miércoles, 27 de julio de 2011

Ciencia y artesanía del adiós


Irse es un desastre. Una catástrofe íntima. Un derrumbe total en el que se ve cómo desaparecen casas, calles, parques, personas, borrados por una fuerza en progreso que, finalmente, saca del paisaje el entramado de una vida.

Yo vi a la periodista Ana Luisa López Baeza en el artesanaje de su despedida.

La vi haciendo descender sus cuadros de la pared y la vi repartir, entre familiares y amigos, sus sillones desvencijados, sus electrodomésticos rusos, con ruido y todo, sus ropas usadas, las cacerolas con abolladuras y el arroz de la libreta de racionamiento que el viaje no le dio tiempo a consumir.

Fui testigo de esos gestos casi ridículos por el valor de las prendas y los chorombolos pero perfectamente humanos y normales en este país donde en muchos vecindarios se vive con una hermandad de mendigos.

Estuve presente cuando algunos vecinos fueron a despedirse, con miedo y cariño, una combinación angustiosa y abundante.

Asistí a esos abrazos silenciosos, la puerta entrejunta que este es un barrio de funcionarios y cuadros del Partido. "A Rafaelito que venga ahora porque a lo mejor después se perjudica. A la vieja, que se ponga bien y que Dios la acompañe".

Desde mi puesto de observador vi cómo merodeaban los funcionarios de la Reforma Urbana, como buitres en su ronda sobre el mínimo apartamento de Ana Luisa y supe de llamadas amenazadoras: "No saque más muebles de su casa o pondrá en peligro su salida".

Una mañana entró una mujer con un metro, midió las paredes, miró detenidamente un escaparate y la luna de un espejo, la mesita de hierro donde la corresponsal pasó casi cuatro años escribiendo noticias y reportajes, los descabezados ventiladores chinos y antes de irse lanzó una mirada extraña hacia el sofá cama con problemas ideológicos: rotas y sin arreglo las dos patas izquierdas.

Supe de un viaje de Ana Luisa a Camagüey para ver a su madre y sus hermanos y visitar la tumba de su padre y la vi volver a distribuir los libros. ("¡Dios mío! ¿Podré llevarme a Espronceda y a José Martí, me dejarán pasar a Darío y la Avellaneda?"). La vi volver a empaquetar las fotos, los recuerdos, la ternura familiar, como si esas sustancias tuvieran dimensión, peso y textura.

La dispersión y muerte de la biblioteca de Ana Luisa me hizo recordar una imagen fatal de hace unos años.

Veo, ahora mismo, al escritor Bernardo Marqués Ravelo, meses antes de salir al exilio, allá en 1994, con todos sus libros en el portal de Infanta y San Miguel y a muchos de sus colegas del periodismo y la literatura, con algo también de buitres -o de auras tiñosas, para entendernos mejor-, regatear por T. S. Eliot, William Faulkner, Guillermo Cabrera Infante o Antonio Machado frente al hambre y el asombro del autor de "Balada del barrio".

Esta, desafortunadamente, no es una experiencia única, porque la maestría en despedidas y fragmentaciones es ya otro de los dones de los cubanos que llevamos tantos años siempre despidiéndonos de algo o de alguien.

La reflexión sobre Ana Luisa López Baeza, al pie de la escalerilla, tiene que ver con mi incapacidad para acercarme, por ejemplo, a las circunstancias de las salidas de mi hija Cristina y de Miguelito Sánchez, el hijo de mi esposa Blanca.

Es la distancia un prisma ideal para presenciar la tragedia individual de una persona que no quiere irse de su país pero que el trabajo científico de un grupo de especialistas del horror -con la experiencia de casi un siglo de totalitarismo- la expulsa de su medio natural, como una pieza rota.

Ana Luisa sólo comenzó un día a decir lo que pasaba en su país. A decirlo bien, profesionalmente, y revestida de una moral que perturbó a los zares de la información, la verdad y la vida en Cuba.

Cometió muchos delitos desde el petrificado Código Penal Cubano, pero a mí siempre me gusta recordar un verso de Gastón Baquero para definir la labor de los periodistas independientes en los últimos años: "Se había lanzado a una hermosa imprudencia."

Doy entonces testimonio de ese desastre individual que es irse. Y prefiero creer que son los relumbrones finales de una luz opalescente que agoniza.

Ahora sabemos, por todo lo que está pasando en Cuba, que en el espacio que existe entre irse y volver hay que fundar la permanencia. Porque permanecer siempre será un antídoto contra el desencanto. Y un veneno para el olvido.

Raúl Rivero*


Publicado en 1999 en Cubafreepress.

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