El pasado 24 de febrero, Raúl Castro cumplió diez años al frente del Estado cubano (antes fue líder interino desde que Fidel Castro se retiró por motivos de salud en el verano de 2006.)
Si todo sale como está previsto, Raúl dejará la presidencia de Cuba el 19 abril de 2018, a sus 86 años de edad. Y dejará inconcluso su intento de instalar un “socialismo próspero y sostenible”. Y la era post-Castro está a la vuelta de la esquina. En este comentario hago una breve valoración de largo plazo, para ubicar a la era raulista dentro de la larga epopeya que se inició con el triunfo de Stalin en la URSS.
El revolucionario León Trotsky, en sus últimos años de vida, definió a la Unión Soviética bajo Stalin como un “totalitarismo”. Trotsky, a su vez, había tomado este concepto de otro exiliado bolchevique, Victor Serge, quien resumió bien el origen de la degeneración estalinista. Por un lado, decía Serge, era cierto que la férrea dictadura del partido bolchevique durante la guerra civil “contenía las semillas del estalinismo”, pero también, insistía, el bolchevismo y la revolución “contenían otras semillas, sobre todo las de una nueva democracia”. El régimen de Stalin fue la victoria de unas semillas sobre las otras; la suya, fue una contrarrevolución que triunfó sobre personajes como Trotsky y Serge.
El totalitarismo de Stalin se impuso a través de un canibalismo político que requirió del derramamiento de litros y litros de sangre. En contraste, los nuevos Estados que se sumaron al bloque socialista después de la Segunda Guerra Mundial nacieron totalitarios; en ellos no hubo necesidad de un baño de sangre entre comunistas en pro de normalizar el estado de excepción (en tiempos de paz) y comunistas partidarios de retomar la ruta de consolidación de una nueva democracia. Los nuevos Estados socialistas, alineados a Moscú de un modo u otro, simplemente replicaron en sus países el molde estalinista. Cuba, por supuesto, fue uno de estos estados.
A diferencia de las otras revoluciones comunistas, en Cuba el Partido Comunista no fue el productor de la revolución, sino un producto de esta. El PCC tuvo su primer Congreso en 1975, a pesar de haber sido fundado en 1965 (seis años después de la revolución). Hasta ese momento (y en parte, también después) el bastión del poder político recaía en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), cuyo origen era el Ejército Rebelde, la guerrilla de Fidel Castro que derrocó a Fulgencio Batista. De ahí que el título que Fidel Castro ostentara en primer lugar fuera su rol de Comandante en Jefe, no el título de Secretario General del Partido, como Stalin, por ejemplo. En Cuba, el ejército no fue el brazo armado del partido; más bien, el partido ha sido el brazo político de las fuerzas armadas.
Como otras revoluciones comunistas autóctonas -por ejemplo, Yugoslavia, Vietnam o China-, Cuba no era un simple títere de Moscú. El comunismo cubano, sin embargo, surge en la misma década en que se profundiza la ruptura entre China y la Unión Soviética. La dirección cubana, frente a esta disyuntiva, decide sumar su joven revolución al campo soviético. Cuba no perdería su autonomía, del mismo modo que Israel nunca la ha perdido frente a Washington. Cuba incluso llegaría a imponer políticas a Moscú, como su involucramiento en la guerra de Angola, donde las FAR enviarían tropas contra del ejército del apartheid sudafricano.
Al grano: el colapso de la Unión Soviética no implicaba el colapso de Cuba socialista. Al igual que Corea del Norte, China y Vietnam, Cuba sobrevivió. Claro que hay modos de sobrevivir. No es lo mismo mantener un régimen de raíz soviética desde la prosperidad, como en China o Vietnam, que mantenerlo desde la escasez, como en Cuba o Corea del Norte.
En medio de la dura crisis económica de los años 90, Raúl Castro aprendió a amar a los chinos. Su añeja militancia estalinista sería aderezada en esos años por una admiración de la vía china. A principios de 1998, Raúl pasó varias semanas en China estudiando las reformas iniciadas por Deng Xiaoping. El revisionismo raulista, hay que admitir, era más producto de la necesidad que de la ideología. “Son más importantes los frijoles que los cañones”, ha dicho.
Los 90 fueron años duros en Cuba. Pero Fidel Castro seguía teniendo la última palabra. A diferencia de su hermano, Fidel adoptó la relajación de la Economía Centralmente Planificada (ECP) con enojo. Los microempresarios que surgieron en Cuba después del colapso soviético -los llamados cuentapropistas- serían considerados un mal necesario, una peste que había que soportar (y eliminar cuando vinieran tiempos mejores). Esto cambiaría con la presidencia de Raúl Castro y sus reformas: ahora las “formas no estatales de la economía” son consideradas legítimas, socias de la “empresa estatal socialista”, que sigue siendo la “forma principal de la economía nacional”. Cuba está interpretando, a su modo, el socialismo de mercado.
Con Raúl, Cuba se ha asemejado a China en su relajamiento de la ECP. Pero se distancia de la vía china en la intensidad de dicho relajamiento. Mientras los dirigentes chinos han admitido un resurgimiento de la burguesía -en términos marxistas, de la propiedad privada sobre los medios de producción-, en Cuba ése sigue siendo el límite de las reformas. Una cosa es que haya capital extranjero en la Isla (también lo hubo en la URSS de Lenin); otra, muy distinta, que se legalice el desarrollo de una burguesía nacional. Raúl Castro hizo la revolución en contra de esa clase social y él no la quiere volver a parir.
El problema es otro: en la ausencia de democracia en Cuba, ¿qué garantiza que un Gobierno posCastro rechace la restauración capitalista? Nada. Y cuando el capitalismo se ha restaurado en los países del ex bloque socialista, lo ha hecho como lo hizo el capitalismo en sus orígenes: mediante el despojo, al modo de la “acumulación originaria” ilustrada por Marx. En el ex bloque socialista, la nueva burguesía ha surgido de las filas de la alta burocracia estalinista, que se adueñó de bienes estatales.
Trotsky anticipaba, en La revolución traicionada, que la URSS de Stalin era inestable: o bien la burocracia restauraba el capitalismo o los trabajadores restauraban la democracia socialista. Lo que no anticipaba es que esta disyuntiva podía quedar en suspenso varias décadas. El totalitarismo es efímero -a menos que, como en Corea del Norte, se institucionalice a un semidios-, y tiende a relajarse para obtener un grado de anuencia de la población: este es el punto de partida de un régimen postotalitario. El conjunto de instituciones gobernantes (o sistema político) es el mismo, pero se articulan de otro modo: es otro régimen.
El postotalitarismo cubano se distingue por haber emprendido su maduración bajo la conducción de un fundador del Estado estalinista, Raúl Castro. (En un capítulo de este libro colectivo, he explicado ese proceso de maduración).
Raúl pronto dejará la presidencia de la república de Cuba, pero se mantendrá como Secretario General del PCC, al menos hasta su siguiente Congreso en 2021. Desde ese puesto, el último estalinista buscará lo imposible: eternizar, mediante reforma constitucional, su régimen. Si Stalin fue un dictador crudo -talentoso en la intriga, miope en el largo plazo-, Raúl es su discípulo ilustrado. Pero con un defecto: el de creerse el Leonardo da Vinci del estadismo soviético, el que logrará la forma perfecta del arte inaugurado por Stalin. Pero el mérito de Leonardo fue hacer más bello a un arte bello. No se puede hacer lo mismo con lo horripilante. Eso es magia.
Ramón I. Centeno
El Barrio Antiguo, 21 de febrero de 2018.Foto de Raúl Castro realizada en 2013 por Enrique de la Osa para Reuters. Tomada de Toronto Star.
Leer también: Raúl Castro, la culpa asumida y la justicia inmóvil.
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