Cuando en 2000 comenzó el tercer milenio, la crítica situación económica de los 90 había cambiado. La entrada de las remesas del exterior fue determinante en ese cambio. La supuesta homogeneidad social, desapareció. No obstante, seguía vigente el período especial. Ahora, mucho más sutil y cruel.
La moneda se devaluó y con ella el salario. Holgadamente vivía quien tuviera familia en el extranjero. Pero ése no era mi caso. Con esa desventaja, mis estudios en la universidad fueron más dolorosos. Haber tenido mi hijo con apenas 19 años, exigió mucho más sacrificios y resignación por mi parte. Gracias a la ayuda de mi madre, pude continuar estudiando.
No fue fácil alcanzar la meta que me había propuesto. Llegué al final de mi carrera porque tenía el sueño de ser una profesional y una mujer independiente. En esos cinco años, tuve dos grandes amigas, la esperanza y la paciencia. Y también, cómo no, la frustración.
Lo primero que comenzó a golpearme fueron las diferencias económicas y sociales. A las ocho de la mañana, las estudiantes de mi facultad estaban vestidas para ir a un cabaret. Era más que un alarde, una "especulación", como decimos los cubanos. Era una forma de competir, de sobresalir, de utilizar la imagen visual para tratar de triunfar.
Esa actitud, esa exhibicionismo, se resumen en dos palabras: “jineterismo universitario”. La Universidad de la Habana, muy cerca de los principales hoteles del Vedado, era un lugar propicio para proxenetas disfrazados de estudiantes. Las condiciones estaban creadas: muchachas jóvenes, atractivas, inteligentes y educadas, se convertían en centro de atracción para los extranjeros.
Ahí comenzaron mis decepciones. Imaginar a una futura jueza, fiscal o abogada prostituta. O a futuros juristas viviendo del meroliqueo. Sí, porque mi facultad también era un centro de compra y venta. Lo que uno necesitara podría encontrarlo allí, desde un cuadro hasta ropa y calzado de marca.
Una gran hipocresía. Porque los dirigentes estudiantiles y los profesores continuamente nos recordaban que debíamos ser "el principal bastión en la lucha contra las ilegalidades". Y que nuestra profesión era aplicar la ley, sin pensar en la justicia.
Mientras tanto, yo todos los días tenía que asistir a clases con mis pantalones de mezclilla desteñidos, zapatos remendados, apartada en una esquina para no llamar la atención. Lo confieso: aquellos harapos me daban vergüenza. Quería lucir como lo desearía cualquier mujer joven, sentirme bella, bien vestida, pero no tenía con qué. Mi firme decisión de seguir adelante hicieron superar mis complejos.
Yo no era la única pobre. Había otras muchachas, en iguales o peores condiciones. Todas soñábamos que después de graduadas, esa situación cambiaria. Sin embargo, ha medida que avanzaba la carrera, íbamos despertando de aquella fantasía. Hacia finales del quinto año, ya estábamos convencidas, que seguiríamos siendo unas muertas de hambre. Con la diferencia de que ahora tendríamos un título universitario colgado en la pared.
Fue mi mayor decepción. Y mis comienzos como disidente. Había seguido los consejos de mis padres. Había estudiado para ser alguien. Me sacrifiqué para lograrlo. Y después de todo, mi vida ha seguido siendo igual.
Laritza Diversent
Me gustó mucho. :)
ResponderEliminar