Cuando entro al ómnibus, busco mi asiento, el número 39. Leticia, de 29 años, se llama mi compañera de viaje. "¿Usted va dormir?", me pregunta. "No, pienso leer hasta que me entre sueño", contesto. "Qué bueno, porque yo también quiero leer un poco".
Prendimos las luces individuales que hay en cada asiento. Leticia leía Impaciencia del corazón, del escritor austríaco Stefan Zweig.
-Buen libro. Zweig se suicidó en Brasil en 1942, igual que Edith, el personaje de la novela que lees, comento.
-Qué pena, no conocía ese detalle ¿Por qué tuvo que hacer algo así un escritor tan famoso?
Le explico que Stefan Zweig era judío y lo que eso representaba en la Europa de los años que antecedieron a la Segunda Guerra Mundial, donde el fascismo alemán aniquiló 6 millones de judíos.
La muchacha era todo oídos. Le cuento sobre los horrores de campos de exterminios como Treblinka y Auschwitz. "Puede que Zweig, afectado por el destino de los suyos, haya optado por el suicidio", especulo.
-¿Usted es maestro?, indaga Leticia.
-No, pero al igual que a ti, me gusta leer.
-Yo fui maestra de secundaria, me gustaba mucho enseñar y dar clases, pero los días 5 de cada mes, cuando cobraba 300 pesos (alrededor de 12 dólares), se me quitaban las ganas de ser maestra, empieza a contarme Leticia. Y prosigue:
-Soy de Ceballos, un pueblo de Ciego de Ávila, que adonde quiera que usted mire sólo ve cítricos, piñas, miseria y desesperanza. La gente se ha resignado a llevar esa vida. Y cuando mueren, su deseo es que lo entierren en el pequeño cementerio del pueblo.
-Como no quería ese futuro para mí, me fuí para La Habana, me hice maestra y me casé con un hombre que es ingeniero civil. Vivo con él en Alamar, queremos tener un hijo, pero la cosa está muy difícil en Cuba. Por eso dejé el magisterio, porque con el escaso dinero que pagan no se puede vivir.
-Ahora vendo cuadros de un amigo pintor en la Plaza de la Catedral, en la parte vieja de La Habana. A veces me va bien, casi siempre regular. Esos "chavitos" (así llaman a los cuc, la moneda convertible de la isla) me permiten vivir un poco mejor junto a mi esposo y me alcanza para guardar algo. Con ese dinerito, cada dos meses voy a Ceballos y puedo invitar a mis padres a la cafetería Rumbos del pueblo, donde se puede comer pollo frito, pizzas y refrescos.
-Mi madre está orgullosa de mí. Cuando llego a Ceballos me lleva por las casas, para que la gente me vea. Como si fuera extranjera. Dejé de ser maestra para hacerla más feliz. Mis padres son personas cuyas vidas se han limitado a ver pasar días, tardes y noches, sin que nada bueno les hubiera sucedido. Con mi salario de maestra no podía llevarlos a comer pizza y pollo frito en la cafetería del pueblo, confiesa Leticia con una mezcla de tristeza y pasión.
Los dos apagamos las luces. Quedamos a oscuras y en silencio.
Iván García
Nota.- Tercer trabajo de una serie de 10 publicados en abril de 2009 en Desde La Habana. Todos los posts publicados en 2009, el primer año de existencia del blog, 'misteriosamente' desaparecieron.
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