lunes, 15 de junio de 2020

Cuaderno de travesía (I)



Algo fuera de lugar, o más bien, algo que sacó definitivamente de sus estancos la vida en Cuba tuvo lugar en abril y mayo de 1980. Los hechos ocurrieron lejos, en La Habana, pero las sacudidas alcanzaron de un extremo a otro de la isla.

En el interior del país -como si se tratara de muchos países contenidos en uno- las noticias de lo que ocurre en la capital llega con retraso mediante un viajero de absoluta confianza, o de terceras personas que las comentan con alguien cercano. Tal vez por ello el provinciano desarrolla un tercer oído ubicuo y siempre alerta. Si además de vivirse en la provincia se vive en un pueblo -o entre el pueblo y la ciudad- uno puede llegar a desarrollar una percepción epidérmica casi como de radar.

Yo vivía entonces entre Camagüey y Vertientes. Además de un central azucarero con el cual a veces se le confunde, Vertientes fue un pueblo adyacente al central y durante años constituyó un apéndice municipal de la ciudad camagüeyana. En los momentos de ocurrir los hechos de la Embajada de Perú en La Habana, enseñaba español y otras materias relacionadas, en el Instituto Superior Educacional, a la vez que fungía -y fingía- como jefe de departamento de dicha cátedra. Era bien considerado entre mis estudiantes. A causa de este vínculo, y en parte gracias a él, había conseguido matricular una carrera -la de pedagogía, naturalmente- luego de circunvalar durante mucho tiempo enormes obstáculos para acceder a la enseñanza universitaria.

Cursaba el cuarto año en la Facultad de Pedagogía, cuando tuvieron lugar los hechos de la Embajada del Perú y el puerto del Mariel. Alguien llegado de la capital, el mismo día de los sucesos anunciados por la prensa, me había comentado que algo grande estaba ocurriendo allá, que se rumoreaba un éxodo masivo inexplicable hacia la Embajada del Perú, pero la persona pensaba que se trataba de un operativo para atrapar a gente descontenta, por lo cual no se había arriesgado.

Simulé no darle mucha importancia al asunto, e incluso mostrarme consternado con las noticias, pero internamente me decía que había que informarse bien de lo que pasaba, y aguardar. Una tensa calma -una sensación de vacío en la que esperábamos tal vez una orientación específica de quienes siempre nos lo habían orientado todo para cada hora-, se adueñó del país. En La Habana la situación parece que fuera otra, pero de ello no estoy en condiciones de hablar en primera persona.

Luego se ha sabido que las autoridades llegaron a bloquear o a controlar las salidas de personas y autobuses desde las provincias, con destino a la capital, a fin de canalizar el éxodo procedente del interior de la isla. Pero debo admitir que una premonición, o lo que fuera, me persuadió de no intentar siquiera explorar el campo mediante una visita relámpago a la capital.

¿Qué explicación convincente hubiera podido ofrecer en el Instituto donde trabajaba, para ausentarme sin despertar sospechas? ¡Ah! ¿Y si me hubieran preguntado en la estación de ómnibus, qué justificación tenía para hacer un viaje a La Habana en esos precisos momentos? ¿Qué habría podido responder? A la espera de algo impreciso estaba cuando comenzaron a tener lugar los actos de repudio orquestados por el gobierno.

La señal para tal movilización de masas la dieron un editorial del diario Granma, del que no casualmente se hizo eco inmediato el obligado Noticiero ICAIC, a cargo del documentalista Santiago Álvarez: “Ahora entrará en acción el pueblo”.¿Cómo era posible? ¡Claro que en ningún caso uno se pensaba parte de aquella escoria social que se presentaba a los ojos del país y del mundo en las imágenes televisivas, fílmicas o gráficas!

A un homosexual connotado -como rezaría su ficha policial- de la ciudad de Camagüey, quien hallándose ya en el campamento habilitado por la policía para concentrar a “la escoria”, en las afueras de la ciudad, se negaba a marcharse del país protestando porque debía tratarse de un error, porque él tendría esa desgracia -todo el mundo lo sabía, no pretendía ocultarlo- pero había sido una persona cumplidora y respetuosa, que nunca se había metido en problemas de ninguna clase. Siempre se había ocupado de su mamá y ahora no podía dejarla sola y desamparada. La solución que le ofrecieron fue que su mamá lo acompañara en ese viaje a Estados Unidos.

Para ese entonces me hallaba dentro del mismo campamento, y había presenciado más de una o dos cosas, pero mirando atrás, recuerdo que antes de pasar yo mismo por tal situación, pensaba que aquello no les ocurría a todos los que decidían irse, sino sólo a aquellos que debían ser por su extracción social, delincuentes y gente de “mala vida”. No era por lo general hasta el momento mismo de ponerle una cara concreta a la noticia de que alguien había sido repudiado públicamente por manifestar su deseo de irse del país, que uno podía reflexionar, tal vez, en lo que aquello significaba verdaderamente. Por otra parte, hasta entonces no me había visto obligado o presionado a tomar parte de ninguno de aquellos actos de repudio, y de algún modo iba escapando.

El primer acto de esta naturaleza que presencié por puro azar ocurrió en la ciudad de Camagüey. Me hallaba en la oficina central de correos, situada en los aledaños de la llamada Plaza de los Trabajadores. Primero, a la distancia, se oyeron voces de niños que entonaban algún “chia” revolucionario. Se trataba de una o más escuelas a las que guiaban sus maestros en una especie de procesión infernal. Pronto pudieron distinguirse con claridad las voces y los cantos.

El objeto de su persecución lo constituía una señora de mediana edad y magra de carnes, a quien venían siguiendo desde hacía varias cuadras, la mujer acosada hasta hacía sólo pocas horas según se dijo, era la directora de una de tales escuelas. Lo singular de aquella manifestación era el paso con que marchaba, luego cobrarían un ritmo de conga carnavalesca. Aunque las consignas y gritos que se proferían contra la mujer eran soeces o procuraban serlo, había algo cansino como del golpe de una aguja sobre el disco rayado.

He llegado a pensar que en la rutina misma del crimen organizado, calculado hasta el mínimo detalle y practicado durante años, la maquinaria represiva del estado había entrado en una especie de sonambulismo institucional, muy distinto de aquella fase explosiva de los primeros tiempos del “Proceso”, cuando el propio Ernesto Guevara llegó a pronunciarse hipócritamente contra el “terror rojo”, en un discurso por entonces secreto antes los oficiales del Ministerio del Interior. Sí, dicha maquinaria estaba necesitada nuevamente de fogueo. La “institucionalización” de la violencia revolucionaria plantea inconvenientes de esta índole, pero el “espíritu de superación” de los revolucionarios acaba por crecerse precisamente ante tales dificultades, y las supera.

Algunos de los que esperaban su turno en la cola del correos, se sumaron con entusiasmo al acto de repudio atraídos por la diversión que les proporcionaba inesperadamente, y se alejaron calle abajo. Los demás permanecíamos envueltos en un penoso y reconcentrado silencio. Mientras estas cosas tenían lugar, uno de mis mejores amigos de entonces, vino a verme a la casa que yo compartía con mis padres. Tenía una proposición que hacerme, y aunque consiguió maquillarla y dilatarla a fin de sondear mis posibles reacciones, al cabo la formuló. Me propuso irnos juntos del país.

Aquéllos que no tenían un pariente en el extranjero -concretamente en Estados Unidos- que pudiera pagar un barco u otra embarcación para sacarlo de Cuba, sólo podían intentarlo mediante la fórmula promovida y aceptada por las autoridades cubanas de presentarse a cualquier sede policial y declararse “escoria social”. Las aflicciones de este mal abarcaban una amplia gama de elementos: Testigos de Jehová y personas de cualquier persuasión religiosa, homosexuales y descontentos de cualquier otra latitud ideológica; a los que las autoridades mezclaron con delincuentes, incluidos criminales, en su afán de construir una imagen denigrante de la emigración cubana.

Un conjunto de circunstancias -entre ellas las mismas dudas suscitadas por la propuesta de mi amigo, y las consecuencias que seguramente se derivarían de dar un paso en tal sentido- abortaron aquel sueño antes de que entre nosotros se esbozara cualquier plan concreto. El arbitrio del miedo y la desconfianza acendrados en el espíritu machacado triunfó sin dudas en esta oportunidad.

No sé si me había resignado ya a renunciar a la posibilidad de intentar irme de Cuba, cuando los hechos, inopinadamente, me colocaron de un modo providencial en capacidad de realizar mis más íntimos deseos de ser libre. Pocos días después de la propuesta de mi amigo, una amiga y colega a la que me unían lazos muy profundos, y a la que había visto taciturna y sentido distante, me informó de su decisión de “abandonar Cuba” para reunirse con sus padres y familiares en Miami.

Algo más de trece años tenía ella cuando, sus padres habían tramitado y conseguido finalmente la salida del país por la vía legal. Más tarde, las autorizaciones para salir fueron suspendidas y las salidas cerradas por las autoridades cubanas de manera terminante. Para nosotros también había caído definitivamente el telón de acero. En aquel momento crucial, la adolescente había decidido, unilateralmente, no acompañar a sus padres, y las autoridades -haciendo ver el gesto de la niña como una actitud de madurez e integridad revolucionaria- la autorizaron a permanecer en el país sin su familia.

En premio a su actitud, la muchacha gozó por un tiempo de cierto mimo y se le otorgó el carné de militante de la Unión de Jóvenes Comunistas cuando aún no estaba en edad de ser admitida a la organización según los estatutos de la misma. Aquel “mérito”, andando el tiempo, pesó lo suyo al concedérsele -también antes de haber arribado a la edad para ello- el carné de militante del Partido. Había, sin embargo una decencia profunda en la persona, a no dudarlo inculcada o alimentada por la educación familiar, que la llevó a mantener en secreto una correspondencia bastante asidua con los suyos, pese a la prohibición terminante en tal sentido, de parte del Partido y sus organizaciones.

Con los años, la madurez emocional y política adquirida y la experiencia de vida, acabaron por deshacer cualquier espejismo o presunto idealismo que hubiese albergado respecto al “Proceso”. Alguna vez (cuando el tiempo de hacer confesiones ya había llegado para nuestra amistad) me dejó entrever su profunda desolación y su desencanto. Pero aún entonces quiso aferrarse -ambos solíamos hacerlo- a sus racionalizaciones un tanto irónicas.

De haber acompañado a sus padres, llegó a decirme, según recuerdo claramente, a lo mejor se habría hallado en Miami o Nueva York, queriendo saber qué cosa era Cuba, según les ocurría a tantos otros. ¡Ahí estaban! ¿No los veía yo? Los muchachos de “Areíto” y de la “Brigada Antonio Maceo”, tan despistados y “seguramente” bien intencionados.

-¿Te imaginas cómo sería yo de Maceíta?, me espetó a boca de jarro, y ambos nos reímos de la ocurrencia. ¡Insoportable! ¿No?

Esta vez, mi amiga me anunciaba que había hablado por teléfono con sus padres en Miami, y que sus familiares habían resuelto venir a buscarla. Su hermano Eduardo ya tenía la embarcación y el dinero para pagar a alguien con experiencia en cosas de mar. Ella se había informado de todo lo requerido, y sería cosa de presentar la renuncia a su trabajo y de nada más.

En vano le aconsejé no hacer tal cosa. Presentarse en el trabajo con el anuncio de que “renunciaba” era una locura. Además, de cualquier modo que se viera, ella no renunciaba, sino que “era separada automáticamente de su trabajo”. Lo mejor que hacía era irse para La Habana y tratar de comunicarse desde allá con su hermano, lo que a fin de cuentas se vería obligada a hacer. Pero a estos argumentos opuso ella que en su caso no pensaba marcharse como “escoria”, sino con el consentimiento de las autoridades y de manera “legal”.

Sus papeles ya estaban en regla, actualizados según se le requería, y debidamente pagados. Las autoridades de Inmigración no le habían causado el menor problema al ser llamada a sus oficinas. Quise alegrarme por ella, creer en la racionalidad de semejante razonamiento, pero un sexto sentido me advertía de que las cosas no podían desarrollarse según ninguna lógica conocida. El suyo, fue el segundo acto de repudio que presencié.

Para entonces, ya la maquinaria represiva había entrado en movimiento. Calibrada, y sometida a respiros de cuando en cuando, ya contaba con su cuota de muertos y lesionados a lo largo y ancho del país. En uno de sus discursos “orientadores”, Castro había advertido finalmente contra la posibilidad de “dar mártires a la contrarrevolución”, por lo que el Estado y las autoridades animaban ahora a ejercer contra los que se iban cualquier tipo de violencia, menos la de darles muerte en la vía pública. La prohibición, que no era tal, sino un intento de descalificación anterior al crimen, condicionaba la violencia poniéndola por entero en las manos del Estado.

Mi amiga había acudido personalmente a presentar su carta de renuncia, y la estaban despidiendo con un acto de repudio previamente organizado por colegas, compañeros y estudiantes. Yo acababa de impartir una conferencia a un grupo de estudiantes de pedagogía, cuando se presentó un estudiante con la encomienda de sumarnos todos de inmediato a un acto de repudio que estaba teniendo lugar contra alguna profesora. No consigo precisar todas las cosas que pasaron entre este momento específico y aquel en el que me hallé entre los manifestantes, temiendo por mi propia vida. Lo que no he conseguido olvidar es ese otro momento en que, sin saber cómo, pasé a hallarme al lado de ella, en medio de un coro vociferante. Creo haber dicho en alta voz, o intentado razonar con la turba algo relacionado con aquello de que “el socialismo se construía voluntariamente”, según lo expresado por “el Máximo Líder” en su discurso.

Todo sigue sucediendo tan rápidamente aún en el acto de recordar, que no sé de fijo cómo fue que pasó lo que pasó. La turba nos fue empujando hacia la carretera, mientras nos arrojaba cualquier objeto -recuerdo particularmente unos despreciables centavos de calamina- huevos y tomates apolismados (acumulados indudablemente con este propósito) y nos gritaban más que consignas, insultos impropios de aquel lugar que representaba la más alta educación y cultura del país.

Unas veces nos acompañaban por la interminable carretera, y otras parecían impedirnos marchar adelante. Dábamos vueltas protegiéndonos con los brazos en alto e instintivamente nos desplazábamos en cualquier dirección pues habernos detenido hubiera significado seguramente una señal de consecuencias fatales. Nuestros acosadores no consentían que abordáramos ningún taxi u otro vehículo, y sólo gracias a la Divina Providencia conseguimos que un automóvil se detuviera y que el conductor, desafiando la furia de la turba nos instara a subir.

En la ciudad de Miami, años después, me encontré cara a cara con uno de los estudiantes que participó en este acto de repudio. No supo qué decir, aunque no hubiera sido preciso decir nada. Recuerdo aún los ojos muy abiertos. Se puso pálido como de cera, bajó los ojos y los hundió en un plato que acababan de ponerle delante. No sé si vomitó o no, porque no pude ya quedarme en el mismo lugar, y durante años, cada vez que me invitaban al Versailles, no podía menos que recordar la escena.

Gracias al chofer del taxi, a quien no conocíamos -se llamaba Manuel, es todo lo que sé- escapamos con vida de aquella turba ensoberbecida y cobarde. Ella logró llegar a La Habana, tras muchos tropiezos, y al fin y al cabo tuvo que salir del país como una “escoria” más. Se instaló en Miami donde intentó suicidarse en dos ocasiones. Más adelante se desplazó a Carolina del Norte.

Por mi parte, el problema que ahora tenía ante mí consistía en encontrar pronto una fórmula que me salvara de perecer, de ser encarcelado o muerto. No sabía qué cosa pensar en tales circunstancias. A los ojos de mis vecinos y de todos aquellos que me importaban, nada había sucedido, es decir, mientras las autoridades no se encargaran de informarlo, lo cual podía tomar horas o días, según razonaba. Mis padres y mi abuela, con 105 años entonces, no debían saber nada de lo ocurrido, pero ¿de qué manera librarlos del ensañamiento contra ellos?

No tuve que esperar tanto como habría deseado a que todo se supiera y otro acto de repudio esta vez contra la casa de mis padres tuviera lugar. Desesperado, hice varias diligencias y me acerqué a la persona que presidía entonces el Comité de Defensa de la Revolución. La confronté con determinación y decidí tentar la suerte ofreciéndole dinero para que facilitara en cuánto estuviera a su alcance mi salida del país.

Me había hecho de una carta según un modelo provisto por las autoridades, en la que me acusaba de los peores desmanes y atributos, ella sólo tendría que firmar y dotar el documento de cuantos o cuños tuviera a mano. Yo me iría de la casa, y no volvería a ella, por lo que mis padres y familiares no debían ser molestados. Se lo hacía saber para que ella lo informara oportunamente a su vez.

En efecto, dejé mi casa, con alguna excusa. Me había puesto de acuerdo con un amigo médico -hoy en los Estados Unidos- para escapar juntos. Había sido él quien me informó detalladamente de cuanto debía hacerse. De repente, los acontecimientos se precipitaron de tal manera que no había mucho tiempo para pensar en un curso de acción. Una decisión de tal magnitud requería arrestos sin dudas, pero no me consideraba valiente.

A mis padres les había explicado algo del asunto sin atreverme a ser transparente: un malentendido, sugerí, una acusación contra mí, una expulsión de la universidad… Salí definitivamente de mi casa con la impresión -luego llegué a advertir lo disparatado de la misma- de que se trataba de resolver algún asunto y regresar. Tal vez por esta misma razón no me despedí de mi abuela.

Cuando los meses pasaron sin que se tuvieran noticias mías, ella llegó a asumir el duelo por mi ausencia diciéndose que, seguramente, me habían mandado a cumplir alguna misión en Nicaragua o Angola, como alfabetizar o enseñar en la universidad. Conociéndola, y sabiendo lo amplias que eran sus luces aún a sus años, y lo bien que conocía mis más íntimos pensamientos, se que se trató de un recurso desesperado para aceptar los hechos, y tal vez para resignarse a la circunstancia de no volver a verme en esta vida.

Salí de Vertientes y, en la ciudad de Camagüey, nos encontramos mi amigo el médico y yo, en un punto acordado para encaminarnos al punto de reconcentración de “la escoria”. Se trataba de una unidad de la policía de tránsito (apéndice del Ministerio del Interior), que quedaba en la carretera que lleva hacia el Hospital Psiquiátrico. El ómnibus que hacía esta ruta iba siempre abarrotado, pero aquella vez eran contados los pasajeros que viajaban un poco más tarde del mediodía.

El chofer de la ruta se dirigió a sus pasajeros con absoluta confianza y desfachatez, y dijo que si lo que queríamos era “pedir asilo en la escoria” -sus palabras exactas- deberíamos bajarnos un poco antes de llegar a la parada. Él nos dejaría allí, precisó. Todos permanecimos en silencio, pero cada uno de nosotros sabía que el asunto iba con él. Al llegar al lugar, paró el autobús, bajamos todos los que íbamos a bordo, excepto una señora muy mayor y un joven que la acompañaba, y cruzamos la avenida. Éramos un grupo de unas veinte personas. En ese instante, mi amigo el médico vaciló y finalmente se despidió de mí diciendo, o balbuciendo, que él no iba a arriesgarse. Era mucho lo que tenía que perder sin dudas, me dijo.

Esta decisión le valió varios años de ostracismo, pues a nadie se le escapaba como tal vez llegó a pensar él que sucedería, que aún sin haber llevado a cabo su propósito en el último momento, se trataba de alguien con cuya lealtad al régimen no podía contar. Aunque al cabo de más de dos largas décadas, este amigo consiguió al fin salir y establecerse en los Estados Unidos, su experiencia de marielito o escoria a contracorriente merecería una novela, como sucede igualmente con tantos otros que por diversas razones no consiguieron a última hora la anhelada salida del país.

Yo sentí que había cruzado ya la línea de demarcación y quemado mis naves, y sin volverme a mirar hacia atrás entré en la unidad del Ministerio del Interior de la que ya no dejarían salir a nadie. Allí comencé la primera etapa de mi viaje. Un viaje a través del infierno para alcanzar la libertad.

Rolando Morelli
CiberCuba, 3 de mayo de 2020.
Foto: Acto de repudio en 1980. Tomada de Cubanet.
Leer también: La historia no contada.

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