Rufino, 38 años, en sus escasos momentos lúcidos, reconoce que su vida tocó fondo. Y mira impotente hacia el cielo, como buscando una respuesta a su drama con el alcohol. No siempre fue un tipo sucio y grosero. Seis años atrás, trabajaba en un almacén de una empresa tabacalera, y entre lo que robaba al Estado y el salario recibido, se permitía mantener con cierto desahogo a sus dos hijas y su esposa.
-Una caja de tabacos la ofrecía por 20 cuc. Había días que vendía siete u ocho. Como mi esposa recibe remesas, entonces el dinero que me sobraba me lo bebía.
Empezó como un bebedor social. Y terminó como un borracho consuetudinario, que vende lo poco que le queda para darse un trago. Al principio tomaba ron y cerveza de calidad. Ahora, Rufino toma el alcohol de los miserables, filtrado con miel de purga, en serpentines improvisados, donde un litro cuesta 10 pesos. Ya no puede vivir sin beber. Su familia le puso un tratamiento médico. Pero nada. Rufino siempre volvía al alcohol.
Cuando estaba ebrio era un monstruo. Le pegaba a su esposa e hijas. Su mujer lo botó, como se botan las cosas viejas, cuando una noche de 2006 llegó a su pobre apartamento y lo vió desnudo entre vómitos, restos de comida y cucarachas que hacían una fiesta por todo su cuerpo.
Más nunca ha sabido de sus hijas ni de su mujer. Perdió el trabajo. Ahora vaga errante por los alrededores de La Víbora. Come, cuando come, de lo poco que la gente echa en las latas de basura. No tiene amigos. Sólo tipos tristes como él, que todos los días se agrupan en la esquina de la calle Carmen y 10 de Octubre, frente a la Plaza Roja, a tomar el trago de los olvidados.
Siempre terminan igual. Peleando entre ellos. En las trifulcas se golpean y arman un alboroto de mil demonios. Ya ni a la policía interesan. Si acaso los detienen un par de días, los bañan y les matan un poco el hambre en el calabozo de una unidad policial.
En sus breves períodos de lucidez, Rufino recuerda que fue un tipo que amaba a sus hijas y vestía con gusto. Le gustaba bañarse con agua tibia y comía caliente. Luego se sentaba junto a su esposa, a ver el culebrón de turno en la tele. Nunca pensó que su vida se convertiría en un infierno.
Cuando no está ebrio, los recuerdos lo llevan de nuevo al alcohol. Entre lágrimas y maldiciones, con los 10 pesos que consigue vendiendo algún artículo viejo o en pago por un favor, va donde siempre, a comprar alcohol destilado. Su existencia es un círculo vicioso. Y lo que le queda es entrar en la iglesia e implorarle a la Virgen de la Caridad para que la muerte pase pronto a llevárselo. Con una sola petición: que antes, lo deje ver a su mujer y a sus dos hijas.
Iván García
Foto: Los borrachos, acrílico sobre tela de Heart Industry, Flickr.
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