A mediados de los años 1970, La Habana era un desierto de lugares para comer. Muchos restaurantes que habían sido prósperos antes de 1959 estaban aún en pie, al menos el edificio, pero no había comida. Parecía que una plaga sacada de un cuento de Lovecraft había caído sobre las neveras, los almacenes y las mesas.
Recuerdo haber caminado muchas veces alrededor de veinte cuadras, desde mi casa en la calle Amistad hasta La Lluvia de Oro. Este bar-cafetería en la calle Obispo tenía –creo que aún tiene– una impresionante barra de madera y grandes espejos, y era frecuentado principalmente por los bebedores de turno. Todo estaba intacto en el espacio, pero era un páramo culinario.
Sin embargo, un día a la semana sacaban (vendían) unos sandwiches impresionantes. Con un pan brilloso, jamón, queso y hasta pepinillo encurtido, no tenían nada que envidiarle a los de La Carreta u otro restaurante de Miami. No imaginaba que a ese tipo de emparedados en Miami le llamaban "sandwich cubano".
Volviendo a La Habana. Llegábamos a La Lluvia de Oro, hacíamos una cola corta y salíamos con tres sandwiches. Es posible que, como todo entonces en Cuba, estuvieran racionados y solo dieran uno por persona. Pero mi madre se había hecho amiga de alguien que le daba uno adicional para llevarle a mi padre, que era profesor en una escuela nocturna y no podía salir en esas 'excursiones'.
Nunca supe cuál era el misterio de aquellos sandwiches, ni quién surtía al bar para que una vez a la semana los vendieran a los cubanos de a pie. No sé si algún extranjero se quedaba sin comer su sandwich ese día, o si la cafetería de un hotel como el Habana Libre o el Riviera tenía menos ingredientes para sus bocaditos.
La cuestión es que conseguíamos tres sandwiches y nos íbamos contentas. Yo no podía esperar llegar a la casa. Me lo iba devorando mientras bajaba por Obispo, atravesaba el Parque Central y seguía por el bulevar de San Rafael.
De paso miraba las vidrieras que también habían sufrido su propia plaga. Sánchez Mola, J.Vallés y otras tiendas más pequeñas que un día fueron boutiques tenían intacto el magnífico trabajo de la madera, pero los maniquíes estaban vestidos con ropas toscas, botas de trabajo y “kikos”, unos zapatos plásticos con huequitos para airear el sudor y que durante casi un lustro fue el único calzado que tuvimos en la isla.
A cualquiera le hubiera parecido un paseo miserable. Las calles estaban sucias, los edificios comenzaban a perder la pintura, la peste de las aguas albañales y la basura en las esquinas eran el olor más identificable. Pero no me asustaba. Años después, aprendí que eso es lo que implica vivir en una gran ciudad, aunque fuera una que ya comenzaba a desmoronarse como La Habana.
En la caminata de regreso a casa, el sandwich iba perdiendo el calorcito, pero nunca llegaba a enfríarse. Lo terminaba antes de llegar a la esquina de Amistad, antes de pasar el hotel Bristol y el Daytona, un restaurante que de vez en cuando vendía algo que una vez fue un buen arroz frito y que ya para entonces era arroz con 'ave', de averigua. El olor que pudiera despedir ese arroz inventado no podía competir con el regusto del sandwich que ya en ese momento me lo había acabado de comer.
Tampoco pueden competir todas las variantes del "sandwich cubano" que venden en Miami, más surtidos, a veces hasta tienen chorizo y suelen ser preparados y vendidos por alguien que habla, se ríe y gesticula como cubano.
No discuto que casi todos son mejores que el sandwich de La Lluvia de Oro. Pero cómo afirmarlo si la memoria elige lo que quiere y en ocasiones es un poco masoquista.
Sarah Moreno
El Nuevo Herald, 28 de julio de 2018.Foto: Bar-cafetería La Lluvia de Oro, en la calle Habana esquina a Obispo, Habana Vieja. Tomada de Debbie's Caribbean Resort Reviews.
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