Yunia Palacios, 30 años, es una suicida en potencia. Se le nota al mirarla. Ella y sus tres hijos viven mal y comen peor. Es una mulata indiada con ligero retraso mental y una vida casi animal.
Su historia es un suplicio. Para los medios oficiales no existen personas como Yunia. Pero las hay. Y aumentan en flecha.
Nació en la empinada y caliente ciudad de Santiago de Cuba. Siempre ha sido infeliz. Lo típico. Hija de padres alcohólicos que la abandonaron a su suerte. A los 12 años embarcó hacia La Habana -el Miami de quienes viven en regiones orientales- y cayó en las garras de un tío que mientras dormía le derramaba semen sobre su cuerpo infantil.
Se escapó. Huir es es su estado natural. Desandando sucia y hambrienta por la Autopista Nacional se tropezó con un hijo de puta, que le triplicaba en años y en maldad. La golpeaba a su antojo y la preñó tres veces.
El tipo, un ratero de baja estofa, fue a prisión por matar ganado. Obedientemente, Yunia iba a visitarlo en la cárcel. Cuando salió, la echó de la casa junto a sus hijos. Bueno, no era exactamente una vivienda.
Vivían en una choza de hojas de palmas y piso de tierra. Dormían en unas colchonetas mugrientas entre cucarachas y ratones. Yunia volvió a pernoctar donde la atrapara la noche. Esta vez con una carga adicional, sus tres niños.
La joven ha acudido a diferentes instancias del gobierno para solicitar un albergue o un cuarto donde vivir. Siempre le daban la misma respuesta: esperar. Desesperada, pensó tirarse desde un puente de 40 metros de alto.
Si se quitaba la vida, pensaba, las instituciones del Estado se harían cargo de los hijos. La sangre no llegó al río. Abogados y periodistas independientes la visitaron y divulgaron su caso en 2009.
Suele ocurrir en Cuba, que una situación al límite se ventila fuera de la isla. Y en ocasiones dan una respuesta oficial. Pero la existencia de Yunia sigue siendo un calvario: las autoridades dijeron que podía residir en casa del padre de sus hijos.
Lo ideal hubiese sido que le hubieran proporcionado un modesto piso o una habitación. “La situación económica”, respondieron los funcionarios. Y tuvo que volver a la choza de su verdugo.
Cuando por las noches el padre de sus hijos le propina violentas palizas, Yunia corre a un pequeño monte rodeado de marabú. Allí, en silencio, piensa en la mejor forma de morir. Cuando el sol calienta y muestra el verdor de la campiña, entre cantos de sinsontes y el rocío del amanecer, Yunia da marcha atrás a su plan suicida. Renace en ella la esperanza.
Comienza a soñar despierta. Vivir un día en una casita con sus hijos y poder comer hasta saciar el hambre. Es todo lo que pide. Su ilusión se viene abajo al regresar a casa. Con las nuevas golpizas, vuelve a rondar en su cabeza la opción del suicidio. Yunia nunca la ha descartado.
Iván García y Laritza Diversent
Blog Desde La Habana, septiembre de 2010.
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