Al volver a Cuba de la mano de Ernesto Lecuona (compositor cimero de la música cubana, también guanabacoense), en enero de 1935, Bola actuó en los teatros habaneros Campoamor y en el Principal de la Comedia, limitándose a reproducir los éxitos que le habían granjeado el reconocimiento popular en México. Algunas de sus primeras composiciones alejadas del folclor -Señor, por qué, Lejos de ti- las popularizaron otros intérpretes.
Él, en cambio, seguía asumiendo los distintos personajes que las canciones de corte afrocubano y popular exigían. Una de sus características era que en el escenario podía ser –y, de hecho, era- muchos cantantes a la vez. No se paseaba galante para que aplaudieran sus virtuosismos, que no los tenía. Bola estaba allí para epatar de modo, digamos, más íntimo, no en plan vedette. “Cultivo la expresión más que la impresión”, decía. “No me interesa impresionar, sino tocar la sensibilidad del que escucha”.
Era teatro al piano, melodía histriónica, cruces raros. Revisar con lupa los artefactos sonoros que son los temas de Bola permite toparse con una relojería inédita, el invento de un genio atormentado que no quería dejar nada afuera. Y la amalgama de registros adquiere, dentro de los dos o tres minutos que duraban sus temas, una plasticidad natural, cauce que discurre sin aparentes pretensiones entre la exigencia, la ternura, el candor, el enfado, la carcajada que brota como un ramillete desde el corazón mismo de la canción, y el piano nostálgico, con frecuencia minimal, que parece formar parte de una vigorosa ensoñación.
No hay un personaje del imaginario afrocubano que no haya encarnado hasta el límite. Fue el velador delicado, el calesero fiel, el sujeto zalamero y barrial, un poco chismoso y preguntón, el rumbero molesto y vengativo. “Cuando la canción que yo canto me gusta más en otra voz, la saco de mi repertorio”, dijo.
A ver si entendemos. Cuando Rita Montaner interpreta El manisero, hay un despliegue de aptitudes, una voz trepidante, pero es Rita Montaner pregonando. Es ella que, por un rato, se ha puesto a vender maní. Cuando lo interpreta Bola de Nieve, él es el manisero. Un don nadie alegre que está vendiendo maní para siempre y que, si no vende maní, no come.
En este juego de representaciones, alguien, el maestro Armando Oréfiche, se percató de que Bola también tenía que actuarse él, y le compuso Mesié Julián. El tema, de 1943, preconizaba todo lo que le sucedería. Ir a Nova Yol, Broguay, ser el gran yentlemán de blondas allá en Parí.
Pero Bola sabía desacralizarse. Uno de sus méritos indudables fue no escalar sobre su singularidad para luego renegar de ella, sino hacer de su localía un ejercicio estético que podía entenderse y conmover allí adonde fuese. En los contextos más lejanos y desconocidos, logró decir algo particularmente único: de dónde era, de dónde venía, a qué se debía. Y, de la misma manera, también llegó a decirnos que si decíamos, bien dicho, de dónde éramos, de dónde veníamos y a qué nos debíamos, nos podían entender en cualquier lugar. Y más: que diciendo de nosotros lo que debíamos decir, también podíamos decirles, a los otros, cosas que desconocían de ellos mismos.
Hizo del costumbrismo un arte mayor. Llegó a impostar el habla de la poesía negrista de manera tal que parecen los recortes inevitables de alguien que, por más que lo desee, no puede hacer más. Las sílabas truncas, las interjecciones, las fusiones gramaticales, los acentos aleatorios, las vocales mochas, todo es el resultado de una voz ahogada, perentoria, que quiere cantar como dicta la norma y se le vuelve imposible.
La sincronía entre las manquedades es ejemplar y de ahí su originalidad. Bola tapaba los remaches, disimulaba las ataduras y luego empaquetaba en piezas cerradas la polifonía de sus demonios. Escucharlo es liberar un torbellino, desamarrar un nudo.
Como intérprete, hizo lo que se esperaba de él, pero también comenzó a trabajar en lo que él esperaba de sí mismo, componiendo algunas de sus grandes canciones: Por mirarme en tus ojos, Mi postrer adiós, Ay, amor, Si me pudieras querer. Nunca se anotó demasiados méritos. “De las cosas que así me salieron”, decía, “cancioncitas baratas de esas que yo hago, hay algunas que me han gustado. Pero yo no creo que soy alguien para tocar la campanilla del gran éxito como compositor”.
Hacia agosto de 1935 comenzó a trabajar en la radio. Luego viajó a Buenos Aires con Lecuona, se hizo famoso en Argentina, apareció en una película de Leopoldo Torres y compuso música para cine. Fue a Chile y a Perú, abarrotó teatros, hizo caricaturas de Berta Singerman y de Margarita Xirgu. Comenzaron a compararlo con Maurice Chevalier y con Louis Armstrong. Leyó poesía e intimó con Nicolás Guillén. Encandiló con su dentadura siempre desenfundada y sus gestos de abuelo regañón. Acostumbraba a sermonear o a narrar alguna fabulilla cimarrona mientras le sacaba al piano notas de una inexplicable sencillez, como si goteara sobre el teclado.
Ya en 1940 se podía hablar de un estilo. Frac, piano de cola, voz ronca de “vendedor de mangos”. Solía manejar una tesis con la que justificaba un éxito que los periodistas no podían entender del todo. Decía que él iba al interior, a lo que la canción tenía por dentro. Y era verdad. La descascaraba como una fruta y luego se embarraba todo.
Tuvo también otros méritos. Zafar del papel que tutores como Lecuona le diseñaron dentro de sus espectáculos y del rol que sus propias características parecían imponerle. Contaba con el suficiente empuje como para ser algo más que el gracioso negrito del folclor. Durante los siguientes veinte años, robó algo de cada país al que fue. Y fue a muchos: toda Europa occidental y América Latina.
Interpretaba, sí, canciones como Drume negrita o Chivo que rompe tambó, pero también tomaba piezas icónicas de los repertorios locales y las incorporaba al suyo. Un golpe maestro que explica por qué, con los años, fue no solo un artista admirado sino ampliamente querido, al que le gritaban constantes vivas y que, según los críticos, “gustaba un horror”. Alguien que uno quería besar, no que nos firmara un autógrafo.
-Si nos fijamos en su repertorio, dice la periodista e investigadora Rosa Marquetti, todas eran canciones que, aunque no fueran suyas, él podía suscribir. Por su propia historia, por sus angustias.
Se pasaba meses con la lupa de su sensibilidad sobre una canción, zafándole los tornillos, repasándole las inflexiones y los acentos más insospechados, y no incorporaba nada hasta no estar seguro de que iba a entregarle al público algo completamente nuevo, y muy suyo.
De Cataluña, tomó el villancico anónimo Lo desembre congelat. De Madrid, El caballero de Olmedo, una de sus más finas interpretaciones. De Perú, La flor de la canela de Chabuca Granda. Y de París, La vie en rose. Al escucharlo, Édith Piaf dijo que nadie la cantaba como él.
Pero en elogios, fueron varios los que no se ahorraron. Rafael Alberti dijo que era un “García Lorca negro”. Y Jacinto Benavente, que “no se podía hacer más con una canción”. Bola iba de tocar en El Gato Tuerto habanero, o en un cabaret fogoso como el Tropicana de los cincuenta, a seducir en el Carnegie Hall o a trabajar para la compañía de la coplera española Conchita Piquer.
A pesar de todo, su país no lo valoraba como debía. Ninguna disquera cubana se dignó a grabarle un álbum y las revistas de farándula lo ubicaban en la categoría de “excéntrico musical”. En algún sentido, lo era. Excéntrico en mayúsculas. Tanto que, cuando triunfó la revolución en 1959 y el grueso de sus pares huyó en estampida, él decidió permanecer. A ver qué tal.
La anécdota recoge la homofobia implícita en la época, pero también la gracia natural de Bola. Le preguntaron por qué, siendo homosexual, había decidido quedarse en Cuba y apoyar la revolución, y respondió que debía ser que a él le gustaba todo lo macho, y que la revolución era muy macha.
No es que los años de la República hayan sido un paseo para Bola, porque fueron justamente esos años los que enquistaron su melancolía, pero todavía resulta un misterio cómo sobrevivió en una Cuba revolucionaria que, casi inmediatamente, se dio a la tarea de reeducar a los homosexuales. Y no solo sobrevivió, sino que fue más abiertamente homosexual que nunca.
¿Cuál era su salvoconducto? ¿La fama? ¿El carisma? ¿Su genuina simpatía por el proceso? ¿Su fidelismo declarado? Pero es que incluso su sentido del humor también sobrepasaba los límites oficialmente permitidos. “Mi hermano Dominguito”, decía, “siempre fue comunista: él fue quien le enseñó marxismo a Carlos Marx. Yo no entiendo de política, pero me gusta el socialismo. Es justo”.
A Bola le gustaba vivir bien, regalarse lujos exclusivos, comer platos finos, moverse en la farándula del arte, vestir de etiqueta, mantener el porte y la clase. Nada que el imaginario de la revolución ponderara.
Era, según la fidedigna letra de Mesié Julián, “un negro sociar, intelertuar y chic”, pero lo cierto es que, como embajador cultural del nuevo gobierno, recorrió toda Europa del este y fue hasta la China a entrevistarse con Mao. Intelectuales como Carpentier o Guillén le rendían homenajes, y en 1960 la firma Sonotone lanzó el long-play Este sí es Bola. Ahora aparecía en la televisión y cantaba en escenarios de la Central de Trabajadores de Cuba y en aperturas de congresos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, pero no parecía molestarle.
Hacia junio o julio de 1964, inauguró el restaurant Monseigneur en la esquina de 21 y O, Vedado. Fue su consagración. En medio de La Habana obrero-campesina, Bola se inventó un sitio distintivo, famoso por la cordialidad del anfitrión, el trato de los camareros, la calidad gastronómica, la elegancia en el decorado, el detalle puntilloso.
-El Monseigneur no era caro, pero era caro, dice Rosa Marquetti.
Ostentaba aires de exclusividad. Había, por ejemplo, que vestir obligatoriamente de saco, lo que podía tomarse, de acuerdo a los tiempos que corrían, como un rezago pequeñoburgués. Pero la carestía del momento -la, todavía, “irredenta pobreza”- ya se echaba a ver. Hubo que habilitar un stock de sacos a la entrada, para que también pudieran entrar los que no tenían ropa adecuada. Sigue siendo -no importa lo que haya pasado después- un detalle luminoso.
Se trabajaba sin apuros, los cocineros debían lucir sus mejores galas. La vajilla, los cubiertos, las lámparas, los adornos de porcelana provenían del extranjero. Bola los compraba en cada uno de sus viajes y los traía en maletas viejas. Prefería las maletas viejas para que se supiera que había viajado mucho. “No me gusta ir con maletas nuevas y bonitas”, decía. “Quiero maletas con chichones de otras maletas”.
Montó cuadros al óleo con motivos de época, una breve cortina en forma de cascada para el escenario, una marquesina cubierta de un verde billar ribeteada de blanco donde se leía: “Monseñor (Chez Bola)”. Y alfombró los pasillos para que las pisadas fueran menos fuertes y, por tanto, la gente hiciera menos ruido. Según Bola, maestro en calcular las modulaciones del sonido, cuando uno pisa una alfombra, baja intuitivamente la voz.
El Monseigneur fue su guarida, donde amalgamó mejor que nunca sus virtudes, por llamarlas de algún modo. Trabajaba en la escena sobre la base del hipnotismo -sus donaires, sus magníficas expresiones faciales-, pero no para un público borrego. Necesitaba, se dice, oyentes activos, participativos.
El gusto por Bola llegaba después de que nos hubiese calado, de ahí que la rimbombancia de la seducción inmediata le fuese ajena. Es más: si hubiera querido hacerlo, tampoco habría sabido. Que la vida se le escapara constantemente era consustancial a él.
Dentro del imaginario de la revolución, donde las cualidades físicas se supeditaban a las virtudes morales, comenzó a sentirse menos feo. Aunque no menos contradictorio. Contagioso y teatral por momentos, también podía volverse pura calamidad. Su arte tenía dos caras bien definidas: una chistosa, otra casi trágica. A partir de determinado momento, solo sumó a su repertorio temas de desamor.
-La canción, como género, fue el vehículo con el que una generación de pianistas cubanos negros y gays logró realmente expresarse. Es el caso también de Orlando de la Rosa, Felo Bergaza o Bobby Collazo. Grandes instrumentistas, buenos compositores, que encontraron ahí su realización. Todos arrastraban una cuota de sufrimiento muy grande, precisa Rosa Marquetti.
¿Cuáles fueron los amores de Bola? No se sabe del todo. Según Ramón Fajardo, que no incluyó el dato en su biografía para no levantar ronchas, su último noviazgo fue con un tal Rigoberto, hombre casado y con hijos, rumbero profesional.
En La flor de la canela, Bola no cambia el artículo cuando se refiere al amado, lo que normalmente hacen los intérpretes hombres con canciones compuestas por mujeres, y viceversa. Dice: “¡Déjame que te cuente, limeño!”, “¡ay, deja que te diga, moreno, mi pensamiento!”. Tal cual. Con esas minucias se desahogaba.
Justamente sus últimos compases están ligados a Chabuca Granda y a Perú. Diabético y asmático, ya en 1970 le habían diagnosticado una cardiopatía arterioesclerótica. En un viaje a Lima -para asistir a un homenaje que le preparaban-, hizo escala en el Distrito Federal, y la altura lo remató. Los orishas le habían sugerido que no saliera de Cuba.
La mañana del 2 de octubre de 1971, su amigo el ingeniero Luis Medina lo encontró muerto en su habitación, rodeado de paz y silencio. México, donde todo empezó, parecía un buen lugar para despedirse.
Ya en La Habana, lo vistieron de frac y lo expusieron en un ataúd forrado de seda. Nicolás Guillén despidió el duelo. Dicen que Rigoberto, el rumbero, se comportaba como si fuera la viuda.
A los sesenta años, Bola de Nieve aún mantenía la candidez de un niño. Para el enigma que fue, eso es lo más cercano a una respuesta.
Carlos Manuel Álvarez
El estornudo, 3 de octubre de 2016.
Videos: En el primero, Bola de Nieve canta Ausencia, de la compositora mexicana María Grever (1895-1951). En el segundo, Pancho Céspedes, acompañado al piano por Gonzalo Rubalcaba, interpreta el número que le compuso a Bola y que aparece en el disco Con el permiso de Bola (2007).
Leer también: Un gigante incomprendido en Cuba y Un pastel para Ignacio Villa.
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