Hace 32 años, el viejo muelle del Mariel, a 45 kilómetros al oeste de La Habana, era una marea de cubanos de la Florida en short, mascando chiclet y tomando cerveza.
En una noche, el gobierno de Fidel Castro había montado decenas de timbiriches para la venta, a precio de oro, de pizzas, pollo frito y ron, a los compatriotas que venían en sus yates y lanchas de motores a recoger a sus familiares en Cuba.
Hagamos historia. El 1 de abril de 1980, el soldado Pedro Ortiz Cabrera murió en fuego cruzado de sus propios compañeros que protegían la Embajada del Perú, en la barriada de Miramar, intentando impedir la entrada como una tromba de un ómnibus robado con pasajeros que buscaban asilo en la sede diplomática.
Por esa época, se había convertido en una moda entrar a la fuerza en sedes diplomáticas situadas en la capital, en busca de asilo político. Entre el desespero y la angustia, miles de cubanos decidieron no seguir la mascarada de los panegíricos de Fidel Castro, el sofisma y la existencia espartana.
Cansados de aplaudir y de que sus vidas fueran manipuladas como si fuesen monigotes, cientos de miles de cubanos dijeron 'hasta aquí'. En un error de cálculo político, Castro ordenó quitar la protección policial a la Embajada de Perú.
En horas, la marea humana desbordó el recinto. Asombrado como los “heroicos compañeros revolucionarios” saltaban las verjas, el comandante único decidió virar la tortilla.
Y para maquillar el desastre de una revolución que comenzaba a hacer aguas, con la gente 'votando con los pies', huyendo en manada, Castro puso en marcha su eficiente aparato de propaganda.
A partir de entonces, quienes deseaban vivir en libertad, eran etiquetados de 'escorias'. Por decreto oficial, delincuentes peligrosos y dementes incurables fueron insertados entre los que emigraban, y poder demostrar ante el mundo que a Estados Unidos se marchaba lo peor de la sociedad cubana.
1980 fue un año duro. Miles de cubanos juraban ante oficiales de inmigración ser gays o prostitutas, que les permitiera obtener el salvoconducto que los librara de un sistema estrafalario de ordeno y mando.
Para facilitar el trasiego hacia la Florida se habilitó el Puerto del Mariel. 125 mil cubanos embarcaron por la dársena del minúsculo pueblo marino, con olor a salitre y polvo de cemento arrojado por las chimeneas de la fábrica enclavada en el lugar.
Justo en 1980, en esa bahía de aguas profundas, la revolución verde olivo comenzó a remar contracorriente. Yo tenía 15 años. Y recuerdo, cómo olvidarlo, la andanada de piedras y bolsas de mierda tiradas a la casa del profesor de literatura de la secundaria Tomas A. Edison, quien se había alistado entre los emigrantes. Era mi maestro preferido y me escabullí para no participar, en ésa ni en otras 'convocatorias revolucionarias'.
A diario, los estudiantes, en son de pachanga, iban a los domicilios de vecinos de los alrededores que decidían marcharse, a gritarles improperios y lanzarles huevos. Hubo golpizas. Así comenzaron, por toda la isla, los bochornosos actos de repudio. Linchamientos verbales de corte fascista y que 32 años después, el gobierno “más democrático del planeta” sigue realizando contra sus opositores.
En esa misma rada habilitada a la carrera para embarcar la 'escoria' y buscar divisas por la venta de sandwiches y cervezas, Brasil está invirtiendo 643 millones de dólares -de un total de 900- para convertirla en una ensenada de primera.
Los brasileños piensan en grande. Cuando el embargo sea historia, el puerto del Mariel podría ser tan importante como el de Miami. Quizás más.
Con un parque para 3 millones de contenedores; un área de maquiladoras donde la gente trabajará por dos dólares al día, o menos, y una zona franca de mercancías que se distribuirán en el resto del Caribe. Una propuesta atractiva para los inversores del gigante sudamericano.
Quizás el pueblito de calles estrechas, olor a salitre y cemento se transforme en una ciudad satélite moderna. El negocio sería mejor si los empresarios brasileños plantaran cara y le exigieran al gobierno del General Raúl Castro que a los obreros y empleados nacionales, les pagaran el 80% del salario que ellos ingresan al Estado cubano.
En sus países, los capitalistas de sociedades democráticas como Brasil, se consideran 'políticamente correctos' en materia derechos humanos y libertades, pero a la hora de invertir en países autocráticos como Cuba o China, esos mismos capitalistas, viran la cara al otro lado. Y a cambio de obtener grandes beneficios, les importa un bledo que a los trabajadores que laboran para ellos, el Estado les robe el 95% de su salario.
El Brasil de Dilma Rousseff daría un buen ejemplo si para el 2013, cuando se abran las operaciones por el Puerto del Mariel, llegara a un acuerdo con Raúl Castro, de no explotar a los operarios como si fuesen esclavos modernos. Pero eso está por ver.
Lo que ya es real es la transformación en el viejo muelle del Mariel. Desde allí, hace 32 años, 125 mil cubanos decidieron emigrar hacia una nación libre. Se les conoce como 'los marielitos'.
Precisamente ese puerto, donde en 1980 a toda hora mantuvieron altavoces con himnos socialistas y consignas oficiales, en un futuro cercano, será la principal baza del capitalismo de los hermanos Castro. Paradojas de la revolución.
Iván García
Foto: Tomada del blog A 90 Millas.
Muy interesante, al leer su artìculo me parece de viajar en el futuro, es muy triste esta situaciòn pero es màs triste que Cuba y los cubanos continuen con el règimen de los Castro.
ResponderEliminarY aunque Brasil u otro paìs capitalista tenga similes intenciones por lo menos proberemos otro làtigo, quizàs un poco màs dèbil.
El cambio serà inminente.
Saludos,
LP
Bueno ..creo que es lo mejor que se puede hacer..creo que Raul puede hacer un cambio y lo esta haciendo...tengamos fe y apoyo para lograrlo incruento.
ResponderEliminarLos Rosacruces