No deja de asombrarme la cantidad de opositores pro-democráticos que acogen como un mesías y escuchan con devoción al empresario cubanoamericano Carlos Saladrigas ahora que viene cada varios meses a La Habana, autorizado por la dictadura, a hablar de reconciliación nacional.
Y no es que personalmente tenga algo en contra de la reconciliación entre todos los cubanos, ¡que más quisiera!, pero es que se nota a la legua -y Saladrigas no se esfuerza demasiado en ocultarlo- que dicha reconciliación es sólo un medio para lograr su fin: conseguir que el régimen autorice a los cubanoamericanos a invertir y hacer negocios en Cuba.
Saladrigas habla muy poco, si es que lo hace, de las libertades políticas. Para él, es como si el mercado por sí solo fuera a traer la democracia a Cuba. Tal vez, se conformaría con que algunos de estos inversionistas venidos de la diáspora -una versión cubana de los exiliados inversionistas chinos- pueda tener representantes en la Asamblea Nacional del Poder Popular. Para aplaudir a sus partners del partido único y las fuerzas armadas, no faltara más.
Saladrigas, de tan anticastrista que era, se oponía a cualquier diálogo con el régimen y fue de los que más hicieron por impedir que vinieran cubanos de Miami a las misas que dio Juan Pablo II en Cuba en enero de 1998. Pero catorce años después, dejó lo que ahora llama histeria y dio su más entusiasta OK para que vinieran, con bastantes dólares, a las misas de Benedicto XVI, a pesar de que durante la estancia del Sumo Pontífice, varios centenares de disidentes estaban encerrados en calabozos, molidos a golpes, sitiados en sus casas, y con las líneas de los teléfonos cortados.
Que me perdone Mr. Saladrigas si estoy equivocado, pero tanto hablar de la necesidad de que la dictadura -que él no llama así ni por casualidad- permita a los empresarios cubano-americanos invertir en Cuba para montarse en el tren de los cambios económicos, hacer lo suyo y ganar bastantes billetes, sin hablar de libertades políticas, me suena más a oportunismo que a patriotismo.
Saladrigas y los empresarios del exilio -ahora algunos prefieren llamarlo diáspora- que sólo esperan una señita para montarse en el tren de los cambios que no son tales, sino “actualización del modelo”, me recuerdan a Jasón y los argonautas que partieron a la Cólquide a buscar el vellocino de oro. Durante el viaje, abandonaron a Hércules, porque su peso hacía peligrar el barco. Estos de ahora, antes de enfrentarse al dragón y los dos toros terribles, echan del tren -sin todavía acabar de montarse- a la democracia, que les pesa demasiado.
Pero Saladrigas quiere quedar bien con su conciencia. Que luego no digan que el traqueteo del tren no le permitió escuchar los quejidos ni enterarse de los daños colaterales. Conocedor de los males que puede traer el mercado, aun más en el socialismo de mercado, donde pagan poco y no hay derecho a nada, Saladrigas aconseja contar con la Iglesia Católica para que atempere las durezas del capitalismo deshumanizado que vendrá. Supongo que sea con albergues para los que no tengan casas y ollas colectivas para los hambrientos. Y que el cardenal invite a Seguridad del Estado a entrar en los templos para sacar por la fuerza a los que se pongan majaderos.
En la más reciente venida de Saladrigas a Cuba, varias decenas de personas colmaron el Instituto de Estudios Eclesiásticos, en la Habana Vieja, para escuchar arrobados al mesías del Cuba Study Group, y aplaudirlo, con los ojos aguados por la emoción.
Aconsejaría pensarlo dos veces antes del próximo aplauso y la próxima lágrima, no sea que Saladrigas, tan pragmático y conciliatorio como es, trueque a sus admiradores de la disidencia interna, no por compotas o un plato de lentejas, sino por el permiso para hacer negocios en Cuba. En definitiva, para eso los mandarines no necesitan cambiar demasiadas cosas: basta con unos cuantos decretos leyes y un cuño del Ministerio del Interior.
Luis Cino
Cubanet, 23 de abril de 2012.
Foto: Tomada de Saladrigas se sube al tren de los cambios.
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