jueves, 24 de agosto de 2017

Gracias por nada, Trump


Después de mucha algarabía mediática, la “nueva política” de Trump hacia Cuba no ha pasado de la retórica más o menos esperada por la mayoría de los analistas políticos. Su acto resultó más un gesto simbólico para con sus fieles que alguna novedad práctica.

En síntesis: quienes esperaban el anuncio de cambios verdaderamente trascendentales en la política hacia Cuba por parte del presidente estadounidense durante su discurso en Miami el pasado viernes 16 de junio, debieron quedarse con tres palmos de narices. Como solemos decir en Cuba, el show resultó ser más rollo que película.

Los muy esperados cambios, lejos de resultar novedosos, son en realidad bastante limitados. De hecho, el plato fuerte de su anunciado “castigo” a la dictadura castrista se encierra en una baza inconsistente donde las cartas esenciales parecen ser la prohibición a empresarios estadounidenses a negociar con empresas militares cubanas, la supresión de las visitas individuales de ciudadanos estadounidenses a Cuba y la fiscalización de las visitas en grupos. Lo demás es hojarasca.

Seguramente el Palacio de la Revolución en pleno "está temblando de pavor". Ya la dictadura se puede dar por perdida: a juzgar por el entusiasmo de sus fanáticos reunidos en el teatro Manuel Artime, en La Pequeña Habana, con Trump en el poder el castrismo tiene sus horas contadas. Dicen los que saben de eso que a los Castro y “a la mafia dialoguera” de Miami “se les acabó el pan de piquito”, que “los actores políticos (¿?) se encuentran ahora en el lugar en el que deberían estar” y que el discurso de Trump fue “amistoso con el pueblo de Cuba”. Si el asunto no fuera tan serio, probablemente causaría risa.

Lo lamentable es que hay quienes se han creído el camelo. O al menos simulan habérselo creído, que a fin de cuentas cada uno debe apegarse al papel del personaje que representa en el guión de esta eterna tragicomedia cubana.

Otra cuestión sería que toda esa elaborada teoría anticastro (ahora sí) se lograra llevar a la práctica con éxito, lo cual es cuando menos tan dudoso como la construcción del socialismo que siguen pregonando los extremistas desde las antípodas.

Y es dudoso no solo por el nimio detalle del largo proceso que debe seguir cada propuesta del Ejecutivo en Estados Unidos antes de ser aplicada en la práctica -tal como quedó detallado en una hoja informativa de la Casa Blanca-, sino porque su sola concepción acusa un absoluto desconocimiento de la realidad cubana al pretender “canalizar las actividades económicas fuera del monopolio militar cubano, GAESA”.

Diríase que en Cuba existe una división de poderes y una autonomía de las instituciones que permite deslindar claramente “lo militar” de “lo civil”, definir sus funciones y establecer hasta dónde el entramado económico de empresas, cooperativas y otros sectores se relacionan o no con el empresariado militar o, lo que es igual, con el mismo monopolio Estado-Partido-Gobierno con el cual -no obstante- se mantendrán las relaciones. Solo eso sería todo un reto para los cubanos de aquí dentro, no digamos ya para los que emigraron 50 años atrás o para la muy anglosajona administración Trump.

Por otra parte, las propuestas del señor Trump portan otra caprichosa paradoja puesto que al limitar las visitas individuales se perjudicaría directamente el frágil sector privado -en especial el que se dedica al hospedaje y la restauración, sin contar los transportistas y los artesanos que viven de la ventas de souvenires y otras chucherías- que se nutre precisamente de ese turismo individual.

En cambio, las visitas grupales, que se mantienen vigentes, son las que favorecen a las instalaciones hoteleras del Estado, en las que suelen hospedarse esos grupos de visitantes debido a que éstas cuentan con mayores espacios y prestaciones que los particulares.

Esto sería en lo tocante al aspecto práctico del asunto. Otro punto es el relativo a lo meramente político. Causa estupor el regocijo de algunos sectores del exilio cubanoamericano y de la llamada “oposición de línea dura”, del interior de la Isla, tras el (dizque) “exitoso” discurso del mandatario estadounidense, y más aún sus declaraciones sobre los beneficios que aportará “al pueblo cubano” en materia de derechos humanos la nueva-vieja política de confrontación.

De hecho, no se explica tanto jolgorio por cuanto resulta obvio que el discurso de Trump quedó muy por debajo de las expectativas que habían estado manifestándose previamente en dichos sectores. Uno de los reclamos más socorridos por parte de este segmento ha sido la ruptura de relaciones entre ambos países, y más recientemente, la reinstauración de la política de “pies secos, pies mojados”, derogada en los días finales de la anterior administración.

Lejos de ello, el impredecible Trump no solo reafirmó la continuación de las relaciones diplomáticas, sino que omitió el tema de la crisis migratoria cubana e incluso el de la supresión de los fondos para la ayuda a la democracia, propuesta por él mismo pocas semanas antes.

Curiosamente, ninguno de los medios presentes en la conferencia de prensa celebrada tras el muy conspicuo discurso hizo preguntas incómodas sobre cualquiera de estos tres puntos, que sí constituyen verdaderos pivotes de cambio en la política estadounidense hacia la Isla y que afectan tanto el destino de los cubanos varados en diferentes puntos de Latinoamérica en su interrumpido viaje a Estados Unidos, como el financiamiento (y en consecuencia, la supervivencia) de varios proyectos opositores tanto al exterior como al interior de Cuba.

Lo cierto es que hasta el momento, el gran ganador de las propuestas de Trump es precisamente el castrismo, toda vez que la retórica de la confrontación es el campo natural de su discurso ideológico al interior y al exterior de la Isla. Así se ha apresurado a demostrarlo la declaración oficial publicada a todo trapo en todos los medios de su monopolio de prensa el pasado sábado 17 de junio, donde abundan las consignas y los llamados nacionalistas a la defensa de la soberanía y contra “la grosera injerencia” norteamericana, y así lo ha repetido dos días después ese gris amanuense, Bruno Rodríguez Parrilla, canciller cubano por la gracia del divino dedo verdeolivo, en su abúlica conferencia de prensa ofrecida desde Viena.

Mientras tanto, el “pueblo cubano” -sin voz ni voto en toda esta saga- sigue siendo el perdedor, apenas un rehén de políticas e intereses muy ajenos, cuya representación se disputan a porfía tanto la dictadura como el gobierno estadounidense y una buena parte de la oposición.

Habrá que dar al señor Trump las gracias por nada.

Una vez más se enmascara la verdadera causa de la crisis cubana -esto es, la naturaleza dictatorial y represiva de su gobierno- y vuelve a colocarse la “solución” de los males de Cuba en las decisiones del gobierno estadounidense. A este paso, nos esperan al menos cincuenta años más de teatro bufo, para beneficio de los mismos actores que, al parecer y contra las tempestades, tienen la habilidad de conservar siempre su propio lugar.

Miriam Celaya

Cubanet, 21 de junio de 2017.
Foto: Tomada de The New York Times.
Leer también: La "americanofilia" conquista Cuba.

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