lunes, 8 de junio de 2020

La avalancha inaudita


En las embajadas pueden darse episodios extraordinarios. Basta recordar lo que sucedió con la del Japón en Lima en 1996 o con la toma de la de Estados Unidos en Teherán en 1978. Pero la avalancha de asilados que en 1980 inundó la sede de Perú en La Habana fue inaudita. Alentada inicialmente por el propio gobierno de Fidel Castro, se convirtió en una pesadilla para el instigador. La revista Caretas  envió a César Hildebrandt, quien logró primicias testimoniales y gráficas excepcionales.

Hasta mediados de 1979, como lo precisó Caretas en su edición 595, la Embajada del Perú en La Habana, situada en el residencial barrio de Miramar, era la plácida sede de un país amigo. Entonces, un buen día de agosto, el policía de tránsito cubano Ángel Gálvez dejó su motocicleta en la vereda, saltó la alambrada del jardín y pidió asilo.

El episodio se mantuvo en reserva y no empañó mayormente las relaciones entre los dos países. Pero el 17 de enero de 1980 una camioneta con 12 familiares, amigos y hasta una suegra, atravesó el portón del jardín diplomático y dio inicio a una racha de incidentes que culminaría en una increíble situación.

Las idas y venidas inconsultas de ese primer grupo (que terminó saliendo de la embajada) le costaron el puesto al embajador Edgardo de Habich. El diplomático había permitido la salida de doce ingresantes, luego, según declaró, de ser persuadidos por él y altas autoridades locales. Además, publicó en La Habana un comunicado no consultado con nuestra cancillería.

El 31 de enero, tres cubanos más traspusieron tranquilamente la puerta principal de la legación acompañando a un extraño peruano apellidado Antúnez, hombre que entraba y salía fácilmente también de Cuba. Una vez adentro, el trío pidió asilo. Antúnez los increpó –“¡cómo me hacen esto!”– y se fue. Diplomáticos peruanos creen que contaron con la complicidad de la posta policial y que Antúnez era un agente cubano.

El 28 de marzo penetró al jardín un ómnibus con su conductor y dos muchachos. La cuenta llegó a 19 ingresantes. Y tres días después se registró el episodio que serviría de detonante a la crisis. Una “guagua” de la misma línea volvió a derribar el portón a las 5 de la tarde del 1 de abril, pasando entre dos centinelas de la Policía Revolucionaria. Ambos hicieron fuego sobre el vehículo e hirieron a dos de sus 6 ocupantes.

Pero lo más grave: un policía mató al otro. La embajada hizo inmediatas indagaciones sobre el custodio muerto, pero el gobierno cubano no respondió. Entonces, el 4 de abril, a las 8 en punto, convergieron sobre la Embajada tres grandes grúas motorizadas y vehículos policiales. En minutos, arrancaron de cuajo las casetas de cemento que utilizaban los centinelas y cargaron los pedrones que habían sido colocados días atrás en la Quinta Avenida y la Calle 72 para impedir otra incursión.

Simultáneamente, los diarios y la radio empezaron a repetir un violento comunicado que culpaba al Perú por los incidentes, anunciaba la muerte del policía, e invitaba a todos los que quisieran salir del país, “cualquiera sean sus antecedentes delictivos”, a acudir a nuestra desguarnecida embajada. El insólito y sorpresivo procedimiento sembró el pánico entre los ya instalados en la embajada, quienes suponían que una turba se aprestaba a lincharlos, y los dos diplomáticos, cuatro oficiales de la policía peruana y tres secretarias administrativas se prepararon para lo peor.

El primer secretario Ernesto Pinto, a cargo de nuestra representación, envió un mensaje cifrado al canciller Arturo García y García en Lima: “Señor, hemos izado el Pabellón Nacional y estamos dispuestos a enfrentar cualquier eventualidad”. En otro mensaje posterior se le consultó sobre el uso de las armas –cuatro exiguos revólveres– y García lo vetó.

La tenebrosa calma que siguió al retiro de la vigilancia empezó a ser alterada muy pronto por personas que merodeaban en las afueras de la reja. Después un grupo de hombres jóvenes saltó la reja. Parecían la avanzada de un comando miliciano. Los oficiales peruanos Carbonell, Hernán Ayulo y Juan Bellón los cachearon: no portaban armas pero llevaban la huella de portar usualmente cartuchera de tobillo.

–¿Qué haces aquí, colega?, le preguntó bromeando a medias uno de los oficiales peruanos. Siguieron más, después parejas, también jóvenes, algunos luciendo blue jeans y polos estampados de evidente procedencia norteamericana. Posteriormente fueron llegando los asilados de verdad, con niños y abuelas.

Al final de la tarde los refugiados sumaban más de 300. El riesgo del hacinamiento se hacía presente. Ya en la mañana habían surgido rencillas para lograr acceso a los servicios higiénicos. A eso de las 7 de la tarde, iluminados por la luz del atardecer, comenzaron a sobrevolar bajo helicópteros artillados, generando un conato de pánico. Todos pugnaban por meterse bajo techo mientras los funcionarios peruanos hacían lo imposible por impedirlo.

Se fueron los helicópteros y, alguien comenzó a cantar el Himno Nacional, acompañado por vivas al Perú por los que la embajada llamó “ingresantes”. En la calle, una manifestación de protesta se acercó a la embajada e hizo llover sobre los jardines insultos, piedras y botellas contra las “lacras, el lumpen, los homosexuales” presuntamente reunidos allí. Varios refugiados resultaron heridos.

Ya hacia la medianoche, se corrió la voz: “Fidel anda por allí afuera”. Y, en efecto, el conocido auto soviético de Castro, negro y blindado, pasó lentamente por la Quinta Avenida frente a la embajada, con las luces apagadas y rodeado de cuatro Alfa Romeo, con su guardia personal. En la esquina dio una vuelta en U y volvió a pasar, haciendo el recorrido tres o cuatro veces. Los refugiados en la embajada lo contemplaron en silencio. Nadie silbó o hizo un gesto hostil.

Finalmente, Pinto se plantó en la vereda y Castro se detuvo y lo invitó a subir. En el vehículo estaba también Manuel Piñeiro, viceministro primero del Ministerio del Interior de Cuba, hombre duro del régimen, casado con Martha Hannecker, marxista chilena y más conocido por su apelativo de Barbarroja. En algún momento, recuerda Pinto, Piñeiro dijo que había que disparar cuatro tiros al aire para que los ingresantes se asustaran y salieran de la embajada. Castro prestó más atención a la idea del diplomático peruano sobre el estadista moderno, que recurre más a la conciliación que a la fuerza.

Con la consabida costumbre caribeña de dar el tú a las personas, Castro dijo al peruano:

–¿Y tú por qué te interesas tanto por ayudar a estas personas?

–Porque yo he sido una especie de refugiado. Nací en Münich y después de la Segunda Guerra Mundial, regresé, siendo niño, a mi país en un barco de la Marina del Perú, junto con otros ciudadanos.

Tras casi una hora de recorrido, con breves paradas, Pinto pidió volver a la embajada. Tenía que comunicarse con Torre Tagle para informar del estado de la situación. Al poco rato volvió a la calle, y Castro reapareció con su auto y lo invitó de nuevo a subir. En esta ocasión ya no estaba Piñeiro. Literalmente, Fidel lo había desembarcado.

Pinto volvió con su esposa, Lily Barandiarán. Castro quería escuchar la opinión de una mujer. No se saben detalles de la conversación, pero al día siguiente Pinto partió hacia Lima en un jet proporcionado por Castro. Fue acompañado al aeropuerto por el embajador de México como precaución.

El líder cubano buscaba discutir el impasse directamente con Francisco Morales Bermúdez, pero la gestión fue inútil: el general consideraba la posibilidad de romper relaciones, lo que felizmente no hizo.

Ese sábado, por cierto, empezó la avalancha verdadera. Lo que quizás se había pensado como un castigo irracional para el Perú, se convertía en una pesadilla para Cuba. Soldados y reclutas se quitaban distintivos militares en plena calle para poder entrar sin molestias; parejas y grupos familiares enteros dejaban sus vehículos –en su mayoría vejestorios de los 50’s– con las llaves puestas y entraban sin mirar atrás.

El diario Gramma publicó un segundo comunicado iracundo. Un extracto: “Tal como se esperaba…, antisociales, vagos y parásitos en su inmensa mayoría se dieron cita en la embajada del Perú…”

Gutiérrez, cónsul y segundo secretario, había quedado solo y en situación desesperada. Cuando ya la multitud sobrepasaba los 10 mil, las autoridades cubanas decidieron impedir el acceso al área. Alguien comunicó a la embajada que camiones llenos de campesinos estaban siendo detenidos en puentes que conducían a la ciudad.

Ante la inminencia de una catástrofe dantesca, se hizo presente la Cruz Roja y el gobierno se comprometió a proveer alimentos. Luego llegó un equipo diplomático especial de Lima encabezado por Armando Lecaros, entonces ministro-consejero y ahora secretario general de la cancillería, acompañado de cuatro diplomáticos y dos nuevos oficiales de la policía.

Esa situación, en la que en su punto cumbre hacinó a 10,865 empadronados en poco más de 2,000 metros cuadrados, duró algo más de una semana. Entonces, por la presión y colaboración internacional, fueron saliendo por grupos hacia Costa Rica, desde donde fueron redistribuidos. Al Perú llegaron 800 entre los últimos.

Quedaron 23 ingresantes sin salir durante años, y el policía de tránsito aún más. El primero en ingresar a la embajada fue el último en salir, ocho años después de su ingreso.

César Hildebrandt
Caretas, 6 de marzo de 2016.
Video de la Fundación Nacional Cubano Americana realizado en 2017.

Nota al margen.- En abril de 1980, César Hildebrandt cumplió una hazaña periodística que se desplegó a lo largo de reportajes y entrevistas publicados en tres ediciones sucesivas de Caretas. Hildebrandt fue el único periodista peruano que ingresó a la embajada peruana en La Habana cuando ya se hacinaban allí miles de cubanos que buscaban salir de su país. “Había un pasadizo, que servía de urinario y de letrina, y que despedía un hedor insoportable. Algunos de los refugiados creían que el régimen de Fidel Castro buscaba hacer insoportable la permanencia allí”, recuerda. Hildebrandt no sólo tomó fotos en el escenario del drama: hazaña mayor fue quizá el salir con los rollos fotográficos de regreso al Perú. “En la sede diplomática había gente adversa al régimen, tanto disidentes políticos como gente marginal. Al final, Castro aprovechó para librarse de todos ellos. Fue el preludio de la operación del Mariel, el éxodo de 120 mil cubanos que el gobierno de Castro dejó salir del país, y entre los cuales emigraron intelectuales y profesionales opositores, pero también delincuentes, vagos y hasta locos extraídos de un centro psiquiátrico”.


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