miércoles, 19 de octubre de 2011

Jorge Amado: religión, sensualidad, pobreza


Jorge Amado estaba convencido de que él era el escritor más negro de Brasil, el que mejor sabía entender la belleza y el movimiento de sus mulatas y el que conocía, por contacto directo, hambres y malas noches, la marginalidad y el sufrimiento de los vagabundos, las prostitutas y los pobres, la gente que llevó a vivir como protagonistas de su novelas.

Ahora que Brasil se prepara para revivirlo el año que viene en su centenario, han comenzado las búsquedas y los homenajes. Empieza a producirse una necesidad más honda de acercarse a la obra y la vida de un tipo polémico, complejo, siempre en evolución, que recibió doctorados en varias universidades de Europa y de América Latina, fue condecorado con el Premio Stalin en 1951 y vivía orgulloso de su misteriosa credencial de Hijo de Xangó, un orishá, una deidad del panteón de los candomblé, la poderosa religión afrobrasileña que agrupa a millones de hombres de todas las clases sociales del país.

Jorge Amado se sentía comprometido con ese mundo olvidado, con los habitantes de unas barriadas peligrosas, sin recursos y sin esperanzas. El escritor tenía sensibilidad, mirada y valor para llegar a esos territorios y contar sin aspirinas la riqueza encubierta de aquellas vidas.

Por poco cita a Neruda (Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando) en el momento en que habla de su manera de hacer literatura. «Sé escribir», dijo, «sobre las cosas que viví, que conozco desde dentro y no desde fuera. No por oír decir, no por haber estudiado en tratados. Hablemos de la santería y del candomblé. Me llevó a ese conocimiento que tengo, a esa actividad con el pueblo de los cadomblés, la necesidad que tenía de conocerlo íntimamente, si yo quería crear sobre los brasileños, del pueblo de Bahía».

Es verdad que sabía porque allí se quedó siempre, incluido el tiempo (cinco años) en el que tuvo que salir al exilio (por su militancia en el Partido Comunista) porque el autor de Gabriela, clavo y canela y Doña Flor y sus dos maridos, juraba que viajó a todas partes con Brasil adentro.

En sus libros iniciales hay un estilo realista y cortante, primo segundo de la denuncia. Luego, Amado, sin abandonar a su plantilla de protagonistas, le hace caso también al mar, al color, a las cumbanchas. Se deja seducir por el amor y las guitarras, por la pasión y todas sus músicas y, así, los relatos de marineros, pescadores y tránsfugas en las regiones revueltas de los cultivadores del cacao se hacen una nueva dimensión y se universalizan.

En Bahía pasan muchas de las historias que conforman la obra del brasileño. Sus fidelidades al entorno, las zonas testimoniales de esa escritura, tienen un añadido de humor, violencia y calores en donde los orishás africanos son confinados con aguardiente, cáscara de huevo y humo a un segundo plano, y es Eros el que controla el panorama.

Uno de los personajes de Amado dice por ahí que no pueden raptar a todas las mujeres del mundo, «pero se deben hacer esfuerzos en ese sentido».

El niño que fue Amado tenía grabado en la cabeza un episodio de violencia que el escritor solía recordar con frecuencia cuando iba camino de la vejez. Narraba un episodio en el que un individuo se acercó un día a la hacienda de su familia y, a tiro limpio, mató un caballo y dejó tres balas incrustadas en el pecho de su padre.

Algunos de sus libros (escribió 22 novelas, teatro y biografías), que narran las hazañas de los pícaros y los enamorados de aquellas contiendas, han sido los de mayor éxito editorial en Brasil. Los héroes y las heroínas siguen vivos en la memoria de los lectores brasileños y en la de los de casi todos los países de América Latina adonde han llegado traducidos o destrozados en telenovelas.

El Jorge Amado que comienza a reanimarse en sus 100 años es el que sabe ponerle los tambores a las tragedias cotidianas, el que no renuncia a contar la verdad, pero la cuenta toda. El escritor que le puso unos espejuelos o le cambió un sombrero a un personaje, el que le inventó dos aventuras adicionales a una señora y tres frases estúpidas a un chulo y no traicionó nadie. Ni le quitó alegría a una escena donde sobraba la amargura.

Raúl Rivero

El Mundo, 10 de septiembre de 2011

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