Todas las noches soñaba con Santiago de Compostela. Era un sueño recurrente en Antonia Ortega, quien murió a los 86 años en La Habana sin poder volver a su Galicia natal.
Pero le describió a su hija Rosario de manera tan gráfica los parajes de Santiago, la rúa da la Virxen da Cerca, su catedral y las aguas mansas de los ríos Tambre y Ulla, que desde niña, Rosario conocía al dedillo una ciudad que jamás ha visto.
“Mi madre me trasmitió la pasión por Galicia y sus costumbres. Heredé de ella su manía habitual de sentarse por las noches en el patio trasero de nuestra casa a cantar viejas canciones gallegas. Aún lo hago”, cuenta Rosario, de 69 años.
Vive en la abúlica y bulliciosa barriada de Santos Suárez, en el municipio Diez de Octubre. Una casona de los años 30 necesitada de reparación y pintada con un color ocre que no le asienta.
Rosario es directora de una escuela de baile español en Curros Enríquez, antiguo centro gallego situado en el popular barrio. Ahora, además de mesas de billar y un café, tiene un restaurante en moneda dura que vende pastas, comida criolla y el mejor lacón gallego de La Habana. Todo regado con vino de A Coruña.
Todas las tardes, a la entrada del aula, Rosario pasa asistencia a las niñas que asisten a las clases de baile. Cobra 40 pesos (casi dos dólares) por la inscripción y 20 pesos mensuales a los padres de las chicas, que orondas y maquilladas, van dos veces por semana a taconear en el tablado del piso superior de Curros.
Su salario no le alcanza. Vende cucuruchos con rositas de maíz para buscarse unos pesos extras. Y en las noches, después que prepara una cena frugal para dos personas, mientras su esposo se tumba en la cama a oír un juego de béisbol, los recuerdos y nostalgias comienzan a visitarla.
“Mi madre llegó a Cuba con 16 años de la mano de un hermano de su padre en 1937. Mis abuelos murieron durante la guerra civil. Ella fue una republicana feroz. No solía asistir a reuniones de paisanos. Era pobre a rabiar. Se adaptó rápido a aquella Habana ostentosa, colmada de luces de neón y prosperidad de los años 40”, recuerda Rosario.
Antonia Ortega no tuvo una bodega en una esquina de la ciudad como la mayoría de los gallegos en Cuba. Tampoco iba los domingos a la sociedad Rosalía de Castro, a comer chorizos y empanadas con las esposas de sus compatriotas, mientras en un gigantesco radio RCA Víctor escuchaban algún partido de fútbol del Deportivo o el Celta de Vigo.
“Era muy terca y no hablaba de sus desgracias. Prefería trasmitirme los buenos recuerdos que atesoraba de Santiago de Compostela. Fue muy adelantada para su época. Se casó con un negro, mi padre, trece años mayor que ella. Vivieron juntos hasta que él murió, en 1996. Sentían un respeto profundo por las tradiciones de cada cual. Mi madre con el rosario, sus muñeiras y oraciones. Mi padre con sus orishas, los tambores y muertos que le hablaban. Fui muy feliz en mi niñez. Después que llegaba del colegio, mi padre me comentaba de sus antepasados en Nigeria, y en la noche, con un bolero de Blanca Rosa Gil de fondo, mi madre destilaba morriña y saudade al hablarme de Galicia”, cuenta Rosario, mientras se mece despacio en un sillón de caoba.
Esta hija de gallega no se acogió a la nueva ley de la memoria histórica que permite viajar a España a cientos de cubanos. “Estoy muy vieja para marcharme de mi patria. No tengo hijos y no deseo ser una carga para nadie. Mi única ilusión sería conocer la tierra de mis antepasados. En Galicia, recorrer Santiago de Compostela y sus rúas milenarias y en Nigeria, la aldea de Calabar”, confiesa esta mujer, descendiente de africanos y españoles, como muchos en la isla.
Ya es tarde y Rosario siente sueño. En la sala de su casa se dan la mano una pintura a gran escala del nacimiento de Jesús y un conjunto de deidades afrocubanas que desde detrás de la puerta “recogen todo lo malo”.
Su esposo ronca plácidamente, mientras desde la radio, un locutor enardecido describe un jonrón del equipo Industriales.
Son las once de la noche. La barriada de Santos Suarez está en calma. A media luz y el agua derrochándose a mares por las cañerías defectuosas, un paisaje habitual de las calles habaneras. En la distancia, creo escuchar, una muñeira gallega al compás de un tambor africano. No es raro. Es Cuba.
Iván García
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