Felipe González y el rey Juan Carlos trataron de convencer a Fidel Castro, en 1995, de las ventajas de que él mismo liderase en Cuba una transición política similar a la española. Estaban en Bariloche, sede de la V Cumbre Iberoamericana. Castro escuchó con paciencia. Al terminar, respondió: “Todo eso que me cuentan está muy bien, pero la transición empezó tras la muerte de Franco y yo estoy vivo”.
Fidel Castro murió el 25 de noviembre del 2016. Siete años y medio antes se había apartado del poder, tanto del Ejecutivo como en el partido, cediendo el testigo a su hermano Raúl. Conservó la autoridad moral que ejerció con cautela. Era el inicio del proceso de una transición política que promete ser larga.
El periodista español Enrique Meneses decía que Fidel era el soñador y Raúl, el que resolvía problemas concretos. Les conocía bien pues estuvo con ellos en los primeros tiempos de Sierra Maestra. Se repite la receta: de Fidel a Raúl, de Raúl a Miguel Díaz-Canel, a la generación que no hizo la revolución.
El nuevo presidente no se entregará a aventuras políticas. Primero porque no puede, solo es una pieza de un engranaje que incluye al Ejército. Y en segundo lugar porque no le conviene. En la mente de todos está el derrumbamiento de los regímenes comunistas de Europa del Este en 1989, y de la URSS en 1991 después de que Gorbachov intentara una revolución encaramado en un castillo de naipes.
El otro modelo es China, que ha liberalizado poco a poco la economía sin perder el control político. Ese segundo modelo, que sería también el de Vietnam, es el que desea el Partido Comunista de Cuba.
Díaz-Canel ha marcado la ruta de su mandato con dos frases: “Raúl encabezará las decisiones de mayor trascendencia” (desde la dirección del partido) y “seremos fieles al legado de Fidel Castro, líder histórico de la Revolución”. Esto no deja de ser una declaración. Lo importante se verá en los próximos meses.
La omnipresencia de un enemigo exterior ha creado un espíritu de resistencia patriótica, pero no sabemos cuál es el grado de hartazgo de la población.
Será difícil una hecatombe súbita como en la URSS porque la revolución, pese a sus fracasos (¿dónde están la libertad y la democracia prometidas en el manifiesto de Sierra Maestra?), ha tenido éxitos en la educación (99,8% de alfabetos), en la cultura (250 museos; 11 millones de habitantes) y en la sanidad (mayor ratio del mundo de médicos por pacientes: 1 por cada 155 frente al 1 por 396 de Estados Unidos). No hay desnutrición infantil, ni pandillas de matones como en El Salvador, Honduras o Guatemala.
Cuba es algo emocional para las izquierdas y visceral para las derechas. Tuvo un líder carismático en una época difícil. La ceguera política de Eisenhower en un mundo dominado por los códigos de la Guerra Fría lo acabó empujando al campo soviético. Fidel se convirtió en un piedra en el zapato para 10 presidentes estadounidenses. Esa lucha contra lo que llamó imperialismo consolidó su estatus en el continente.
Cuba fue un ejemplo para las revoluciones latinoamericanas. El embargo que, sin duda, hizo daño y reforzó su dependencia de la URSS, es otro error: ha dado argumentos a un sistema que no funciona.
Las revoluciones duran poco, a veces horas, otras meses o años. Tienden a calzarse los mismos zapatos. La cubana ha sido una de las más longevas, quizá duró toda la década de los 60, al menos hasta el 1967, año de la muerte del Che. Después sustituyó la utopía por el 'merchandising' revolucionario, que en su caso es imbatible: la fotografía de Korda, los eslóganes, la música. Debajo de la iconografía habita un régimen que tiene presos políticos, que castiga cualquier disidencia.
Cuba no lo tuvo fácil desde el triunfo de la revolución el 1 de enero de 1959. La CIA apoyó una chapuza de invasión en abril de 1961 en Bahía Cochinos y la URSS se puso a jugar al póker con John Kennedy en la crisis de los misiles en octubre de 1962. No se han llevado bien Estados Unidos y los Castro. El mismo Fidel sufrió más de 600 intentos de asesinato. Al menos eso dice la mitología que rodea al personaje. Tres opciones: sus servicios de contraespionaje eran excelentes, sus enemigos, unos chapuzas, o ambas.
La presencia de Trump al otro lado puede darles gasolina ideológica para resistir un poco más en espera de mejores tiempos, de otro presidente. Pasó la oportunidad de Obama. Raúl y Díaz-Canel deben saber que la única salida es una apertura económica y política. La clave es quién marca el ritmo. Si Venezuela dejara de mandar petróleo, el ritmo lo marcará la realidad. O tal vez Putin.
Ramón Lobo
El Periódico, 21 de abril de 2018.Foto: Trump y Díaz-Canel. Montaje tomado de Infobae.
Leer también: El hombre en la encrucijada.
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