Se oye hablar a menudo de oscuros traficantes de órganos, de niños o incluso de adultos que desaparecen en plena calle para que sus riñones o su hígado reaparezcan «mágicamente» en otro cuerpo al otro lado del mundo. Parecen historias de terror pensadas para hacer subir la adrenalina y luego volverlas a aparcar en el cajón de lo excepcional o directamente fantástico. Hasta ahora y hasta aquí. Un periodista norteamericano, Scott Cagney, ha dedicado seis años de su vida a investigar «the red market», el mercado rojo. Y ha llegado a conclusiones espeluznantes.
Prácticamente cada parte del cuerpo humano tiene un precio, que oscila enormemente de un mercado a otro. Una pinta (473 mililitros) de sangre se paga a 25 dólares en la India, pero puede alcanzar los 337 dólares en Estados Unidos. Entonces en la India han salido «emprendedores» que, no satisfechos con revender cara la sangre que compran barata, tratan de aumentar todavía más el margen de beneficio obteniéndola gratis.
¿Cómo? Pues en siniestras «granjas de sangre» donde mantienen a gente cautiva durante años «sangrándola» -como si la ordeñaran- entre una y tres veces a la semana. Los candidatos a alimentar estas granjas a veces han accedido a ello porque viven en la miseria y en la mayor desesperación. Otras veces han sido simplemente secuestrados en una parada de autobús.
En Estados Unidos se llegan a pagar 24.400 dólares por la implantación de córneas que pueden obtenerse legalmente a través de donaciones voluntarias -de hecho Estados Unidos las exporta- o ilegalmente. En 2001, un cirujano chino declaró ante el Congreso estadounidense que él personalmente había vendido cientos de córneas, junto con riñones y muestras de piel, de prisioneros ejecutados en su país.
Obtener legalmente un trasplante de corazón puede suponer un dispendio cercano al millón de dólares y soportar una angustiosa lista de espera para acceder al órgano en sí. Ilegalmente hay quien lo consigue por 119.000 dólares. Nuevamente, el mayor suministro parece proceder de prisioneros chinos ejecutados. Lo mismo para las donaciones ilegales de hígados, que pueden resolverse por unos 157.000 dólares.
Pero como se puede donar una parte del hígado y seguir viviendo, aquí los ejecutados chinos «compiten» con personas extremadamente miserables en la India y en Filipinas, que unas veces más voluntariamente, otras menos, entran en este mercado.
¿Y qué pasa con la donación estrella, los riñones? En Estados Unidos o en Europa las listas de espera se prolongan por años y años. Pero el mercado rojo internacional es floreciente y, una vez más, extremadamente competitivo: un riñón nuevo cuesta 62.000 dólares en China pero «solo» 15.000 en la India. Se abren a su vez mercados emergentes en Indonesia, Pakistán y Kosovo, donde en 2008 empezó a funcionar una red de tráfico de este tipo de órganos investigada de cerca por Scott Cagney.
¿Y no es enormemente peligroso investigar esto? Cagney, que cuando hablamos con él se muestra amable sin dejar de dárselas de tipo duro (¿una mezcla de periodista y de Indiana Jones?) le quita hierro al asunto, lo cual dice mucho en su favor. «He sentido más miedo cuando investigaba otras cosas, como los niños raptados por la mafia», asegura.
Y es verdad que lo que más sorprende de su libro es lo inmensamente cerca que llega a su objetivo. No solo muestra fotos de las víctimas sino de sus verdugos. A veces vemos a cara descubierta al personal sanitario que realiza, o mejor sería decir que perpetra, algunas de las extracciones de órganos que luego se venderán por ahí al mejor postor. «Muchos de ellos no pertenecen a las mafias y además no tienen la sensación de estar haciendo nada malo; al contrario, incluso piensan que hacen una buena cosa, que ayudan a salvar vidas», nos comenta Cagney, entre endurecido y perplejo.
Antes de horrorizarnos porque esas personas piensen así, tal vez habría que preguntarse hasta qué punto no pensamos así nosotros mismos. Hasta qué punto todo este tráfico no se origina en nuestra aberrante ilusión de normalidad. Ni sé cómo, hablando con Cagney, me he descubierto preguntándole: «Pero, ¿qué haría usted si una persona muy querida, su mujer o su hijo, necesitara desesperadamente un órgano, y ésta fuese la única manera de conseguirlo?». Silencio profundo. Sin duda porque acabo de colocarle la pregunta del millón de dólares, pienso satisfecha.
Pero hete aquí que, cuando menos me lo espero, me salta a la cara la respuesta del millón y medio: «Su pregunta parte de una premisa falsa, ¿no se da cuenta? ¿No se da cuenta de que para preguntar eso hay que considerar una opción viable, aunque sea extrema, la de disponer del cuerpo de una persona en beneficio de otra?». Touchée. Es verdad. Es como si le hubiéramos preguntado a cuánta gente estaría dispuesto a asesinar para salvar a un ser querido.
Rápidamente Cagney nos rescata de nuestra culpabilidad y nuestra angustia haciéndonos ver que medio mundo conspira en la sombra para «ayudarnos» a ver las cosas así. A pensar en estos términos utilitarios de otros seres humanos. Por un lado tenemos avances médicos que han multiplicado -aunque no para todos- la esperanza de vida y las posibilidades de curar muchas cosas que hasta hace poco no tenían remedio. Por otro lado tenemos millones de personas sumidas en la pobreza y el oscurantismo e incluso en culturas donde la vida humana individual tiene un valor relativo si se compara con el que tiene en Occidente. En el momento en que la oferta y la demanda coinciden, cierta ecuación monstruosa empieza a tomar forma.
Es una monstruosidad bilateral. Por un lado están los donantes a la fuerza, por otro lado los receptores de unos órganos que, dado su turbio origen, nadie puede garantizar que estén en perfecto estado de conservación. Al proceder de personas desnutridas, desvalidas y con los lógicos problemas de salud asociados a estas condiciones, puede pasar cualquier cosa.
Este ha sido a veces el argumento para oponerse a que personas que cumplen condena en Estados Unidos «compren» su libertad donando órganos, como ocurrió bastante recientemente: dos hermanas con una larga condena por robo fueron indultadas a cambio de que una donara un riñón a la otra, liberando así al estado de costosas facturas por su tratamiento de diálisis.
Los tentáculos del mercado rojo son variados, son enormes y a veces parecen o incluso son inocentes. No todo es arrancar sangre o hígados por la fuerza. Por ejemplo las favorecedoras extensiones de pelo humano con que muchas nos hemos adornado alguna vez -quien esto firma adquirió unos mechones en 2002 en Estados Unidos por alrededor de 200 dólares- proceden en muchos casos de donaciones a un templo hinduista en el sur de la India, regido por una deidad que en teoría destruye los pecados de los creyentes que le hacen ofrendas. Entonces resulta que una joven india se corta la melena para agradar a su dios, y esa melena acaba en una inconsciente cabecita occidental. Y alguien que está en medio se embolsa al cabo del año unos cuantos miles o incluso millones de dólares.
Este es sólo un ejemplo, relativamente inocuo, aunque no del todo, de la colosal ignorancia en que se funda todo el invento. ¿Seguiríamos comprando extensiones de pelo si conociéramos con precisión su origen y su historia? ¿O pagando a madres de alquiler si supiéramos cómo y por qué y en qué condiciones llegan a serlo? ¿O adoptando niños sin preguntar de dónde salen? ¿O adquiriendo óvulos para tratamientos de fertilidad donados por inmigrantes sin papeles? ¿O dando por hecho que no hace ninguna falta donar sangre, porque, total, seguro que cuando nosotros la necesitemos el hospital ya la sacará de algún sitio?
«La transparencia es la clave para atajar los abusos, es la única salvaguarda posible», afirma Scott Cagney, categórico. Empezar por saber de dónde proceden los órganos o funciones corporales parece esencial para poner orden en los mercados, en los rojos, en los negros o incluso en los blancos.
Y es que en los mismos circuitos legales ha habido controversia sobre si es mejor pagar por las donaciones o fiarlo todo al altruismo. Ambas opciones han demostrado tener inconvenientes, lo cual lleva a menudo a tirar por el camino de en medio, no siempre con mala intención o con afán de lucro. Por ejemplo en Estados Unidos hace tiempo que funciona una red de donaciones voluntarias alternativas a la red oficial y a sus desesperantes, a veces criminales, listas de espera. Ciudadanos que un buen día deciden donar un riñón a un desconocido porque sí. Mientras no acepten dinero a cambio, es perfectamente legal.
Otra cosa es cómo se engrana eso en una industria sanitaria donde, aunque el órgano pueda ser gratis por ley, no lo es nada de lo que le rodea: ni la conservación, ni el trasplante en sí, ni mucho menos la atención necesaria para recuperarse después de donar. «En el momento en que entra el dinero en juego, todo se corrompe o puede corromperse», sentencia Cagney.
Anna Grau
ABC, 4 de julio de 2011
Foto: Scott Cagney. Madres de alquiler en una clínica de la India. Se las mantiene vigiladas durante todo el embarazo.
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