notas para su improvisación acústica. Ya en ese escenario, el triple salto habría que tomarlo como una desviación; alguien preguntaba por otra cosa y de repente llegó ahí y se dio cuenta de que se trataba de un hallazgo divertido que valía la pena perfeccionar. Nunca se encuentra lo que se está buscando, nadie que trajo algo de vuelta sabía en realidad con lo que cargaba. La comprensión del objeto nos alcanza después, cuando se le asigna una función.

La triplista española Ana Peleteiro, cuyo entrenador es la leyenda cubana de salto largo Iván Pedroso, dijo hace algunos años en una entrevista: «Me gustaría ir a África, conocer mis orígenes, pero no busco a mi familia biológica. Cuando tenga hijos, quiero poder explicárselos. Siempre supe que era adoptada, pero mis padres no tenían más información y no podían contarme más». El triple salto también puede leerse como una disciplina adoptada, cuyos orígenes están ahí, pero son distantes; algo que se ansía explicar, pero no se sabe cómo; algo de lo que podrían darnos información, pero no mucha. Una técnica tan aparentemente inservible como excepcional, que traza una figura de tres pasos donde cada segmento borra la forma del anterior hasta ejecutar la ceremonia fatal de la caída.

Si quitas el estadio, la afición y la competencia misma, lo que te queda es un baile. El atleta generalmente pide palmas antes de la ejecución, mientras repasa el método aprendido y recuerda lo que va a suceder. Se echa un poco hacia atrás, como si un viento leve lo empujara con la punta de su dedo, y solo entonces emprende una carrera vertiginosa de trece o catorce pasos enfilada ya hacia la curva del descenso. Ahí viene el brinco, el paso y el salto (hop, step and jump), pero no se trata de tres movimientos vulgares, la sucesión monótona del mismo golpe seco.

La secuencia en el aire contiene el patrón, es decir, lo que convierte al triple salto en música. Si el pie del último paso antes del brinco es el izquierdo, el pie con el que se cae es también el izquierdo, hay un paso en el aire, algo que tiene que llegar y no llega, un toque en el vacío. Un orden hueco sería: «izquierda, derecha, izquierda, caída». Parece la marcha de una banda municipal. El orden del triple salto es: «izquierda, izquierda, derecha, caída», y entre izquierda e izquierda, una pausa. Esa posposición genera una clave; el espectador quiere captar el trance y no puede. Los brazos son remos, el cuerpo es ahora ligero y el aire es viscoso, y cada centímetro ganado depende de una sucesión de fórmulas que expresan, por ejemplo, los ángulos de despegue en cada intervalo o cuántas veces soportan las rodillas el peso del cuerpo en los apoyos intermedios.

En la competencia olímpica de París, había una enemistad declarada entre Jordan Díaz y Pedro Pablo Pichardo. Ambos vienen de la escuela cubana de la disciplina, hoy la más prestigiosa del mundo. Allí se prioriza la potencia, y la técnica, que resulta exquisita, se pule con métodos propios a base de quíntuples, dos saltos más de los que la práctica requiere. Su tradición es la soviética, donde se trabajaba la fuerza y el salto elevado, pero es posible que, unida a esa base melódica, haya una razón cultural, la disposición de un sabor que le habría permitido a Cuba desde hace por lo menos 30 años colocar en la élite del triple salto a más atletas que ninguna otra nación, y a veces, en algunas instancias, casi más atletas que todos los demás países juntos. De los ocho finalistas de París, cuatro eran cubanos, dos de ellos verdaderamente excepcionales.

Pichardo no tiene fisuras en ninguna de las fases del ejercicio. Es veloz y estable, ataca fuerte la tabla con su pierna hábil y la distribución de sus tres saltos es pareja. Esto no siempre es así. La venezolana Yulimar Rojas, recordista del mundo del triple femenino, tiene un paso recortado que ni siquiera pudo mejorar bajo la supervisión de Iván Pedroso, pero su salto es único, como si dentro de ese mismo salto hubiese otro. Jordan, a quien también entrena Pedroso (debemos entender que en tales menesteres Pedroso es como una suerte de sacerdote o consejero mayor), cede un tanto en la carrera de impulso, con más amplitud y menos frecuencia, pero lo compensa con un físico envidiable y un brinco superior.

Los tres atletas cubanos, Jordan Díaz, Pedro Pablo Pichardo y Andy Díaz, huyeron de la misma plantación, pero yo prefiero a Pichardo, que es menos espigado y más compacto, y parece rasgar el aire y escurrirse en él. Lo hace con potencia y determinación. También su rostro es jíbaro: el cráneo alargado, los rasgos puntiagudos y en la mirada fija un charco de enojo en el que ahora, derrotado, va a zambullir su frustración. Después de todo, es probable que elija a Pichardo porque su figura fue sacada del molde del ndoki o del chicherekú.

Carlos Manuel Álvarez
Texto y fotomontaje: El Estornudo, 10 de agosto de 2024.

lunes, 9 de septiembre de 2024

Yasmani Acosta, el rostro de Cuba

Desde ayer he visto una suerte de desamparo en la mirada de Yasmani Acosta que traduce la relación con mi país. Ganó todos sus combates de modo muy inteligente, siguiendo al pie de la letra una estrategia trazada a la medida de sus limitaciones y posibilidades como luchador ya de 36 años y, según me cuentan mis amigos expertos, escaso combustible, que suele cansarse más o menos pronto. Arrancaba deliberadamente lento, le marcaban pasividad, aguantaba con maestría en defensa, tomaba iniciativa en la segunda mitad, obtenía un punto y pasaba de ronda por la regla del empate y la última anotación. Era un atleta que caminaba con lo mínimo por una cornisa, a punto de resbalar todo el tiempo, casi como si no quisiera llamar la atención y ganar así una medalla gracias a la distracción de los demás.

No lo estoy menospreciando, por supuesto, es un gran competidor, y escribo estremecido por la orfandad que ha parecido acompañarlo en París. Nunca lo vi eufórico ni desmañado, más bien discretamente retribuido por encontrarse allí. Cuando alcanzó la final, se mantuvo muy sereno. En la transmisión de NBC, por la que sigo las olimpiadas, los relatores gringos leyeron constantemente la historia de Yasmani Acosta desde la narrativa de Netflix.

Acosta tuvo que irse de Cuba para evitar el obstáculo infranqueable de Mijaín López y convertirse en algo más que el sparring del luchador más grande de todos los tiempos. Esa es solo la versión realista del asunto. Acosta llegó a una final olímpica porque tuvo, durante años, la oportunidad de entrenarse con el luchador más grande de todos los tiempos y aprender de él y ser él también. De hecho, durante su trayecto en la olimpiada, Acosta estuvo recibiendo antes de cada pelea los consejos de Mijaín. No es la historia de dos contrarios, es una historia del desprendimiento del uno en el otro, del desgajamiento de un cuerpo común.

En la discusión del oro, Mijaín no se enfrentó a un rival, se enfrentó con su propia enseñanza. La final no fue una pelea y no tuvo emoción. Más bien se acordó que Mijaín no humillara a Acosta ni lo venciera por superioridad. Ambos son amigos, compañeros, y hay detrás de todo ello, para mí, un dolor muy enquistado, no hay verdadera alegría, no hay esperanza. Mijaín clausura una grandeza histórica que incluso a él lo excede. Cuando colocó sus zapatillas en el logo olímpico del colchón, no solo patentizaba su retiro. Para mí, firmó la despedida del movimiento deportivo cubano tal como lo conocimos una vez y por el que tantos aficionados, desde nuestra primera edad, nos dejamos la garganta, las lágrimas y accedimos al éxtasis y la devoción. Lo extendió tanto como pudo. No queda nada más que rescoldos y él es una brasa, la más extraordinaria, un último fulgor.

Veo todo lo que hay alrededor, gente abotargada, un pueblo roto y envilecido diciéndole, así como si nada, 'chivato' y 'esbirro' a Mijaín, un régimen usurero que siempre lo instrumentalizó, tapando con su grandeza el desastre mayúsculo que acaecía alrededor, un chico, Acosta, que ayer, después de tanto tiempo sin poder volver a la isla, después de escaparse hace nueve años de un hotel en Chile a las dos de la madrugada y deambular por Santiago en ascuas, sin pasaporte ni pertenencias personales porque la Seguridad del Estado de la delegación cubana en los Panamericanos retenía los documentos de cada atleta, pensando que vendrían helicópteros por él y que lo devolverían a La Habana y lo enterrarían para siempre en Agramonte, su pueblo de Matanzas.

Después de todo eso, Acosta supo que nadie en su país, salvo su familia, quería que venciera, que iba a escuchar el himno de su país en un podio olímpico y que ese himno no iba a sonar por él, y sabía, además, que era justo que sonara por otro, que él, de muchas maneras, había sido acarreado hasta allí por el campeón más grande y que el campeón más grande merecía llegar adonde más nadie, de ninguna disciplina, ha llegado nunca en 128 años de juegos olímpicos modernos.

Cómo, desde aquí, desde New York, lejos de Cárdenas, el pueblo matancero de la zona cubana en la que Lydia Cabrera creía se encontraban los dioses africanos más cerca de los hombres, accesibles y a plena luz, no va a representarme Acosta, y cómo no voy a reconocerme en ese círculo de plata o en su extravío. Quien ha visto deportes durante toda su vida desarrolla con el tiempo una suerte de extraña compasión, como si descubriéramos por fin de qué trata la competencia. La victoria es escasísima y en el fondo de ella hay algo tal vez no mezquino, pero sí muy poco elegante.

Al entender esto, cada vez que ha ganado alguien que yo quería que ganara, he mirado al inminente perdedor y he querido que ganase él. Es raro, solo lo he querido por ese instante, el instante del fin. He querido que le entreguen algo que ya no va a obtener y ese destello, esa breve constatación de la incompletitud, es lo que yo creo que es la tristeza.

En el reverso de la felicitación a Mijaín, que también la extiendo, y también lo canto y lo celebro, hoy Yasmani Acosta es Cuba para mí. Un hombre cuya vida puede acoger la derrota de los demás, y la derrota tuya en particular; es un hombre que uno tiene el deber de padecer.

Carlos Manuel Álvarez
Texto y foto: El Estornudo, 7 de agosto de 2024.

lunes, 2 de septiembre de 2024

París 2024, el peor desempeño del deporte cubano

En la tarde del viernes 26 de julio, mientras Celine Dion interpretaba el Himno al amor, de la inigualable Edith Piaf, que dejaban inaugurados los XXXIII Juegos Olímpicos en París, Giraldo, 37 años, residente en Imías, uno de los diez municipios de la provincia de Guantánamo, a 1,200 kilómetros al este de La Habana, preparaba una caldosa en un descampado contiguo a su ruinoso bohío de tablas carcomidas y techo de hojalatas.

Un apagón le impidió a Giraldo ver el desfile por el río Sena de las delegaciones participantes. Sus dos hijos, de 11 y 14 años, estaban pescando en el río. Yesenia, la esposa, con un cuchillo sin cabo pelaba una yuca, dos plátanos burros verdes y un boniato. “Si los muchachos pescan algo, acompañamos la caldosa con pescado. Si no, acompañamos las viandas hervidas con un pedazo de pan y refresco instantáneo. Cuando hay apagón, el deporte y las novelas las escuchamos por radio”, dice Giraldo y muestra un aparato que se puede recargar al sol o funciona girando con fuerza una manivela negra.

Ese radio, un viejo televisor de tubos catódicos, una olla arrocera y un refrigerador son los bienes más valiosos de la familia. “El televisor me lo dieron como premio en una zafra azucarera. La arrocera y el refrigerador lo compramos a plazos en 2006, durante la 'revolución energética' de Fidel. En el campo la vida siempre ha sido muy dura. La gente emigra pa’La Habana e incluso pa’Haiti, a unos 80 kilómetros de aquí”, dice Giraldo.

Y cuenta que él y su familia siempre fueron pobres. “Pero nunca nos faltaba carne de cerdo, viandas y frutas. Ahora parece que la maldición de Díaz-Canel ha contagiado al país. Las vacas, debido al hambre, no dan ni leche. Y la tierra por falta de abonos y regadíos apenas produce. Trabajé en una cooperativa de créditos y servicios, pero me pagaban 4 mil pesos mensuales que no me alcanzaban. Por eso estoy de jornalero en fincas particulares”.

Jugar dominó, beber ron peleón y ver deportes son las aficiones de Giraldo. “Mi pasión es la pelota, el boxeo y el baloncesto. Guantánamo es cuna de muy buenos boxeadores como Félix Savón, tricampeón olímpico y seis veces titular del mundo (detenido en 2018, acusado de violar a un menor de edad) y Yuriorkis Gamboa, actualmente residiendo en Estados Unidos”, señala Giraldo.

A 550 kilómetros de Imías, en el municipio Ciro Redondo, provincia Ciego de Ávila, Alfredo, 29 años, lanzó improperios contra Díaz-Canel cuando cortaron la electricidad en medio de la transmisión del encuentro de baloncesto entre el Dream Team USA y Serbia. “Es una mariconá tras otra. Hasta cuándo los cubanos vamos a soportar a esta pila de singaos”, comenta irritado.

Como los apagones suelen durar entre seis y ocho horas, Alfredo se sentó en el portal de su casa e intentó conversar por WhatsApp con un primo que vive en Hialeah. Pero la baja cobertura se lo impidió. “Después que se va la luz, se pierde la señal y no te puedes conectar por datos a internet. La batería de las antenas que propagan la señal pierde la carga. La única opción recreativa que tenemos en los pueblos del interior es hacer planes para emigrar o salir a robar cosechas o matar vacas, vender la carne y ganar un poco de dinero”.

Ver competiciones deportivas de primer nivel le permite a muchos cubanos, hombres y mujeres, escapar de la precariedad de la vida en Cuba debido a la pésima gestión por parte del régimen de los servicios básicos y la falta de alimentos que los condena a comer una vez al día.

El avileño Alfredo es un furibundo hincha del Real Madrid. Del 'Paquete', un compendio audiovisual que clandestinamente circula por todo el país, copia también juegos de la MLB, NBA y NFL. “Me gustan casi todos los deportes. Si no hay apagón, puedo estar sentado frente al televisor doce o trece horas. No me pierdo los juegos del Real Madrid, el mejor club de fútbol de la historia. A veces, varios amigos nos vamos a un bar o una paladar y vemos los partidos en una gran pantalla. El fútbol te permite olvidar que no tienes comida ni dinero en la cartera. Ya no veo la pelota cubana, por su baja calidad. En los campeonatos mundiales y las olimpíadas, rezo para que pierdan los que compiten por Cuba. No tengo nada contra los deportistas cubanos, excepto Mijaín López y Julio César La Cruz que son dos chivatones. Mijain es un abusador. En los Juegos Panamericanos de Chile le dio una galleta a un muchacho por gritar Patria y Vida. Excelente deportista, pero muy mala persona”.

Un segmento amplio de cubanos coincide con Alfredo. Quieren que sus compatriotas pierdan o tengan malos resultados porque consideran que es una forma de desprestigiar a la dictadura. Igual que en el resto de los antiguos países comunistas en Europa del Este, el deporte en Cuba es utilizado por el régimen verde olivo como propaganda, para intentar demostrar la supuesta superioridad del modelo marxista frente al ‘capitalismo salvaje’ de Estados Unidos y Europa occidental.

Para el castrismo, los escenarios olímpicos eran un frente de batalla. Ubicarse entre las diez primeras naciones del mundo, un recibimiento popular a los deportistas que ganaban medallas de oro y un encuentro con el 'comandante en jefe' en el Palacio de la Revolución, servía para que Fidel Castro alardeara de que Cuba, por su per cápita de habitantes, tenía mayor nivel que Estados Unidos, Canadá o Alemania.

Mientras el régimen recibió millonarios subsidios del Kremlin, financió al deporte en la Isla. Los equipos de béisbol de la Serie Nacional se conformaban en las sedes provinciales del partido comunista. Cuando las selecciones se alistaban para competir en juegos centroamericanos, panamericanos, olímpicos, campeonatos mundiales o clásicos de béisbol, Castro llegaba en su Mercedes Benz blindado a seguir cada detalle de la preparación y a dar orientaciones a los entrenadores sobre qué estrategia seguir.

El deporte era una vitrina sagrada como la salud pública y la educación. Se crearon escuelas deportivas donde las futuras estrellas ingresaban a partir de los 12 años. Cuando un deportista cubano ganaba una medalla en un evento importante, era una muletilla decir ante las cámaras de televisión que “la victoria se la dedicaba al comandante” o que “gracias a la revolución era un deportista de éxito”.

Durante años, el Estado se apropió de los premios en metálico entregados a los deportistas. La narrativa oficial decía que ese dinero serviría para sufragar gastos en la salud y reparar campos deportivos. Con la caída del Muro del Berlín, en noviembre de 1989, comenzaron las fugas de atletas de calibre. Los primeros en saltar la cerca fueron los peloteros. Luego se sumaron deportistas de otras disciplinas. Del manicomio ideológico lo mismo huía una joven promesa que una consagrada como la discobola Yaima Pérez o el campeón olímpico en kayak Fernando Dayán Jorge.

Los primeros Juegos Olímpicos después de la llegada al poder de Fidel Castro y sus barbudos, se celebraron en 1960 en Roma, asistieron 12 deportistas cubanos y no obtuvieron ninguna medalla. A Tokio 1964 viajaron 27 atletas y solo Enrique Figuerola, obtuvo una medalla, de plata. En México 1968, Cuba obtendría 4 medallas de plata. En Münich 1972, Cuba ocupó el puesto 14 y a partir de esa olimpiada, siempre estuvo entre los primeros veinte países . En Montreal 1976 se situó en el octavo puesto, con 13 medallas, y de las 6 de oro, dos se las colgó Alberto Juantorena. Cuba no asistió a Los Angeles 1984, porque se sumó a la Unión Soviética y el bloque socialista europeo, que decidieron no asistir por el boicot que Estados Unidos hizo a las olimpiadas comunistas celebradas en Moscú 1980, donde la isla obtuvo el cuarto puesto, detrás de la URSS, la RDA y Bulgaria. Tampoco Cuba participó en Seúl 1988, pues junto con Nicaragua y Etiopía se solidarizó con el dictador de Corea del Norte.

Pero la mejor actuación de Cuba fue en Barcelona 1992: los 176 deportistas participantes consiguieron el quinto lugar, con 14 medallas de oro, 6 de plata y 11 de bronce, 31 en total. En Atlanta 1996 (25), Sidney 2000 (29), Atenas 2004 (27) y Beijing 2008, que a pesar de las 30 preseas obtenidas, marcó el inicio del retroceso, que no se notó porque los deportes de combate (boxeo, judo y lucha) maquillaban el desastre.

En Londres 2012, doce atletas cubanos subieron al podio; once lo hicieron en Rio de Janeiro (2016) y quince en Tokio 2020. Lo ocurrido en París 2024 ha sido la debacle. Cuba ocupó el lugar 32 con solo dos medallas de oro, una de plata y seis de bronce, 9 en total. La peor actuación en décadas. Con la particularidad, de que los 21 atletas cubanos que compitieron por las banderas de los países donde residen, conquistaron 9 medallas, la misma cantidad que obtuvieron los 61 deportistas de la delegación oficial de Cuba.

Duele saber que muchas de las viejas glorias deportivas viven hoy en la indigencia. Varios atletas olímpicos han tenido que vender sus medallas para sobrevivir en las duras condiciones del socialismo implantado por Fidel Castro en abril de 1961. Los ex voleibolistas Abel Sarmiento y Mercedes Pomares murieron pobres y en el olvido. Cada año emigran decenas de deportistas de alto rendimiento.

En los recién finalizados Juegos Olímpicos, tres cubanos que en triple salto compitieron por España, Portugal e Italia ganaron oro, plata y bronce. Lázaro Martínez, quien compitió por Cuba, obtuvo el octavo lugar. Una muestra de la realidad: de la Isla se han ido -y seguirán yéndose- los mejores talentos, entrenadores incluidos, en todos los deportes. Lo que queda es el fondo del saco. De no producirse un cambio en el país en los próximos cuatro años, la actuación de los deportistas de Cuba en Los Angeles 2028 pudiera ser aún peor que la de París 2024.

Iván García
Foto tomada de El Toque.