Siempre es igual. Doce horas al día. Seis veces a la semana. Leopoldo, 60 años es un hombre rutinario. Si por hacer frituras dieran títulos, este tipo bajito y gordo tuviese un doctorado.
“Esto no es fácil. Huelo a grasa aunque me bañe con un jabón Palmolive. Desde hace quince años mi vida es un círculo vicioso. Me levanto a las 5 de la mañana a limpiar y preparar la cocina de alcohol, situada en mi carro de freír frituras. Antes de acostarme, dejo la masa elaborada. Luego traslado el carro casi un kilómetro, hasta la Calzada de 10 de Octubre. A las 7 de la mañana ya estoy vendiendo frituras. Es el desayuno de muchos que van para las escuelas o centros de trabajo”, explica Leopoldo.
El carro de freír es un armatoste de aluminio con un techo de metal pintado de amarillo. El fogón desprende un calor feroz. Leopoldo suda a mares. En un costado ha instalado un viejo radio ruso marca VEF 206.
Cada fritura cuesta un peso (0.05 centavos de dólar).
Son de harina de maíz. Grasientas y de sabor indefinido. Pero su bajo precio permite su amplio consumo.
Ahora mismo, un joven con un pendiente de oro en la oreja y un grupo de estudiantes uniformadas de carmelita, compran 18 fritangas. Tienen hambre y se desesperan por lo caliente que están. Una de las chicas se quema la lengua y suelta una palabrota. “Viejo, esto está hirviendo”. Afable, Leopoldo riposta: “Hija, se cocinan con candela".
Un día cualquiera, Leopoldo vende entre 300 y 400 frituras. Antes poseía licencia de trabajador por cuenta propia. Ya no. No le resultaba solvente. Tenía que comprarlo todo. Hizo un acuerdo con el administrador de un centro gastronómico y a precio módico, éste le vende la harina de maíz y el aceite. Y le da una autorización para que pueda ofertar fritangas sin problemas.
“Todos los días, religiosamente, le entrego 130 pesos (6 dólares). También como moscas me caen inspectores estatales corruptos, a la caza de algún desliz para sacarte dinero”, dice mientras introduce frituras en una gran cazuela de hierro.
A las 5 de la tarde, Leopoldo está demasiado agotado para hacer chistes. Lleva más de doce horas de pie. “Tengo unas várices que me están matando, voy a tener que dejar el negocio”.
Saca cuentas con un mocho de lápiz en una hoja del periódico Granma. En una vasija le quedan 14 frituras frías, repletas de grasa. Unos muchachos pasan a la carrera y se roban seis o siete. “Cabrones, ojalá se indigesten”, les grita sin mucha energía. Al mediodía, su mujer le trajo espaguetis con puré de tomate. Se ha bebido dos litros de agua. Y su camisa blanca está llena de hollín. Huele a sudor y a aceite rancio.
Es la hora de volver a casa. “Cuando me baño, me restriego con un cepillo, pero el olor no desaparece. Ya mi esposa se acostumbró. Jocosamente me dice 'mi cerdito'. Después de cenar, preparo la masa para el día siguiente. Me acuesto a escuchar béisbol por la radio, nunca termino de oír el juego. Me quedo dormido”.
El domingo es el único día de asueto. “Voy a la iglesia con mis hijos y nietos. Después echamos una partida de dominó en familia y nos tomamos un par de botellas de ron blanco. No me gusta esta vida aburrida, pero con 60 años en las costillas, no veo otra manera de buscarme unos pesos de forma honrada”, confiesa.
Mañana será más de lo mismo. Caminar casi un kilómetro. Calentar la cocina y freír cientos de fritangas. Es la rutina. Doce horas diarias. Seis veces a la semana. Siempre es igual.
Lo distinto es que Leopoldo cada mes obtiene alrededor de 2,800 pesos (110 dólares). Seis veces más que el salario promedio, 415 pesos (unos 16 dólares). Vale la pena ser friturero.
Iván García
Foto: Katarina Arias. Las frituras no son de harina de maíz, sino de harina de trigo, condimentadas con sal y cebollinos, que son las más consumidas en la capital.
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