martes, 23 de agosto de 2011

La lista de Tania


Eran años duros. En 1990, millones de cubanos en la isla la estaban pasando mal. Había comenzado el “período especial”. Una guerra sin muertos ni aullar de sirenas. Pero con las consecuencias de un conflicto bélico civil.

La mayoría de las personas tenían hambre. El Estado inventaba engendros alimenticios para que la gente no cayera abatida como moscas en la vía pública. Fue la década del picadillo mezclado con exageradas cantidades de soya, masa cárnica, pasta de oca y cerelac, que sabía a rayos.

Inmensas las colas para comprar pizzas sin queso ni puré de tomate. El desayuno solía ser un cocimiento de hojas de limón, naranja o toronja. O una 'sopa de gallo': agua con azúcar prieta, para levantar las defensas. Un panecillo de 80 gramos valía 5 pesos, si se encontraba. Un aguacate, 120 pesos. El dólar se llegó a canjear a uno por 150 pesos.

En La Habana usted caminaba kilómetros y no veía un auto pasar por su lado. Los apagones eran de 12 horas. Los cubanos, desesperados, trataban de huir de la isla, en lo que fuera. Igual secuestraban una lancha que un avión.

El comandante único no quería claudicar. Socialismo o muerte, vociferaba. Se rumoraba que los tecnócratas habían diseñado una opción, la número cero, donde camiones del ejército repartirían comida por las cuadras.

Eran tiempos malos. Los guardacostas tenían órdenes de tirar a matar. El 13 de julio de 1994, para impedir la salida de un remolcador con 72 personas a bordo, lanzaron potentes chorros de agua provocando su hundimiento y la muerte de 41 personas, entre ellos 10 niños. Fue un crimen.

Después de las protestas callejeras del 5 de agosto del 94 por el malecón habanero y calles aledañas, para quitarle presión a la olla, Fidel Castro abrió el portón. Las personas armaban las balsas en un día. Y se lanzaban al mar.

Por las madrugadas aparecían pintadas antigubernamentales y cristales rotos de tiendas e instituciones oficiales. Jeeps artillados y soldados con boinas rojas se desplazaban lentamente por las zonas conflictivas de la ciudad.

Ése era el panorama de La Habana en 1993-95. En la barriada de La Víbora, en un apartamento de tres habitaciones, sin pintar y muebles desvencijados, vivía la periodista Tania Quintero.

Ella también la estaba pasando mal. Para mantener a su familia, en particular a su madre enferma y una nieta recién nacida, vendió lo único que tenía para vender. Una formidable colección de discos brasileños. Le dieron 39 dólares.

Con esa plata compró alimentos en conserva y una cuna de segunda mano. Era reportera en la revista Bohemia y de la televisión nacional. En 1986 había charlado con Castro en su oficina del
Palacio de la Revolución. En esa época todavía no era disidente.

El estado de cosas la hicieron cambiar de criterios. En septiembre de 1995 se alistó en el periodismo independiente, junto al poeta Raúl Rivero. Comenzó el acoso de los tipos duros de la seguridad. Los actos de repudio. Y la venganza del gobierno que ni jubilación le pagó tras 40 años de trabajo.

Desde 1992 ella tenía excelentes relaciones con diplomáticos de la embajada española en Cuba. Cuando en 1997 Eduardo de Quesada fue nombrado Cónsul General, en su agenda traía el nombre y el teléfono de la periodista.

Luego de entrevistarse con Quesada -hombre extremadamente solidario y generoso- y él mostrarse dispuesto a ayudarla "en lo que estuviera a su alcance", Quintero comenzó a idear un plan.

Con preocupación veía cómo los muchachos del barrio se prostituían por un puñado de dólares, un vaquero Levi's o un par de zapatillas Adidas. Y quiso tenderles la mano. Tenían un alto nivel educacional, ambiciones y ganas de labrarse un futuro distinto. Pero en Cuba no tenían esa posibilidad.

Una noche de apagón y calor africano, Tania hizo una lista a la luz de un candil. Una docena de jóvenes de origen humilde que deseaban emigrar a España. Le llevó la lista al Cónsul español y le hizo una promesa: “Ellos van a su tierra a trabajar duro. No son delincuentes ni vagos”.

Y les contó sus historias. Casi todos eran mestizos o negros y por su cuenta habían gestionado contratos de trabajo. Como cada uno tenía que pagarse los trámites y pasajes, algunos demoraron casi dos años en aterrizar en Madrid.

Hoy la mayoría de los vecinos de aquella lista son residentes legales en España y tienen ya la ciudadanía. A ratos vienen de visita a La Habana. Cuando me ven, me saludan y siempre me preguntan por 'doña Tania y don Eduardo'.

Hace unos días me topé con uno. “España anda mal. Tocaremos fondo, pero superaremos la crisis. Los españoles y los inmigrantes trabajamos duro para salir adelante. Es un país que vale la pena, porque si te esfuerzas, puedes optar por un futuro. En Cuba eso no existe”, me dijo.

Si el resto piensa así, entonces la lista de Tania Quintero y Eduardo de Quesada valió la pena.

Iván García

Nota.- Desde el 26 de noviembre de 2003, Tania Quintero vive en Suiza como refugiada política. Actualmente Eduardo de Quesada es Cónsul General de España en Uruguay, anteriormente fue Embajador en Paraguay e Iraq. Antes de marcharse de Cuba, Tania le dejó en la Embajada de España una carta de agradecimiento y despedida, para que se la hicieran llegar. Meses después, recibiría esta respuesta:

Querida Tania:


¡La de vueltas que habrá dado su carta manuscrita del 21 de noviembre de 2003 antes de llegar a mis manos el 2 de marzo de 2004! La encontré en mi despacho de Embajador en Paraguay al incorporarme en esa fecha a este puesto.


Tendría tantas cosas que contarle de mi misión en Iraq que el relato daría para escribir un libro, pero quien tendría que escribirlo es Ud., que con más méritos y mejores aventuras encontraría también muchos más lectores.


Me he alegrado mucho de poder retomar contacto después de tanto tiempo y de saber que se encuentra bien y en lugar seguro. Contará siempre con mi apoyo, mi simpatía y el respeto que merece por todo lo que realizó en “Cuba Press”, con un valor cívico ejemplar que ya muchos valoramos y que un día le será públicamente acreditado.


Disponga en cuanto pueda serle útil de su buen amigo, que le manda un fuerte abrazo,


Eduardo de Quesada

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