La misma firma que Manuel Díaz Martínez (Santa Clara, Cuba, 1936) ha puesto desde su adolescencia al pie de sus poemas para certificar que es suya la emoción, la sabiduría y la música que ofrece. La misma firma que, asentada al final de otras hojas, lo convirtieron en un hombre peligroso, en un perseguido, un enemigo que merecía la cárcel o el destierro.
Una de esas hojas fue el acta del jurado (en el que estaba también José Lezama Lima) que le dio a Heberto Padilla, en 1967, el Premio Nacional de Poesía por su libro Fuera del juego. La otra, una estrujada papeleta rayada que el poeta suscribió en 1991 en la que se reclamaba cambios y reformas en el país. El documento circuló bajo el título de Carta de los diez y lo encabezaba la escritora María Elena Cruz Varela.
Pocos días después de estampar ahí su nombre y su apellido, el poeta tuvo que irse. Y vino a España, regresó a la tierra de su familia y se instaló en Las Palmas de Gran Canaria, donde vive y trabaja, que es una manera de amargarle el gesto represivo a los burócratas porque trataron de alejarlo y lo dejaron muy cerca, en su otra isla, donde sólo hay un suave sobresalto en las esferas de los relojes y Manolo puede ver el sol y sentir el aire desde la ventanilla de la misma guagua a la que se subió de niño en las inquietas Villas, su provincia natal.
Su poesía completa, los versos de medio siglo de trabajo, aparecen ahora bajo el título de Objetos personales en la colección Biblioteca Sibila. En esas páginas están las huellas claras del recorrido de Díaz Martínez con sus prisas por distanciarse de la complicada maquinaria verbal del grupo de Orígenes y lanzarse a la calle, a buscar -pienso yo, como el bolero-, una sensibilidad que vive (siempre en peligro) en las conversaciones cotidianas, en el compás de la palabra que necesita ser rescatada del aire.
Los críticos, los expertos y los profesores que usan mapas levantados a mano, podrán poner la poesía de Manuel a vivaquear en cualquiera de esos patios cercados donde suelen esperar la gloria los poetas que merecen, al menos a juicio de algunos, aparecer en una lista preventiva para que nadie se olvide de olvidarlos.
Lo que pasa es que la vibración, la ironía, la alegría contenida en los mismos temblores de su tristeza, todo lo que ha cantado y sufrido este hombre, no se puede medir ni inventariar. Ahí está esa canción, libre y abierta en la memoria de su país, en la de Hispanoamérica y en el espacio que le toca en la lengua española.
Manuel es un escritor que prefiere las impurezas. Sus versos conversacionales tienen el respaldo de su gran dominio del idioma, las lecturas de los clásicos y una manera de andar por la vida recomendada en Cuba para estar alerta y no subir a las nubes y olvidar la tierra. Un filosofía que le ha servido para contar la vida (y vivirla) con fuerza y honradez.
En los poemas que aparecen en su libro uno puede hallar destellos y honduras de la más reciente historia de Cuba. Son pasajes marcados por el ritmo del corazón del poeta. Una máquina escondida y grave que ha tenido serenidad y valor para recibirlos o provocarlos. Y talento y pasión para sacarlos de su envoltura cotidiana.
Aquí hay unos versos de Manuel Díaz Martínez: Son lo que son: minúsculos insectos/ quemados por la llama de la lámpara./ Todos pardos, inmóviles, iguales./ Descansa, que ya es buena recompensa/ por toda la penumbra que esquivaron/ y por toda la luz que pretendieron.
Raúl Rivero
El Mundo, 28 de noviembre de 2011
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