sábado, 17 de septiembre de 2011

La Habana, mendigos por doquier


Desde hace unos años, la esquina de Carmen y 10 de Octubre en el populoso barrio habanero de La Víbora, se ha convertido en una pasarela de mendigos. Chiflados y borrachines a tiempo completo. Desde que asoma el sol, extienden en el portal sus trapos sucios y colocan cacharrerías y objetos ociosos.

A precios de ganga venden desde un par de anacrónicos zapatos Amadeo, con las suelas gastadas y el cuero arrugado, hasta un viejo radio ruso VEF 206 de la era soviética.

Libros policíacos o tratados de Carlos Marx. Folletos con discursos de Fidel Castro en los años 80. Imanes con adornos cursis para pegar en las neveras. Mangos, cabezas de ajo y unos pocos huevos de la magra canasta básica que otorga el Estado a todos los nacidos en Cuba.

Cualquier cosa. Aunque casi nadie se detiene a comprar. Cuando un coleccionista de cosas inservibles les compra algo, los mendigos viboreños lo celebran.

Por todo lo alto. A paso doble se llegan a casa de la negra Eloísa y compran una botella plástica de alcohol destilado. Recogen la carpa y a beber se ha dicho.

En varios sitios de La Habana, gente pobre a quien la inflación, la carestía de la vida y la quiebra del sistema de seguridad social los ha convertido en excluidos, vestidos con ropas ajadas y zapatos remendados, intentan sobrevivir como pueden a la muerte por decreto del Estado de Bienestar, orgullo del régimen de Fidel Castro durante muchos años.

Ahora se ha canjeado el discurso. Los tecnócratas están rematando lo poco que queda de la asistencia social. Ya nadie se acuerda de las frases épicas de Castro en abril de 1961, clamando por la revolución de los humildes y para los humildes.

Muchos de estos ancianos eran aquellos jóvenes humildes que gritaban enardecidos. Vestidos de milicianos partieron raudos en ómnibus hacia el frente de batalla en Bahía de Cochinos.

Carlos fue miliciano y soldado de la reserva. Estuvo en las guerras de Castro en África. Este verano de calor húmedo y feroz, vende libros y grifos de uso en plazas concurridas. Se siente traicionado por la revolución.

Nunca logra vender más de 40 pesos. Casi siempre se va en blanco. Entonces recurre a otra estrategia. Pide limosna. Sobre todo a canadienses y europeos. O a compasivos compatriotas que le dan una calderilla. Si tuvo un día bueno, come en una cafetería privada.

El acoso a turistas en La Habana por parte de mendigos, guías particulares, vendedores de tabaco o proxenetas se ha vuelto asfixiante. Los que peor suerte tienen son los pordioseros.

Ahora mismo, justo frente al hotel Inglaterra, se bajan de un ómnibus climatizado un grupo de sonrientes turistas con cámaras de vídeo y sombreros de guano. Antes de llegar al café, en el portal del hotel, los mendigos los acosan con tono afligido: “Unas monedas, señor, soy un hombre enfermo”.

Los turistas, coloraos como manzanas, del sol cogido en las playas, huyen despavoridos. Y pierden su sonrisa refocilada. Los mendigos siempre dan lástima. Pero la gente se aparte de su lado como si tuviesen una enfermedad contagiosa.

Cada día son más. Venden periódicos Granma o anticuadas pertenencias que nadie compra. Su refugio son los portales y el alcohol casero.

Se han convertido en una mancha para la sociedad. Un grito de atención hacia las autoridades, quienes en sus discursos optimistas nunca mencionan si existe una fórmula para detener la feria creciente de mendigos que asola La Habana.

Son los olvidados de siempre.

Iván García
Foto: Paul Turner, Flickr. Pordiosero en las afueras del Capitolio Nacional, en el corazón de la capital.

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