Al final siempre da miedo. Las emociones eran una carga pesada y la virilidad e ideología marxista una constancia. Existía un enemigo y un destino. Luchar contra el ‘imperialismo yanqui’ -sí, con apellido, pues la hegemonía imperial soviética fue aplaudida por el régimen verde olivo- decididamente era la meta.
Era de buen gusto entonar canciones patrióticas, manejar con soltura el relato revolucionario y saber de carretilla trechos de discursos épicos de Fidel Castro.
La recompensa por el sacrificio de construir el socialismo -como en toda narrativa dogmática que linda con el surrealismo siempre hay un premio, ya sea siete vírgenes para los mártires del yihadismo o una dictadura del proletariado para los seguidores del comunismo- era portar un carnet rojo del partido comunista cubano.
La familia te la imponía la vida. Buena, regular o mala. Pero Fidel Castro estaba por encima del bien o el mal. El mejor estadista del siglo XX. El Padrecito de la Patria. El tipo que les plantaba cara a los americanos. El hombre que jamás se equivocaba.
Luciano, 65 años, a cada rato se pregunta cómo pudo caer en esa trampa filosófica cargada de consignas y jergas seudo patrióticas. “Me pudo costar la vida. Estuve en la guerra de Angola y fui oficial de las Fuerzas Armadas. A pie juntillas creía en el futuro luminoso del comunismo y estaba convencido de que Moscú era una ciudad más importante que Nueva York. Las mejores armas del mundo eran soviéticas y el capitalismo tenía sus días contados”, cuenta el otrora hombre nuevo, mientras conduce un taxi particular por las irregulares calles de La Habana.
Luciano siente que fue manipulado como un títere del teatro de guiñol. Pertenece a una generación a la que jamás le pidieron permiso. “Nunca nos preguntaron nada. Había que hacer esto y lo otro, porque así lo había decidido Fidel, y como peones de ajedrez nosotros cumplíamos las orientaciones. Éramos soldados de la revolución. Lo de nosotros era aplaudir, no aportar ideas”.
La caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS fue un varapalo para los cubanos que ciegamente creyeron que construirían la utopía comunista en la Tierra.
Luciano se considera una víctima. “La ideología es una droga. Desde niño se nos adoctrinaba. No existía otra referencia. El gobierno lo controlaba todo. Desde lo que se leía, se veía, hasta nuestras mentes. Le tiré huevos a los que se iban por el Mariel y participé en actos de repudio a disidentes que vivían en mi barrio. Nunca le voy a perdonar a Fidel Castro tanta manipulación”.
La cotidianeidad y el fracaso económico de la autocracia castrista fue un aterrizaje forzoso. Para Luciano, “Cuba es una sociedad enferma. Funcionarios que dicen una cosa y hacen otra. Un país que no puede garantizar una vida digna a sus trabajadores . Para sobrevivir necesitan de las inversiones capitalistas. Todo fue mentira y nosotros fuimos unos tontos útiles. Al final, lo único que les interesa es conservar sus privilegios y el poder”.
En las concentraciones militares y escuelas de formación de oficiales, entonaban un lema: “Solo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie”, recuerda Luciano. “Bueno, a mí que me quiten de la lista. Ya yo me rajé”.
Iván García
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