Cuando Román, un guantanamero alto y flaco, que lleva tres años residiendo clandestinamente en La Habana, siente deseos de sexo, con antelación planifica sus juergas.
Luego de trabajar 12 horas vendiendo pacotilla textil y tenis de marcas piratas, en una feria montada en la calle Galiano que le reportan ganancias diarias entre 20 y 30 dólares, se va al cuarto precario que tiene alquilado por 40 dólares al mes en la barriada de San Isidro. Se baña y afeita. Se pone un jean vistoso y por todo el cuerpo se echa perfume fuerte y barato.
Para acelerar la líbido, se toma la mitad de una cápsula de Viagra, de las que en el mercado negro venden a dólar cada una. Antes, en un café cercano a la casa de la música de Centro Habana, con calma se bebe cinco o seis cervezas negras Bucanero bien frías.
Al rato, las putas comienzan a merodear. Dos son las maneras de hacer trato con las jineteras por moneda nacional. O esperas a que ellas desvergonzadamente se te acerquen a hacer sus ofertas, o por ese lenguaje corporal y universal de las prostitutas, te percatas en lo que andan.
Todo es fácil. A los hombres ávidos de sexo como Román ya los conocen los chulos de muchas jineteras. Hay para todos los gustos. Y precios. Igual te hacen una paja por 2 dólares en el baño del café donde estás tomando cerveza, que en un rincón oscuro de los tantos edificios desvencijados de La Habana, te la chupan con fruición. Siempre con un preservativo puesto.
Si quieres algo diferente, tienes la opción de las jineteras a la carta. Negras, blancas o mulatas. Lo mismo se te cuelgan dos del brazo, para hacer un cuadro de amor lésbico. Si pagas un extra, te las puedes llevar a casa. En ese caso, el chulo te pide “por favor no me las maltrates ni me les des drogas”.
A cualquier hora del día en ese kilómetro de la geografía habanera que comprende desde el barrio chino de la calle Zanja hasta el Parque Central, una legión de chicos tienen un ojo experto para detectar a los tipos que están en busca de jineteras.
Osvaldo, un mulato joven que dedica varias horas al gimnasio cada día, es uno de los que vive de sus mujeres. Tiene seis trabajando para él. “Vivo de mi pinga (pene). Fue lo que Dios me dio. Una buena verga y poder de seducción. Estuve una vez preso por proxenetismo. Pero esto es un negocio que deja dinero sin ensuciarte las manos. Ahora la policía está menos severa. Y trabajo sin tanta presión. Lo ideal es cuadrarles ‘yumas’ (extranjeros) a mis chicas. Pero hay ya muchos cubanos con plata y son más espléndidos que los extranjeros”, dice sin dejar de otear el panorama.
También existen las jineteras independientes, como Julianna. No tiene chulo. “Todo el dinero que hago es para mí. Tengo que mantener a mi madre enferma de los nervios y un hijo de 5 años. Después de la 8 de la noche le pago a una señora para que me los cuide a los dos y me voy pa'l ‘fuego’ (la calle). Me va bien”, confiesa. Lo único que ella exige es que el tipo tenga buena pinta y se bañe antes de hacer el sexo. “Ah, y que no sea tacaño”.
Al 'mercado de la carne' (prostitución), se dedican varias casas en Centro Habana. Algunas son viviendas confortables con aire acondicionado, que cobran 5 dólares por hora. Otras son verdaderos antros. Cuartos húmedos y calurosos que parecen más el escondrijo de un terrorista que un sitio para fornicar.
En estos cuartuchos cobran un dólar la hora. Son los preferidos por los cubanos de pocos recursos. Román, quien todos los meses gira dinero a su madre y tres hijos en Guantánamo, prefiere pagar cuartos baratos.
Todas las jineteras llevan consigo condones. Algunas, incluso, en su bolso guardan un afilado punzón o una navaja suiza acabada de amolar. “Es que a veces los tipos se ponen ‘malitos’ y, o no quieren pagar o nos intentan dar una tunda de golpes”, aclara Tatiana, otra de las jineteras por su cuenta pululan por la calle Monte.
Al caer la noche, las prostitutas se multiplican. Los chulos beben ron en bares y parques de los alrededores, mientras sus mujeres están en la faena, 'trabajando' a su aire. La policía especializada con sus uniformes negros y sus perros pastores alemanes ya ni las ven. Es que son tantas las jineteras que asustan.
Iván García
Foto: Tomada del poema Al son de La Habana, de Antonio Sierra Sánchez, autor del blog En el ángulo oscuro.
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