jueves, 26 de julio de 2018

La odisea de comprar medicamentos



Cuando el despertador suena a las 3:45 am, ya Ramiro lleva un par de minutos con los ojos abiertos. Ramiro se levanta de la cama y sale de su habitación, va a la cocina y se sirve una taza de café, se fuma un cigarro con la vista puesta entre las persianas de una ventana de madera que da a la calle y ve cómo afuera la luz eléctrica de un poste parpadea.

Son las primeras horas de un martes cualquiera y Ramiro pretende ser uno de los primeros en la cola de la farmacia estatal de su vecindario para comprar los medicamentos del mes de su familia. Un ritual que ha tenido que incorporar de manera forzosa a sus 70 años, pues desde 2016 el sistema de salud cubano ha venido presentando una notoria inestabilidad en el abastecimiento de fármacos a la población.

Después del café y el cigarro, Ramiro se asea, se viste, vuelve a su cuarto y le da un beso en la frente a su mujer, de 76 años, que padece de cardiopatía y duerme enrollada en una sábana. Cierra la puerta y va a la habitación contigua, le da vuelta a la cerradura y echa un vistazo fugaz. Dentro, su hijo de 42 años también duerme, hace más de 20 años que contrajo el virus VIH.

Ramiro sale a la madrugada. Camina unas seis cuadras a oscuras por la calle 16 de la barriada habanera del Vedado. Prende otro cigarro y se entretiene en detectar los ojos brillosos de los gatos que se esconden debajo de los autos estacionados. Cuando llega a la farmacia, a las 4: 05 am, catorce personas ya arman una cola considerable.

Una fila que aún no tiene estructura definida, pues las puertas abrirán sobre las 8:00 am. La gente llega, pregunta quién es el último, marca y se sienta en algún sitio cualquiera, esperando que pasen las horas. Un montón de gente se va agolpando en los alrededores de la farmacia, montones de ancianos desparramados por el suelo encima de trapos y cartones, con los rostros agrietados, desencajados por el mal dormir. También hay jóvenes, adolescentes, y hay entre todos una mujer joven, de 34 años, que ha marcado detrás de Ramiro.

Llegó con un niño en brazos, dormido. El niño no es un niño pequeño, tiene siete años y un niño de esa edad ya no va encima de su madre. A la mujer se le nota el cansancio y el esfuerzo que ha tenido que hacer para llegar hasta aquí. Alguien se levanta de uno de las decenas de cartones que hay desparramados por el suelo y le dice que coloque al niño allí. La muchacha dice gracias y accede. El niño abre los ojos unos segundos y mira a su alrededor, debe haberse preguntado qué hacía en ese sitio desconocido si hacía tan solo unos instantes estaba en su cama, quiénes son todas aquellas personas extrañas que lo miran con clemencia y que están a esta hora, todavía no ha salido sol, sentados en la calle. Pero el sueño lo vence y rápidamente se vuelve a dormir.

La madre y el hijo quedan uno al lado del otro. La imagen es desconcertante: un niño que duerme vestido de pionero -pantalón corto rojo, camisa blanca y pañoleta azul- encima de un cartón y su madre que le pasa la mano por la cabeza en plena madrugada en las afueras de una farmacia. Me acerco y hablamos.

Me cuenta que vive sola, que es divorciada y que tanto ella como el niño son asmáticos crónicos. Que cuando le hacen falta los medicamentos tiene que hacer esto: madrugar y llevárselo consigo, porque el niño sentiría mucho miedo y empezaría a llorar si llegara a despertarse y ella no estuviera en casa. Dice que en un rato ya será de día y lo podrá llevar a la escuela y que podrá terminar con la angustia de los medicamentos sin tener que preocuparse de dos cosas al mismo tiempo: el niño y la cola. Ramiro, que escucha todo, tira un cigarro por la mitad al suelo y lo escacha con la suela del zapato de su pie derecho.

La salud pública es uno de los estandartes de Cuba. Desde 1959 se convirtió en uno de los logros más preciados de Fidel Castro y su revolución al instaurar un sistema de servicios públicos en la isla y brindar ayuda médica a través de brigadas internacionalistas a naciones subdesarrolladas o en en estado de emergencia ante catástrofes naturales.

También, por su prestigio alcanzado a lo largo de los años, la medicina cubana es utilizada como moneda de cambio o de pago en convenios intergubernamentales. Pero después de la década de los 90 y la llamada crisis del “período especial” en Cuba, el sistema de salud comenzó a deteriorarse como todo el aparato institucional. Desde ese entonces, las instalaciones hospitalarias y los servicios acusan un notable deterioro.

Si bien la atención médica sigue siendo gratuita y hasta cierto punto efectiva, y cada ciudadano tiene la posibilidad de acceder mensualmente a fármacos a través de una libreta de racionamiento, el sistema de salud muestra síntomas de una nueva crisis. Meses atrás, el Estado acordó que en cada consulta u operación se le entregara a la población un documento con las cifras estimadas del precio que costaría el servicio brindado.

Una decisión que levantó sospechas en los cubanos, pues temieron que fuera el primer paso de la desaparición de la salud universal y pública en el país, pero el gobierno aclaró que era sólo una campaña desarrollada por el Ministerio de Salud Pública (MINSAP) para crear conciencia de los gastos que realiza la nación en ese sector.

Ahora, con la drástica reducción de las importaciones del petróleo venezolano a la isla, la crisis del sistema de salud se refleja en la falta de medicamentos. La crisis impactó en la industria farmacéutica cubana y provocó que durante el 2016 y 2017 se decretara el paro de varias plantas productoras de fármacos ante la falta de recursos productivos.

Cristina Lara Bastanzuri, jefa del Departamento de Planificación y Análisis de Medicamentos, Reactivos y Farmaco-Epidemiología del MINSAP, le dijo al periódico Granma que las “afectaciones en la industria repercuten directamente en la red de farmacias”. Lara agregó que “nuestra industria tampoco está ajena a las afectaciones del bloqueo norteamericano, que provoca elevados gastos por la no utilización del dólar en las transacciones y tiene que adquirir las materias primas en mercados muy lejanos con largos periodos de entregas, donde los fletes muchas veces son aéreos, lo cual provoca tener que erogar más divisas de lo que cualquier otro país gastaría para poder obtenerlas”.

La industria farmacéutica cubana produce el 63 por ciento de los 801 medicamentos que conforman el cuadro básico de fármacos, el restante 37 por ciento es importado por el MINSAP y el 47 por ciento del cuadro básico está destinado por el gobierno a la red de farmacias.

Rita María García Almaguer, directora de Operaciones del Grupo de las Industrias Biotecnológica y Farmacéutica, explicó a Granma que “la causa fundamental de la inestabilidad en las entregas de medicamentos por parte de la industria al sistema de salud es la falta de financiamiento oportuna para pagar a los proveedores con los cuales se negocia la adquisición de las materias primas, materiales de envases e insumos”.

Desde que la crisis de medicamentos comenzara hace un año, cada una de las 2,148 farmacias del país reservó un día de la semana para la venta de los pocos fármacos suministrados por el MINSAP. La farmacia de Ramiro, por ejemplo, determinó que ese día fuera el martes. Por tanto, desde el lunes los vecinos están pendientes del camión que llega a descargar los medicamentos de turno. El gran problema consiste en que nadie sabe las medicinas que estarán a la venta en la semana y no queda más remedio que ir y hacer durante horas una gigantesca filas sin la certeza de que vaya a servir algo.

“Hay que estar aquí sea como sea, porque son muy pocos los medicamentos y no alcanzan para todos”, dice Ofelia, la señora puntera en la cola. Ha llegado catorce horas antes del horario de apertura. Ofelia es negra, tiene 59 años y es jubilada.

“Hoy tuve que estar más tiempo porque mi esposo está para provincia y tuve que venir yo sola. Normalmente lo que hacemos es dividirnos el día. Yo marco y siempre soy la primera porque vengo desde el lunes por la tarde, luego él me releva por la noche y se pasa la madrugada. Y al final ya por la mañana vuelvo yo y compro y él se va para su trabajo”, dice Ofelia.

Ofelia trajo una manta para cubrirse del frío de la madrugada, una sábana vieja para tender en el piso de vez en vez y tomar un descanso, y una mochila militar que fue propiedad de su hijo. Dentro de la mochila tiene un termo con café, dos potes de comida que ya están vacíos, dos pomos de agua, uno con agua hervida para beber y otro con agua del grifo para enjuagar los cubiertos de la comida y para echarse en la cara y despabilarse en cuanto amanezca. “Ojalá estuviera en mi casa ahora durmiendo, pero hay que estar aquí, no queda de otra”.

Magalys, 29 años, es una de las dependientes de la farmacia a la que pertenece Ramiro. Lleva laborando un año, justo cuando comenzó la crisis de los medicamentos. A través de una ventanilla de cristal, a un costado de la farmacia, Magalys dice que “la cosa ya no está como antes, ha ido mejorando, pero tengo la impresión de que los cubanos son hipocondríacos, ellos mismo se automedican y siempre quieren estar comprando medicamentos como si fuera comida, para guardar, sobre todo dipirona. La dipirona es la reina de las casas cubanas”.

Según cifras del MINSAP, se requiere más de mil millones de tabletas del analgésico dipirona al año para satisfacer las necesidades de la población. La industria farmacéutica debe producir entre 84 y 86 millones de tabletas mensuales para cubrir la demanda.

“En los últimos seis meses la cobertura de este producto ha sido muy inestable, pues nuestras plantas no tienen capacidad para producir ese volumen y las deudas con los proveedores hicieron que se atrasaran las entregas y está prevista ya la cantidad necesaria hasta el mes de junio del 2018”, aclaró Rita María García Almaguer al periódico Granma.

Magalys masca chicle, viste un uniforme blanco ajustado al cuerpo y una bata de enfermera. “La población piensa que nosotros tenemos la culpa, pero nada nosotros somos los últimos en la escalera, eso tiene que ver con la fábrica, aquí en la farmacia solo vendemos”, dice en tono defensivo.

Las dependientes en la farmacia de Ramiro trabajan dos días y luego descansan otros dos. Además, tienen un turno de guardia de 24 horas ininterrumpidas una vez a la semana. Precisamente ahora, Magalys está de guardia. Tiene ojeras y está algo despeinada. “No me gusta que la guardia me caiga de lunes para martes, porque tengo que presenciar todo este panorama: la gente madrugando, vuelta loca por las medicinas. Ojalá ya todo se acabe de estabilizar”.

-¿Y qué les dicen los directivos a ustedes?, le pregunto.

-Que va a mejorar, responde.

-¿Pero hubo un momento peor que éste?

-Sí. Hubo un momento en que en los estantes solo había jarabe para el catarro y condones.

A las 8:00 de la mañana una de las dependientes de la farmacia abre las puertas y un bullicio retumba en la calle. La gente se desorbita, los que están delante se empujan y los que están detrás piden un poco de control. La dependiente grita: “Suave, suave, suavecito pa`que se les dé”.

Debe haber alrededor de cien personas reunidas. La mayoría se puso de pie como si fuesen un ejército y hubieran tocado una alarma de combate. La dependiente comienza a entregar unos tickets que garantizan un mayor orden en la cola, la cual ya dobla la esquina. Un hombre, a mitad de camino de la fila, me comenta que “a veces ni con los tickets uno garantiza comprar lo que busca. Yo he estado dos meses sin tomar mis medicamentos de la presión arterial”.

A un costado de la farmacia hay una hilera de cuatro teléfonos públicos y debajo hay un alargado tubo de hierro que sirve de asiento para los recién llegados. Una señora le dice a otra: “Hoy ya es por gusto coger algo aquí, tenemos que madrugar para no morirnos, esto en este país era impensado”. Su interlocutora le contesta: “No hay manera que uno pueda entender que en las farmacias no haya medicinas y que uno las encuentre en el mercado negro”.

Según el MINSAP, una auditoría nacional que arrancó en febrero de 2017 detectó en las farmacias hechos de corrupción asociados en su mayoría a la venta ilícita de medicamentos y al uso indebido de cuños y recetas.

Ramiro ya está cerca de entrar. Solo le quedan un par de personas por delante. Hay tanta bulla y tanta algarabía que ni podemos hablar. Ramiro me mira con complicidad a cada tanto. Me aparto del tumulto para esperar a que llegue su turno.

Ramiro aprovecha y prende un cigarro. Me toma del brazo y me dice, casi susurrando y mirando hacia sus costados para cerciorarse de que nadie lo escucha: “Yo vengo porque mi chequera no me da para comprar por fuera las pastillas y mi mujer está jodida del corazón, y si no vengo se me muere. Así y todo, siempre en el mes le falta alguna medicina, por suerte a mi hijo que tiene VIH no le faltan, él es un priorizado por el país”.

-¿Y cuando más en peligro él estuvo tampoco le faltaron los medicamentos?

-No, te digo que con eso el Estado si es fino. A ellos no les falta nada.

Meses atrás, García Almaguer en el Granma explicaba que el país había priorizado a los pacientes más graves y a los que requieren un tratamiento sostenido. “Se ha ido trabajando en el programa de VIH y atención al grave, así como de oncología, en los cuales se ha logrado mantener la cobertura y entrega estable de medicamentos”.

Me alejo del gentío. A unos metros observo cómo Ramiro entrega su ticket y entra en la farmacia. Demora siete minutos. Al salir me busca con la mirada y no me encuentra. Le hago una seña con la mano. Me dice que dos de las tabletas que debía comprar para su esposa ya se han agotado. Luego se queda mirando la calle Línea como quien mira al vacío. Un ómnibus le corta el hilo visual y confiesa: “No me gusta lo que está pasando en Cuba, pero yo no cuelgo los guantes por mi mujer”.

Texto y foto: Abraham Jiménez
El Estornudo, 15 de mayo de 2018.
Leer también: El botiquín de la virtud.

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