Josefina, 67 años, ama de casa, ha trabajado toda su vida como un animal de carga. Sus momentos de felicidad los puede contar con los dedos de una mano.
Es una negra gorda y fofa, de andar cansino, que vive en el marginal y mayoritariamente barrio negro del Diezmero, en el municipio San Miguel del Padrón, al noreste del corazón de La Habana. Pobre a más no poder, su futuro es el próximo día.
Siempre está improvisando. Tiene cuatro hijos, tres hembras y un varón, pero la vieja Miranda es la que dice la última palabra en la choza de concreto y tejas de aluminio donde hace 40 años vive.
En el mismo techo conviven tres generaciones distintas. La vivienda tiene tres habitaciones estrechas y poco ventiladas. A la entrada, detrás de la puerta, hay una vasija de barro repleta de collares y otras más chicas con sobras de comida y un mocho de tabaco.
-Es una ofrenda a Elegguá, a ver si la vida nos cambia. Ésa es mi lucha, un día tras otro, cocinar para buscarme tres pesos y ayudar a los hijos y nietos que están trabajando o en la escuela. Luego ver televisión, pero cuando llegan las 10 de la noche estoy dormida en el sillón.
Lo cuenta mientras en un amplio caldero cocina arroz blanco. Cobra una exigua pensión de 193 pesos (8 pesos convertibles), que se le evapora comprando ajo, cebolla, ají, tomate y viandas. Dos de sus hijos están presos.
-La hembra, por cómplice de un robo con fuerza, está en Manto Negro, la cárcel de mujeres, en las afueras de La Habana. Y el varón, de 34 años, el de menor edad de mis cuatro hijos, en la prisión de Boniato, en la provincia de Santiago de Cuba, por matar vacas.
Josefina continúa hablando sin dejar de cocinar. Ahora, en una olla de presión, prepara unos frijoles colorados con un olor tan sabroso que a uno se le hace la boca agua.
-Y eso que nunca tengo hueso de jamón, tocino, chorizo o morcilla para prepararlos como Dios manda.
La vida de esta familia es aburrida y sin sucesos agradables. Las dos hijas que viven con ella ganan bajos salarios. Al regresar del trabajo, junto a su madre, preparan 12 o 13 raciones de comida que vende a 25 pesos por el barrio. Sus esposos lo único que saben hacer es beber ron infame, jugar dominó y pelear.
-Aquí en mi casa no los quiero, son un par de vagos, lo más duro de este miserable país lo tenemos que cargar las mujeres. Mire usted, además de buscar y cocinar la comida para ganarnos unos pesitos, tenemos que lavar, planchar y atender a los hijos, nietos y también a los maridos. Debieran hacernos un monumento.
El gobierno de los Castro no ha pensado en eso. Las leyes cubanas favorecen poco a las mujeres, de cualquier edad y estado civil. Cuando se divorcian, la ley le reclama a los padres mensualidades que suelen oscilar entre los 50 y 60 pesos (de 2 a 3 pesos cubanos convertibles).
-Esa cantidad es una burla. Ese dinero nada más alcanza para pagar el comedor del seminternado en la escuela primaria, dice con ironía Esther, una de las hijas de Josefina .
También la violencia familiar va en aumento. La sociedad cubana no sólo ha tocado fondo por su interminable crisis económica, sino por su devaluación social y moral. Cuba es un país donde las mayorías de la familias están divididas por el éxodo migratorio, la ausencia de matrimonios estables, el gran número de divorcios y la violencia doméstica y de género.
La miseria y la escasez material dan como resultado que en en muchos hogares se vivan verdaderos infiernos chiquitos. Al menor contratiempo, se desata una tormenta. Ya sea si un pariente coge el pan que nos corresponde por la cuota o se come uno de los 10 huevos que el Estado cada mes asigna per cápita por la libreta de racionamiento.
Pero a lo que vamos. Si alguien ha sufrido con más intensidad las penurias y la desilusión por la falta de un futuro claro, ésas han sido las mujeres cubanas. En particular si son jubiladas y madres solteras. Como Josefina , la ama de casa que vive en una humilde barriada de San Miguel del Padrón.
La vida para ella es un círculo vicioso infinito: llevar a los nietos a la escuela, cocinar e intentar buscar un puñado de pesos para sobrevivir en las duras condiciones del socialismo cubano.
A pesar de sus escasos momentos felices, Josefin es atenta y hospitalaria con quienes la visitan. Si pasa usted por el Diezmero, no deje de probar sus frijoles colorados. Sin morcilla, tocino o chorizo. Pero son para chuparse los dedos.
Iván García
Publicado con el título Frijoles, sudor y lágrimas en noviembre de 2009 en El Mundo/América.
Foto: Jeff M, Flickr
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