miércoles, 11 de julio de 2012

Retrato de un viejo revolucionario (y de una vieja revolución)



Cuando Leandro nació, allá por 1930, no había televisión. Por supuesto, tampoco existía internet, ni computadoras y teléfonos móviles. La radio sí, el cine ya no era mudo y los periódicos tenían muchas páginas.

Aún recuerda cuando a los 13 años en San Antonio de los Baños vio dos aviones volando en perfecta formación de combate. “Esos pájaros de hierro han superado la imaginación de Dios”, le comentó su padre, mecánico de una base militar en las afueras de La Habana.

Tenía 27 años cuando se enroló en una célula de Acción y Sabotaje, del Movimiento 26 de julio, que una noche de 1958 se dispuso a paralizar la ciudad colocando 100 bombas caseras y cocteles molotov.

En esa época, Leandro pensaba que la imaginación del hombre había llegado a su límite. “Todo está inventado. Teléfonos, autos, trenes, aviones, barcos y hasta bombas atómicas, así que déjate de pendejadas”, le dijo a un amigo, fanático a las revistas estadounidenses de ciencia y técnica, cuando éste le comentó que algún día el hombre volaría a la luna y los robots controlarían la producción de acero y de automóviles.

Desde entonces, Leandro se convirtió en un agnóstico de la ciencia. Era muy complicado para él. Prefería leer los panfletos subversivos. Su biblia fue La Historia me Absolverá.

Cuando el 8 de enero de 1959 Fidel Castro entró en La Habana, encaramado en un tanque Sherman, barbudo y joven, Leandro y sus compañeros de Acción y Sabotaje ocuparon varias estaciones de policía y saquearon residencias de los sicarios de Batista.

También asaltaron casas vacías que les parecieron demasiado elegantes. Así se hizo de su primera nevera Frigidaire y un tocadiscos de una marca que no recuerda.

Poco después, a batazos y con un hacha de carnicero, despedazaron ruletas, mesas de póker y máquinas tragaperras. Era un hombre curtido para la pelea y el jaleo.

Recuerda una noche caliente de 1960, cuando su superior en la incipiente policía revolucionaria le encomendó la misión de organizar pequeños grupos de civiles, que se encargarían de destrozar las sedes y talleres rotativos de varios periódicos de tirada nacional.

A hierro y fuego se le quedó grabada una charla con su jefe de batallón: “Aquí lo que vale es lo que diga Fidel. Si el comandante dice que esto es comunismo, vamos detrás de él. Lo que vale es la lealtad. La duda es cosa de flojos”.

Esa fue su máxima en la vida. Aún lo es. Por devoción a un líder, peleó en Girón, se adiestró en técnicas de sabotaje en una base militar secreta y, bajo una llovizna fría, en octubre de 1962, juró que prefería morir en una hecatombe nuclear que ceder ante las presiones políticas de los yanquis o de los soviéticos.

Estuvo en varias batallas y guerras civiles en África. No le importaba a quién disparaba. Le daba igual que fueran negros de la UNITA, blancos sudafricanos o soldados somalíes, que años atrás estuvieron en el mismo bando.

Lo suyo siempre fue “Comandante en Jefe ordene. Pa’lo que sea Fidel, pa’lo que sea”. Lo demás no importaba. En 1980, Leandro fue un piquetero furioso, encargado de aglutinar gente del barrio para gritar improperios y lanzarle huevos a ‘los degenerados de mala madre’ que decidían marcharse por el Mariel.

La vida civil se le hacía incómoda. En pocos segundos armaba y desarmaba un AKM. Le aburría dirigir a ‘esa partida de vagos y borrachos que trabajaban en una fábrica de cerámica’.

Pero la ‘etapa dulce’, la de la violencia revolucionaria había pasado. Ya el muro de Berlín había sido barrido por la historia. Y los fraternales camaradas soviéticos apresuradamente prepararon las maletas y partieron rumbo a sus repúblicas, de la noche a la mañana transformadas en naciones independientes y soberanas.

“El mundo no hay quien lo entienda. Estos yanquis, tan hijos de puta y desalmados, se han llevado el gato al agua en esta guerra de ideologías”, dice Leandro sentado en el balcón de su casa.

En los 90, la misión fue resistir. Y vigilar a los “mercenarios y contrarrevolucionarios”. En su barriada había unos cuantos. Cuando la Asociación del Combatiente lo ordenaba, “organizábamos un mítin de repudio a esos tipejos”.

Ya cumplió 81 años, pero Leandro sigue firme en sus ideales. Confiesa que daría la vida por Fidel. Con Raúl se lo piensa. “Está haciendo cosas que no me gustan. Darle ala a los maricones y travestis es una bomba de tiempo. Y es peligroso darle tanto espacio a los cuentapropistas. Cuando hagan mucho dinero, se le van a virar con carta, te lo aseguro”.

A pesar de los cuestionamientos, cuando suena su celular, asignado por la Asociación para movilizaciones urgentes o armarle una contrarrespuesta a opositores de barricada, Leandro no deja de asistir.

“Las ordenes se cumplen. No se discuten. Así de simple. O ellos (la oposición) o nosotros. Si esos cabrones toman el poder van hacer lo mismo. Por suerte, ya estoy viejo”, dice.

Y le pide a un nieto que le revise en el móvil si ha entrado algún SMS. “No se andar en estos cachivaches. Cuando yo nací, no había celulares ni internet”.

Iván García

Foto: Una de las muchas vallas con propaganda revolucionaria que todavía se encuentran por toda la isla. Con una de las tantas promesas incumplidas por Fidel Castro, cuando el 16 de abril de 1961 enardecido dijo que la revolución cubana iba a ser de los humildes, por los humildes y para los humildes.

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