Dejó su marca original en el filin, que es una manera de cantar poemas. La puso en el mambo, en el bolero, en el jazz latino, en el montuno, en todo lo que ha sonado bien, lo que ha sido armonioso y trascendente en la música de su país. Y ahora, Dionisio Ramón Emilio Valdés Amaro (Quivicán, Cuba 1918), con el sobrenombre de Bebo, repasa su vida y le deja al piano cualquier nota que lo asalte en su casa de Benalmádena.
Ahí está, a salvo de la barahúnda de la gloria y la fama, con el teclado enfrente como si su instrumento fuera, al mismo tiempo, un confesionario y un suplemento de la memoria con ese resorte especial que tiene la música para ofrecer, con unos acordes, pedazos de historias, noches, fragancias y una sucesión precipitada de los sentimientos.
Para muchos críticos y especialistas es el músico vivo más importante de Hispanoamérica, para algunos artistas como Paquito D'Rivera, Fernando Trueba, Nat Chediak o Diego el Cigala, un amigo y un maestro silencioso. Yo creo que él mismo se ve como un pianista, compositor, arreglista y director de orquesta que se tuvo que ir a buscar la libertad en México, Suecia y España.
Se asume como un hombre callado que pasó 30 años en el anonimato en Estocolmo, dedicado a su familia y a trabajar en la orquesta del ballet y en una cadena de hoteles, mientras escribía y tomaba notas para unas piezas que le esperaban en una fecha que no podía ver ningún adivino ni salía en los cocos o los caracoles que consultaban en Cuba los santeros.
A pesar de ese olvido de tres décadas, Valdés dijo que nunca se retiró. «No salía a tocar, pero seguía escribiendo música y arreglos. Cuando hago mis composiciones las hago porque me gustan, si no las uso yo quedarán para mis hijos».
En aquella Suecia donde encontró otro amor y otra casa, el artista era nada más que un señor que pasaba, un tipo alto y solitario, con las luces apagadas y sin una sola cámara al asedio, hasta que el saxofonista Paquito D'Rivera lo llamó por teléfono en el invierno de 1994 y se fueron a grabar a Alemania los temas de Bebo Rides Again.
Sí, le importan los premios, los reconocimientos, pero no es un cazador de recompensas. Es un artista que trabaja todos los días con la misma fuerza con la que escribió el mambo La rareza del siglo, inventó el ritmo de la batanga y trabajó como arreglista de Ernesto Lecuona, Rita Montaner, Xiomara Alfaro, Monna Bell, Lucho Gatica, Pío Leyva y Rolando La Serie.
Una vez confesó que no canta ni reza. No le teme a la muerte. Detesta los dictadores. El único viaje que añora es uno a la tierra de sus antepasados africanos. Le quedan pocos amigos de la infancia. No guarda nada debajo de su cama, no tiene aspiraciones, colecciona música y tiene la manía de sentarse a tocar piano.
Quivicán es un pueblo que dormita al sur de La Habana. Allí nació Bebo y le pusieron un apodo rural que arrastra todavía entre la gente más cercana: Caballón. Le han llegado fotos de aquel sitio y asegura que ya no reconoce casi nada.
No sé qué verá desde su ventana andaluza el gran músico, pero debe pasarle como al poeta Gastón Baquero que, desde Madrid, con los ojos cerrados, veía el Paseo del Prado de La Habana y escuchaba el rumor del mar en el malecón. Bebo se fue de su país en 1960. «Llevo muchos años fuera, qué voy a decir, Cuba es todo para mí».
Raúl Rivero
Raúl Rivero
Video: Bebo Valdés y el bajista español Javier Colina interpretan Rosa Mustia, de Ángel Díaz, uno de los fundadores del movimiento cubano del feeling junto a José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Ñico Rojas, Rosendo Ruiz hijo, Elena Burke y Omara Portuondo, entre otros. Comenzó a fines de los años 40, en la casa del trovador Tirso Díaz, cercana al Callejón de Hammel, en el centro de La Habana.
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