Solo y emperrado en aquel cuchillo de tierra y salitre que es Chile en el continente americano, el poeta Nicanor Parra (San Sebastián de Alico, Chillán,1914) ha hecho una obra poética que se moviliza como un iceberg en las letras españolas y tiene su poderío en el dominio de la palabra, la sensibilidad explosiva de un campesino convertido en un amargo profesor de matemáticas y en la soberanía de su latifundio de irreverencias.
El premio Miguel de Cervantes, que esperaba desde hace años, le llega ahora en el sosiego y la sabiduría de una edad en la que las recompensas se presentan acompañadas por evocaciones obligatorias de los amigos y compañeros que no tendrán vasos para el vino del brindis y, en su caso particular, con el recuerdo de su hermana menor Violeta Parra, la gran folclorista latinoamericana y universal que para el poeta fue siempre su viola chilensis.
Parra creció en una familia de artistas de tierra adentro. A los 12 años escribió el primer poema, una pieza ambiciosa divida en tres partes: los indios, los españoles y los chilenos. Todavía en los años 80 lo tenía en la memoria con todos sus alejandrinos bien medidos y rimados y comentaba con su característica ironía que en ese texto «observaba las leyes de la dialéctica y hacía la síntesis de las contradicciones».
El poeta viajó a principios de los años 30 a Santiago de Chile y estudió Matemáticas, Física y unos semestres de Ingeniería, Inglés y Derecho. En 1937, cuando todavía no sospechaba que estaba destinado a inventar la antipoesía, publicó su primer libro, Romancero sin nombre, endeudado hasta los ojos con Federico García Lorca.
Como dominaba con facilidad y maestría el metro tradicional se sintió autorizado a romper con esas músicas impuestas. En 1954, con su libro Poemas y antipoemas, se quitó de la cabeza el runrún del poeta de Granada, se sacudió las briznas de la hierba acicalada de Walt Whitman, expulsó a Chaplin, el vagabundo que almorzaba suelas, y a los poetas ingleses, a los surrealistas, a todos los que habían logrado tocarle el corazón y la palabra.
Para los poetas de América Latina, las generaciones que comenzaron a escribir y a publicar a mediados del siglo XX, el poeta de Chillán comenzó a verse como un auténtico caudillo de un proceso liberador.
Se le atacaba en público para quedar bien con algunos críticos y con los consagrados al lirismo ortodoxo. Pero se releía en privado y en tertulias de amigos (con la certeza de que no se podía imitar) para conocer las entradas secretas de unos sitios donde la poesía vivía en estado puro, confundida con la realidad y disimulada entre las ruinas de las pequeñas catástrofes diarias.
Parra salió a la calle a buscar la poesía salvaje y difícil de los muros, los anuncios, las conversaciones de barras, las broncas de esquina, los refranes y la vida. La encontró y la ha entregado con saña durante casi medio siglo para ayudar a los seres humanos a entender el desbarajuste de la existencia.
Con su obra, la poesía perdió el ornato de las cintas y los lazos. Y fue, más que nunca, una exploración, un viaje interior sin boletos reservados, sin abrigos ni provisiones en el que, a pesar del humor, la ironía y el ingenio, se siente una punzada y una pena. Celebremos ahora el Premio Cervantes con los versos de este Artefacto de Parra: «Dime cuáles son para ti/ las 10 palabras más bellas de la lengua castellana/ y te diré quién eres».
Raúl Rivero
El Mundo, 2 de diciembre de 2011
Leer también: El último invento de Nicanor Parra .
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