Por favor, no le pida a Luis Carlos, un jubilado que vende tamales a cinco pesos por las calles de La Habana, que le cuente anécdotas de sus años como soldado en la guerra civil de Angola o Etiopía.
Después de caminar quince kilómetros, bajo un sol arrasador pregonando tamales calientes en diferentes barrios del populoso municipio Diez de Octubre, al sur de La Habana, lo menos que desea Luis Carlos es rememorar aquella etapa cuando almorzaba y cenaba comida enlatada rusa y dormía en una trinchera de la selva angolana.
“¿Quieres embromarme? La guerra africana fue una pesadilla para mí. No jodas, la única guerra que tenemos los cubanos es para comer y vestirnos decentemente”, señala, secándose el sudor con un trapo azul oscuro.
A sus 65 años, los pies destrozados y una diabetes de segundo grado, el pensionado habanero desearía tener una vida más placentera. “Descansar en la casa, ver la Eurocopa de fútbol y jugar dominó por las noches. Es lo que me tocaría después de trabajar toda mi vida y guerrear en nombre de la revolución”. Pero nada de eso puede hacer. A modo de desahogo, Luis Carlos comienza a contar sus tribulaciones familiares.
“Mi esposa fue operada de cáncer de mama y tengo que zapatear el dinero en la calle para poder comprar por la izquierda carne de res o pescado. Mi hijo mayor está preso y cada veintiún días voy con su hermana a visitarlo al Combinado del Este. Le llevamos dos jabas con tostada de pan, azúcar prieta y leche en polvo. A esa hija, la única hembra que tenemos, la ayudo en la compra de ropa a mi nieta, pues su marido la dejó por otra mujer y no mantiene a la niña”.
Si usted hace una encuesta entre los cubanos de a pie sobre sus prioridades, nueve de cada diez le hablan del tiempo y dinero que se gasta en conseguir comida y lo difícil y caro que resulta vestirse.
Con discreción, a principios de los años 90, el régimen de los hermanos Castro derogó la libreta de racionamiento de artículos industriales, que a las familias pobres -un segmento mayoritario en el país- al menos le garantizaba dos mudas de ropa interior, dos de vestir y un par de zapatos de cuero al año.
Eran confecciones de bajísima calidad. Y de handicap tenían que cuando ibas a una fiesta, al cine o a comer en un restaurante, casi todas las personas vestían igual.
Cuba era una especie de ejército gigantesco vestido de civil. Camisas Yumurí a cuadros, pantalones Jiquí y zapatos elaborados en alguna fábrica local o procedentes de la Europa comunista.
Gudelia, ama de casa y madre de cuatro hijos que ya son hombres y mujeres, recuerda con cierta nostalgia aquellos tiempos, “cuando una lata de leche condesada costaba veinte centavos, cada quince días te tocaba media libra de carne de res por persona y nadie se robaba el queso crema o el yogurt que los repartidores dejaban afuera de la lechería”.
Ella reconoce que la ropa estaba fuera de moda y los zapatos eran duros y feos. "Pero con el salario que se ganaba, se podía vestir y calzar a los hijos. Parecíamos mamarrachos, pero ahora es peor. Por la libreta de racionamiento solo puedes adquirir 7 libras de arroz, 20 onzas de frijoles apestosos, una libra de pollo, media libra de un incomible picadillo de soya y la ropa, calzado y productos de aseo se venden por la libre, pero cuestan un ojo de la cara”, confiesa Gudelia.
La pobreza intrínseca en la sociedad verde olivo ha generado una especie de Síndrome de Estocolmo entre los cubanos. Pero muchos interpelados consideran que es preferible tener garantizado una cuota mensual de alimentos y prendas de vestir, que comprarla con un salario promedio que ronda el equivalente a 25 dólares mensuales.
Jorge, padre de dos hijos, vive con su esposa en un apartamento de dos habitaciones en la barriada de Santos Suárez. Su familia nos puede servir de arquetipo para intentar comprender el manicomio económico cubano. Es un matrimonio de profesionales y sus salarios suman 1,454 pesos. Veamos cómo ellos desglosar los gastos.
“Lo que dan por la libreta cuesta poco, pero solo alcanza para nueve días. La 'proteína', sea pollo, jamonada o picadillo de soya alcanza menos. Entonces cada mes compramos 15 libras de pollo, 10 libras de carne de res e igual cantidad de pescado, que nos cuesta 800 pesos. En viandas, hortalizas y frutas gastamos 200 pesos. En frijoles negros y colorados, 50 pesos. En jabones, detergente y champú, 200 pesos. El resto, 204 pesos, es lo que nos queda para pagar luz, gas, agua y las meriendas escolares”, explica Jorge, calculadora en mano.
¿Y la ropa? ¿No gastan dinero en pasear con sus hijos? El matrimonio responde: “Ése es el dilema en Cuba. O comes o te vistes. Nos vestimos con ropa de uso, regalada por parientes y amigos. Cuando uno de los niños necesita un par de zapatos (el más barato cuesta 15 cuc), tengo que robarme algo en el trabajo. Así de simple. ¿Ir a comer a una paladar o pasar unos días en un hotel todo incluido? Ni de broma, compadre”, apunta Jorge.
Al igual que un 35% de cubanos, esta familia no recibe remesas del extranjero. A ellos, las reformas económicas de Raúl Castro, la presencia de artistas de Hollywood en La Habana o un desfile de Chanel por el Paseo del Prado, les resulta tan exótico como ver a un cerdo volando por el Malecón.
Iván García
Foto de Ernesto Pérez Chang tomada de Una casa de modas llamada revolución cubana.
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