Da grima. El asilo de ancianos “Hogar del Veterano”, en Agustina y San Miguel, a una cuadra de la Calzada de 10 de Octubre, es una edificación de dos plantas, descuidada y sucia, pintada de un color que hace muchos años fue azul cielo.
En las mañanas sin sol, húmedas y friolentas, usted observa a varios grupos de ancianos apiñados y aburridos, con sus abrigos sucios y gastados, los ojos lagañosos y extrañando una taza de café con leche.
Fue el poeta Raúl Rivero, actualmente exiliado en Madrid, quien en uno de sus poemas dice que “cuando hace frío, el hambre tiene navaja”.
Pregúntele a Urbano, de 75 años, cargado de achaques y una artrosis cruel, qué es lo que más extraña de la existencia cotidiana. Y mirándole quieto con sus ojos claros, la única parte de su cuerpo que aún se mantienen con vida responde: “Siento nostalgia de una cama limpia, unos hijos que me cuiden los pocos años que me quedan y una comida decente y caliente”. Lleva siete años en el asilo y al igual que otros ancianos, ya se habituado a pedir dinero dinero y cigarrillos a las personas que pasan por las calles aledañas.
La gente suele mirar hacia otro lado cuando camina por este mal cuidado centro geriátrico. No es para menos. El espectáculo es poco edificante. Viejos tullidos y hambrientos, algunos con avanzada demencia senil, jugando dominó o convertidos en pedigüeños.
“Una vez fuimos jóvenes y fuertes. Yo jugué béisbol, era campo corto”, recuerda Jesús, 81 años. Y sus manos temblorosas intentan demostrar cómo atrapaba la pelota. Ahora, con un avanzado Alzheimer, casi siempre está en cama. Su familia hace años que no lo visita. “Soy una carga, un estorbo, lo único que pido es morirme cuanto antes". Y de pronto me pregunta si un día pudiera llevarlo al Latinoamericano, al antiguo Estadio del Cerro, a ver un partido de béisbol.
Otro grupo de ancianos tapados con colchas desteñidas y remendadas juegan una partida de dominó, y comentan cuánto desearían comerse una posta de pollo frito. Desde una cafetería cercana se siente el olor de pollos fríendo. “Pero una posta vale 25 pesos, y yo de jubilación sólo cobro 197 pesos” (menos de 8 dólares), aclara Reinaldo, 69 años.
Según Reinaldo, pasaron la Navidad y el fin de año sin probar cerdo asado. “Ese día nos dieron una sopa sin sustancia, arroz blanco y un pescado repleto de espinas. Las asistentes nos acostaron temprano, para poder escuchar música y tomar ron con sus amiguetes. Muchacho, te sugiero que le reces a Dios, para cuando llegues a viejo tengas una familia que vele por ti”, dice, mientras se le humedecen sus ojos opacos y míopes.
Pedro, 84 años, es de los ancianos que más tiempo lleva viviendo en asilo. “Voy para 12 años, he visto morir a muchos, algunos buenos amigos míos. Estar en un asilo es como estar preso. Qué no he visto yo. Los asistentes que nos atienden son unos pobres diablos, que recalan aquí porque no tienen una mejor opción para ganarse la vida, el gobierno no les paga un salario digno, entonces lo que les interesa es robarse cuanta comida, aceite y detergente puedan”, comenta con voz pausada.
Y me cuenta que cuando llegan donaciones del extranjero, los trabajadores se las reparten entre sí. “Y como nosotros para ellos somos unos viejos sarnosos y de mierda, que nos resistimos a morir, siempre nos dan lo peor”, confiesa enfadado.
Un grupo de cinco o seis octogenarios se acercan y dan más detalles. “Los que tenemos condición de seminternado, es decir, que solamente venimos a comer y a dormir, desde que amanece salimos al asfalto, a la calle, a intentar ganarnos un puñado de pesos, para que la vida sea menos dura. Yo vendo periódicos, tengo varios clientes que me pagan 30 pesos semanales, para que cada día les lleva el periódico a sus casas. Gracias a ese dinero, puedo cenar algo mejor", explica Norberto, 78 años, un negro delgado que viste un viejo abrigo de lana y unos zapatos con la suela despegada, cocida con alambre.
Para Norberto, "cenar algo mejor", es comer arroz, frijoles, vianda y pescado hervido, en El Encanto, un tugurio estatal, lóbrego y sucio que vende comida a bajos precios. La mayoría de los ancianos de este asilo estatal pasaron los días navideños viendo la tele o haciendo historias, de cuando eran jóvenes y tenían mujeres bellas, se vestían con elegancia y tomaban cerveza Hatuey, Cristal o Polar.
En un rincón, Norberto, comenta: “Es lo único que nos distrae, caernos a mentiras y vivir del pasado y la nostalgia. La realidad nuestra es dura, esperar que la muerte nos lleve cuanto antes. Hace muchas Navidades que no comemos turrones, ni una comida sabrosa. Nuestras familias nos consideran una carga y nos rechazan, no culpo a nadie, es lo que nos tocó”. Baja la cabeza y llora en silencio.
Es lo que queda de uno de los Hogares de Veteranos que había en La Habana antes de 1959. A los antiguos mambises les llamaban 'veteranos' y eran un orgullo para su familia y la sociedad. En el antiguo Hogar del Veterano de la calle San Miguel, cuando aquellos viejos cargados de historia recibían visitas de instituciones y escuelas, se vestían impecablemente con sus guayaberas de hilo. Hoy es un asilo lúgubre y triste.
Texto y foto: Iván García
Que tristeza. Solo eso.
ResponderEliminarUn beso a todos
Disculpa no poder expresarme... recuerdo a mi padre de 82 años que murió allá en Marianao, en mis brazos rodeado de sus hijos.
Un beso.
http://gelois49.blogspot.com.es
Ha pasado mucho tiempo del post y más días aún de mi estancia a pocos metros de este misérrimo asilo en la misma calle Agustina. Pasé muchas veces por delante y no podía evitar que se me encogiera el alma. La lástima es que toda La Habana parecía una ciudad a la que se había robado la alegría y a pesar de todo los habaneros que conocí se afanaban en mostrarme su cara más amable, sincera y hospitalaria. Me prometí regresar más pronto que tarde; pero han pasado 3 años y todvía no he vuelto.
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