miércoles, 7 de febrero de 2018

La odisea del 4 de junio de 1994 (II)



A la luz de los breves relámpagos, se desataron las amarras del arenero René Bedia Morales y se empujó suavemente hacia la bahía, hasta que se separara de la otra embarcación que también se movía, a pesar de sus amarras a las bitas del muelle. Ese movimiento, producido por el mal tiempo, disimulaba cualquier sospecha de lo que se estaba haciendo. Fueron minutos de gran paciencia y mucha angustia. Mientras, Mario, Elio y Andrés, recogían los cabos que se habían soltado y trataban de limpiar de obstáculos la cubierta donde se libraría nuestra resistencia a los ataques castristas. El viento y la fina e intermitente lluvia hicieron que la visibilidad fuera disminuyendo, viéndose cada vez más borrosas las luces al otro lado de la Bahía del Mariel.

Poco a poco, el arenero fue separándose y a unos 20 metros de la otra embarcación, se puso en marcha una máquina en bajas revoluciones y se dio máquina atrás, hasta lograr separarnos lo suficiente del Pedro Véliz Hernández y poner en marcha la segunda máquina. Aparentemente, todo permanecía tranquilo. Nadie notó la maniobra del arenero, que orientó su proa hacia la salida de la Bahía del Mariel.

Una gran preocupación era no levantar sospechas mientras navegábamos por dentro de la bahía, ya que si nos descubrían podían atravesar alguna embarcación en el canal y obstruir el paso, para no dejarnos salir, porque la salida del Mariel es muy angosta y cualquier cosa pudiera entorpecer el paso. Por ello, una vez que nos separamos bastante del muelle de la agrupación arenera, decidimos encender las luces e ir con los motores a bajas revoluciones rumbo a la salida, que era donde estaba el Muelle de Capitanía y siempre tenía postas con guardias en las garitas. Pero como era costumbre que los areneros llegaran de madrugada al Muelle de Capitanía, se amarraran y esperaran a la mañana para hacer la revisión de rutina que los guardafronteras realizan a los barcos antes de salir, usamos esa costumbre como pretexto. De modo que los guardias de capitanía no se extrañaran cuando vieran el barco venir rumbo a la salida. Eso nos permitiría poder acercarnos y ganar el mayor tiempo y espacio posibles.

A medida que se iba cumpliendo cada renglón del plan, eran menos las preocupaciones. Ya estábamos rumbo a la salida, habíamos superado las maniobras preliminares con sorprendente éxito. Pero no dejábamos de tener ese temblor y esa sensación de dolor en la boca del estómago. Teníamos las frentes humedecidas, se olía un sudor agrio despedido por algunas axilas, la ropa estaba mojada, no solo por la ardua labor y la llovizna, también por los nervios, algo inevitable. Todos sabíamos que en cuanto el arenero pasara por Capitanía y no parara, un vendaval de proyectiles caerían sobre nosotros. Pero había que hacerlo aunque se tuviera miedo. Es la diferencia entre el valiente y el cobarde. Esa valentía era el resultado de nuestras ansias de liberar a nuestras familias y de liberarnos nosotros de la imposición de una dictadura.

A bordo, todo estaba listo para el enfrentamiento. La estación estaba encendida y sintonizada en 7118.8 MHz frecuencia poco usada por radioaficionados cubanos, lo que nos permitía que nuestras transmisiones no fueran detectadas en sus inicios en Cuba y no la interfirieran. El arenero siguió su marcha firme y suave, atravesando las tranquilas aguas de la bahía. La brisa del sur este había aumentado, pero no nos afectaba, más bien nos ayudaba. Estábamos listos, teníamos agua fresca y los tanques llenos de petróleo suficiente para la travesía. Días antes, el barco había sido abastecido con todos los suministros y lo habíamos puesto a trabajar de día en la zona del Mosquito, a la derecha de la salida del Mariel.

A una media milla de la salida de la bahía, los reflectores de las garitas de guardafronteras nos alumbraron. Bajamos más la velocidad e hicimos como si estuviéramos maniobrando para pegarnos a su muelle. Dos marineros, junto a Portuondo, salieron a cubierta, a preparar los cabos como si fueran a amarrar el barco cuando se pegara al Muelle de Capitanía. Como seguíamos alumbrados desde lejos por los reflectores, Portuondo le dió indicaciones a los marineros, para que tomaran sus posiciones en la cubierta junto a las bitas y de esa forma despistar a los guardias de las garita. Bajamos la velocidad, el barco, con un desplazamiento lento, se va acercando cada vez más,. Nos siguen alumbrando, pero creen que es una maniobra rutinaria, que nos vamos a quedar allí. Nuestros corazones laten aceleradamente, la respiración se agita. Seguimos de pie, cada uno en su puesto, esperando el momento de la colisión, que se acercaba. O seguimos o paramos.

“Tres cuartos de máquina adelante”, grita con voz autoritaria Mario, el patrón de la nave. Las manos robustas de hombre de mar de Andrés, empujaron sin misericordia los dos aceleradores del barco. Las máquinas, con sonido de trueno, dominaron aquel perezoso que apenas estaba sin movimiento. Dos chorros enormes de agua brotaron de las propelas, formando un manto de espuma en el mar como el velo que una novia tira al viento. Los AK-47 de las dos postas de guardafronteras empezaron a cantar sus melodías. Mientras soltaban al aire los proyectiles de sus cargadores, a través de altoparlantes nos dieron la orden de detener la embarcación. Estábamos a unos 400 pies de la salida de la bahía, el Muelle de Capitanía iba quedando atrás, las garitas apenas se percibían, salvo las luces de sus reflectores. Ya se podía ver cómo se abría el litoral. El ruido de las ráfagas de los AK-47 proveniente de las garitas se escuchaban a lo lejos, cuando de pronto aparecieron dos lanchas rápidas pequeñas, demasiado rápidas, con tres o cuatro guardias en cada una y quienes con sus AK-47 le tiraban al puente del barco, al tiempo que nos decían que no nos íbamos a escapar a ninguna parte. Todo esto acompañado de consignas marxistas y revolucionarias, mientras el arenero, metro a metro, iba ganando mar adentro, escurriéndose entre la oscura e inhóspita noche lluviosa.

Ya el litoral lo teníamos a popa, ya se conformaba toda la costa. Andrés, conocedor de aquella zona, se guiaba por las tenues luces de las casas en tierra. La franja costera se divisaba con claridad desde el puente. A pesar del mal tiempo, se veían también algunas de las luces de los edificios que iban quedando a nuestras espaldas. Ese primer encuentro con los castristas nos dejó desorientados, estupefactos. Nos quedamos callados, esperando recuperarnos del shock. Hasta que una ola rompió en la proa, estremeció el barco y mojó todas las ventanas del frente del timonel que se encontraba en el segundo piso, no nos habíamos percatado de que el mar estaba picado. Estaríamos a un par de millas mar afuera -el resplandor de la luna salía de entre las densas nubes que colmaban el cielo-, cuando de pronto de la oscuridad aparecieron dos guardacostas cubanos y una cohetera, que se posicionó en la popa de nuestra embarcación. A los lados, los guardacostas, que parecían colmenas llenas de avispas queriendo saltar a nuestro barco.

Se seguía escuchando el tableteo de los AK-47. Una nube de humo y olor a pólvora aromatizaban el ambiente. Mientras, nos seguían gritando consignas comunistas, palabras obscenas y morbosas, sin importar la presencia de mujeres y niños. Nos lanzaban granadas de humo. Nos humillaban diciéndonos escorias, basuras, gusanos, esbirros, traidores: los mismos calificativos denigrantes que siempre ha utilizado el castrismo hacia quienes no simpatizan con su revolución. Se aguantaban sus partes genitales y decían que por sus cojones no nos iríamos. Nos lanzaban destornilladores, pedazos de metal, tornillos, cuanto objeto encontraban a mano. Estaban medios desnudos, en calzoncillos y descalzos, no sé si ese era su disfraz de abordaje o no tuvieron tiempo de vestirse. El vocabulario y su apariencia dejaban mucho que desear, al tratarse de miembros de un ejército. Ni los piratas antiguos ni los modernos tenían el aspecto de unos militares que parecían salvajes sedientos de sangre y violencia.

No podíamos creer que ya estábamos fuera de la Bahía del Mariel rumbo a Estados Unidos. Ya no había marcha atrás. Cada minuto nos alejaba más de la tierra donde habíamos nacido. Cada minuto nos adentrábamos más en un viaje impredecible, una travesía casi imposible de realizar, debido a la fuerza armada con la cual contaban los fidelistas. Pero había que seguir adelante, ya no podíamos retroceder. En la medida que nos íbamos alejando y adentrando en ese mar oscuro y movido, en mi mente surgieron recuerdos. Mi vieja casa, mis padres, mis hermanos, los juegos con los amigos en la infancia. No lo sentía como un adiós, si no como una canción de cuna que junto al viento susurraba en mis oídos y me decía que iba dejando atrás mi patria. Todo lo querido me lo llevaba muy dentro conmigo.

Frente al macabro enemigo, teníamos que tratar de no equivocarnos y no cometer errores, teníamos que intentar pensar serena y objetivamente, de modo que no nos impidiera la creatividad y la innovación a la hora de solucionar situaciones que se presentaran en esta lucha desigual. Una serenidad que nos posibilitara cambiar estrategias, decisiones y formas de actuar. Y que en la adversidad nos permitiera enfocarnos en lo certero y positivo.

Poder reinventarse en circunstancias extremas, como las que estábamos viviendo, fue un proceso que contribuyó a que buscáramos alternativas y superáramos lo que en cada momento nos sucedía sin desviarnos del objetivo principal. Nos ayudó a cerrar etapas pasadas de nuestras vidas y a no revivir aspectos negativos que podían bloquear nuestros pensamientos y fracasar en lo que nos habíamos propuesto. Cuando el ser humano se reinventa, puede solucionar las situaciones que la vida le va presentando, descubrir la realidad objetiva que en ese instante está viviendo y desentrañar la esencia positiva de sus actos. En esas cruciales horas, mis meditaciones aumentaban.

Gracias a Dios, hasta ese momento, todo estaba fluyendo según el plan de escape que previamente y de forma unánime se había diseñado más de un año atrás. Casi no podía creer que todo lo que estaba pasando lo pudimos anticipar desde el comienzo, cuando incluso todavía nos teníamos miedo unos a otros, a pesar de la amistad y los años de trabajo en aquellos barcos areneros. Ese recelo era el resultado de la maquinaria represiva de un gobierno que desde sus inicios en 1959, había sembrado la desconfianza y la división entre la población y entre las familias. Creyeron que así evitarían que ciudadanos no adeptos a su sistema, se pudieran agrupar y ponerse de acuerdo en contra de ellos. Habían logrado hacer efectiva la frase célebre de Julio César: "Divide y vencerás".

Miré hacia la escalera y vi a Luis, que venía subiendo del cuarto de máquinas. Y mi mente se remonta al día que me acerqué a Luis y le dije que le tenía una propuesta. Confiaba en él, sabía que no era informante del régimen y nunca dudé de sus valores como persona y amigo. Aquel día, bajo el sol del mediodía, le dije: "Luis, si por una casualidad te enteras o si piensan ustedes llevarse un arenero para Estados Unidos, me avisas, no me dejes fuera. Tengo mi equipo de radioaficionado que nos pudiera sacar de un buen apuro". Luis se sonrió, me miró como interrogándome, se viró, miró a su alrededor, y al volverse me dijo: "Felipe, de dónde tu sacas eso, tú estás loco, cómo nos vamos a llevar un arenero para Estados Unidos". Pese a su sonrisa, había mucha seriedad en sus palabras.

Por dentro me quedé frío, al darme cuenta de la envergadura de mis palabras, y porque no esperaba que Luis me respondiera así, sabiendo que no simpatizaba con la revolución. Pero comprendí que tal vez él tendría miedo hablar sobre ese tema conmigo. Sonreí, reanudamos la conversación y hablamos de nuestras familias, mientras él y varios tripulantes del arenero seguían esperando en la esquina de la textilería, el autobús de la empresa que los llevaría al Mariel, para el cambio de tripulación. Era miércoles y el ómnibus siempre llegaba a la una de la tarde. Después de despedir a Luis y a los demás marineros, que también habían sido compañeros mío, de cuando trabajé como cocinero en los areneros del Mariel, me fui camino a mi casa, que quedaba en la esquina. Decidí que dentro de quince días volvería de nuevo al lugar, cuando la tripulación regresara a la esquina de la textilería, a esperar otra vez el ómnibus para el cambio de turno cada siete días. Seguiría insistiendo hasta que tuviera un resultado. Me había propuesto irme del país con mi familia y pensé que podía sembrar la semilla en Luis y él en otros compañeros.

Volví a la realidad con Luis frente a mí, preguntándome si ya teníamos comunicación con alguien, le explico que todavía no hemos hecho ningún contacto, que en cuanto lo logre se lo hago saber. Luis sigue caminando hacia donde estaban Elio y Mario y yo lo acompaño. Al pasar por una de las ventanas del puente, veo a la jauría de guardias castristas queriendo brincar a la cubierta de nuestra embarcación, mientras nuestra gente lo impedía a toda costa. Parecían lobos queriendo atrapar a su presa para rematarla. Vuelvo a reflexionar, esta vez sobre la represión que el castrismo impone al cubano cautivo de la isla, y sobre el comportamiento de individuos que se consideran revolucionarios, pero actúan y se comportan siguiendo patrones de mala fe y bajas pasiones.

Juan Felipe
Foto: Vista aérea de la Bahía del Mariel, realizada por Helio F. y tomada de Panoramio.

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